La lluvia del domingo tiene las uñas afiladas, deja sus arañazos de agua en la ventana. Mis ojos chocan, frente a frente, con una muralla de edificios, bloques de hormigón que, en la luz húmeda, me traen a la memoria fotografías antiguas de alguna dictadura soviética. Vistas encajonadas, una calle estrecha, fantasías de trinchera, el otoño anticipado. Este es mi paisaje.
Antes de emprender la huida, no podía imaginar la asfixia de tardes de domingo como esta, el malestar de ver caer la noche y la lluvia mientras rasga el silencio desde el piso de abajo el eco eufórico del Carrusel Deportivo.
Miro la pantalla del móvil. 19:27 horas. 28 de septiembre. Hace exactamente un mes que llegué a la ciudad, sin conocer a nadie. Hace treintaiún días, engañé a mis perseguidores y bajé del tren en una estación donde nadie me esperaba. Me refugié en este barrio alejado, de calles neutras y casi idénticas. Cuando me acosté en la cama de una pequeña pensión, en la madrugada desierta, respiré aliviado. Empezaba una nueva vida.
Enseguida desapareció ese primer espejismo de libertad. Voy y vuelvo del trabajo, engullo deprisa mi comida en bares donde los clientes miran hipnotizados la televisión o en pizzerías abarrotadas, camino por calles donde la gente pasa sin rozarme. No hablo con nadie, estoy agazapado, quieto como un insecto al que han arrancado las patas.
Debería alquilar otro piso. En estas habitaciones, la luz es turbia, triste. Las bombillas cuelgan desnudas del techo y crean sombras lúgubres.
Todo lo que sé sobre la huida lo he aprendido en las novelas negras que leía para entretenerme cuando mi vida todavía era normal. Me he concentrado en no cometer errores. Viajo sin equipaje para poder escapar más deprisa y para no dejar rastro. He dejado atrás cualquier cosa que pudiera ayudar a encontrarme y darme caza. Por supuesto, tarjetas, teléfonos y demás objetos delatores. Al llegar aquí compré un móvil libre y un ordenador de segunda mano. Quiero pasar desapercibido entre la multitud confusa de esta ciudad.
19:38 horas. Sentado en el sofá con el portátil en el regazo, navego para matar el tiempo. Tal vez porque soy un fugitivo y conozco la angustia de la persecución, Facebook me da escalofríos. Miro con incredulidad todas esas pistas que la gente entrega sobre sí misma, la información voluntaria con la que van saciando día a día, sin pausa, la sed de control de poderes ocultos.
Desde que lo comprendí todo, intento conocer los mecanismos del espionaje masivo. Antes del cambio y del peligro, yo era como todo el mundo: sabía que hay centinelas invisibles vigilándonos en todas partes, pero no pensaba en ellos. No quería ver las cámaras de seguridad que sigilosamente graban mis pasos. Tampoco reparaba en los ojos transparentes de las pantallas que nos traicionan desde las habitaciones de nuestras casas, en el corazón del hogar. No imaginaba que un día tendría que huir. Ahora que por fin siento el miedo, nunca bajo la guardia. Sé el peligro que acecha tras la ceguera de la gente feliz e indefensa.
Levanto la mirada. La lluvia oscura sigue acribillando los cristales. 20:20 horas. Busco en la red nuestras claves sobre el saqueo de nuestros secretos. CONTINUAR LEYENDO