viernes, 31 de enero de 2020

«Canción de amiga», un poema de Ángel González.


Nadie recuerda un invierno tan frío como éste.
Las calles de la ciudad son láminas de hielo.
Las ramas de los árboles están envueltas en fundas de hielo.
Las estrellas tan altas son destellos de hielo.
Helado está también mi corazón,
pero no fue en invierno.
Mi amiga,
mi dulce amiga,
aquella que me amaba,
me dice que ha dejado de quererme.
No recuerdo un invierno tan frío como éste.
Ángel González

jueves, 30 de enero de 2020

«La música última», un poema de Félix Grande

Se moría de una vez naufragando en redondo
entre cuatro paredes y unas gotas de música:
escuchaba el sonido con tan grave avaricia
que creía morirse despacio, desde lejos.

Quería lamer la música, el son de su existencia
chocando años y años por las peñas del mundo;
quería lamer el dulce estrépito de aquella
vida, que le agredía alejándose en círculos.

Pensar, sufrir y amar eran un mismo espasmo.
Vio rostros: de personas, de ciudades, de ideas.
Atolondrado, quiso perdonar -¿perdonar?-.
… Se apagaba, escuchando la música famélica.

Se le reunían todas sus alucinaciones
en una melodía inexperta y gravísima.
Se le formaba el feto de su cero en el alma,
un cero melancólico, como un brocal sin sombra.

Él, su vida, su historia, su edad, su estilo, todo
devenía cero; era el fino cataclismo,
la gran caries. Y oía unas gotas de música
maravillosa y torpe, anónima y genial.

Se oía nacer, oía las canciones de boda
de sus antepasados remotos, el chirrido
de las camas abuelas, bisabuelas, fundiéndose
en la pasión frenética de la continuidad.

Cerrábanse las puertas, tragaluces, ventanas;
los precintos lo hacían cada vez más recluso;
pronto sería el recluso completo e infi nito;
la cárcel infi nita se cerraba sobre él.

Lamía y lamía aquella música de los astros,
de la tierra y los siglos, de su barrio y su vida,
de su alcoba y su adiós. Se moría lamiendo
la música que sobre su calavera goteaba.

El caso de los viejitos voladores, un cuento de Adolfo Bioy Casares


Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora. El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció “porque el destino lo quiso”.

En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.

Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más atractivos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.

En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.

La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.

Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.

“En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas” me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.

Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre “Ni idea” y “El hombre me suena”), pero finalmente un adolescente me dijo “Es una de las glorias de nuestra literatura”. No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: “¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura”. CONTINUAR LEYENDO

martes, 28 de enero de 2020

Dormido entre rosas, un poema, una canción de Carlos Cano


Dormido entre rosas y encajes de hilo,
soñando en los lirios que vienen del Sur,
buscando en la noche los claveles fríos
del amor prohibido vive el andaluz.
Sombrero en los ojos, pañuelo esmeralda,
fuego en las pestañas ¡menudo valor!
Quedó en el olvido tal vez las razones
aquél pasodoble que en Madrid cantó,
Cuentan que en las noches de luna de mayo
entre lo malvado de la oscuridad,
se pinta los ojos, se muerde los labios
y abanico en mano se pone a cantar:
Ay rosa, Málaga bella, biznaga de mi pasión,
donde yo aprendí a querer donde conocí el amor.
Ay rosa, Málaga bella, biznaga del corazón.
¿De qué me sirve volver? ¿De qué me sirve volver?
Si el amor se marchitó.
Preguntan las rosas ¿por qué fue al exilio?
Preguntan los lirios ¿por qué no volvió?
Tan sólo la luna y el amargo vino
saben los motivos de su corazón.
Cuentan que por rojo, por republicano,
que andaba enredao con un militar,
cuatro señoritos de pistola en mano
sin voz lo dejaron en la madrugá.

martes, 21 de enero de 2020

La pastilla de jabón, un cuento de Juan José Millás.


Empecé a desconfiar de aquella pastilla de jabón al comprobar que no se gastaba con el uso. La había comprado en la perfumería de siempre y era de la marca que suelo utilizar desde años; todo en ella parecía tan normal que tardé dos semanas en advertir que no cambiaba de tamaño. Pasé de la sorpresa a la preocupación cuando, tras espiar su comportamiento durante algunos días, me pareció que empezaba a crecer. Cuanto más la usaba, más crecía.

Entretanto, mis parientes y amigos empezaron a decir que me notaban más delgado. Y era verdad; la ropa me venía ancha y las cejas se me habían juntado por efecto de un encogimiento de la piel. Fui al médico y no encontró nada, pero certificó que, en efecto, estaba perdiendo masa corporal. Aquel día, mientras me lavaba las manos, miré con aprensión la pastilla y comprendí que se alimentaba de mi cuerpo. La solté como si se hubiera convertido en un sapo y me metí en la cama turbado por una suerte de inquietante extrañeza.

Al día siguiente la envolví en un papel, me la llevé a la oficina y la coloqué en los lavabos. A los pocos días, vi que la gente empezaba a disminuir. Mi jefe, que era menudo y tenía la costumbre de lavarse las manos cada vez que se la estrechaba una visita, desapareció del todo a los dos meses. Le siguieron su secretaria y el contable. En la empresa se comenta que han huido a Brasil tras perpetrar algún desfalco.

La pastilla ha crecido mucho. Cuando haya desaparecido el director general, que además de ser gordo es un cochino que se lava muy poco, la arrojaré al wáter y tiraré de la cadena. Si no se diluye por el camino, se la comerán las ratas cuando alcance las alcantarillas. Seguro que nunca les ha llegado un objeto comestible con tanto cuerpo.

FIN

lunes, 20 de enero de 2020

Tus hijos no son tus hijos, un poema del poeta, filósofo y artista libanés Khalil Gibran.

Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.

No vienen de ti,
sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.

Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos,
pues ellos tienen sus propios pensamientos.

Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas,
porque ellos
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.

Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerles semejantes a ti,
porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.

Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas,
son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero,
sea para la felicidad.