sábado, 9 de agosto de 2025

"ANA MARÍA MATUTE Y LA CENSURA FRANQUISTA". Coral Azofra Loza y Maribel Martínez López (Universidad de La Rioja), Theconversation.com 24 julio 2025

Una de las voces femeninas más encomiadas de la literatura española del siglo XX es, sin lugar a duda, Ana María Matute. Logros como ocupar el asiento “K” en la Real Academia Española, recibir el Premio Cervantes o ser propuesta para el Premio Nobel de Literatura lo evidencian.

Perteneció a la “generación de los 50” y, como cualquier autor que quisiera publicar en España durante los años de la posguerra y dictadura franquista, tuvo que enfrentarse al fenómeno de la censura que durante casi cuarenta años ejerció el Estado sobre toda la población.

Prohibiciones arbitrarias

La censura literaria, más ideológica en los años cuarenta y más moral a partir de los cincuenta, desempeñó un papel fundamental en el control sociocultural del país. Este aparato prohibía directamente obras contrarias a la moral católica o al régimen, y también actuaba de forma indirecta mediante mecanismos más sutiles, como la recompensa de obras afines o la modificación de textos.

Su aplicación, lejos de ser coherente y sistemática, era profundamente arbitraria, dependiendo más del criterio subjetivo de los censores que de unas normas estables. Desde finales de la década de los sesenta puede hablarse de una tímida apertura en el aparato censor institucional, aunque este se mantuvo vigente hasta la muerte de Franco e incluso de forma sutil durante la transición en lo relativo a temas considerados sensibles.

Si todo el proceso censor puede entenderse como “el camino que un texto tiene que recorrer para llegar a su publicación en un sistema complejo de censura previa” es interesante destacar que un primer ejercicio para evitarla fue la autocensura, aplicada por los propios autores “como un mecanismo de anticipación de aquello que el censor no va a consentir”, y que residía en la evitación de temas, la adaptación de contenidos delicados, o el uso de recursos como la fragmentación o la elipsis narrativas. Esto puede ampliarse a la presión editorial, ya que los editores, temerosos de represalias, favorecían aquellos textos que encajaran sin problema en todo lo canónico.

Conviene recordar que sobre las autoras se ejerció una censura mayor por el hecho de ser mujeres. Eso llevó a muchas a usar pseudónimos (Mercedes Formica publicó como Elena Puerto, por ejemplo) y a ser mucho más cuidadosas en el tratamiento de temas que pudieran ser cuestionables moralmente. En ellas se vigilaban especialmente motivos relacionados con la sexualidad, la maternidad no normativa o la crítica al rol tradicional de la mujer. Autoras tan reconocidas como Carmen Laforet, premio Nadal 1944 por Nada, vivieron en esas décadas largos periodos de silencio editorial.

Matute y los niños

Ana María Matute fue una de las afectadas por todo este sistema censor. Y fue ejemplo, asimismo, de que, pese a las restricciones, los autores supieron desarrollar estrategias de resistencia creativa.

Que la censura franquista se aplicaba de forma contradictoria, por lo que el destino de un manuscrito podía cambiar radicalmente según el censor, puede verse en su colección de cuentos Los niños tontos.

Una primera censora, la bibliotecaria María Isabel Niño Mas, consideró que era perturbadora y potencialmente dañina para la infancia: “este libro es impropio de niños. Si se edita no podrá evitarse el que caiga en manos de ellos produciéndoles un daño tremendo. A los niños hay que tratarlos con más respeto. Rechazada su publicación totalmente”.

Sin embargo, en 1956, el segundo censor, el padre Francisco J. Aguirre Cuervo, permitió su publicación señalando: “poemas que, aunque tratan de niños no son para niños […], se puede permitir su publicación”.

Aunque la obra de Ana María Matute no lo fuera, la intensidad con la que la censura afectó a la literatura infantil y juvenil queda patente en la primera evaluación. Se eliminaba de ella cualquier contenido considerado inmoral o subversivo y se promovieron adaptaciones edulcoradas de clásicos y relatos con fuerte carga didáctica y moralizante.

Dos obras diferentes

También la novela Luciérnagas, ambientada en la contienda civil española, fue rechazada en dos ocasiones, en 1949 y 1953, por considerarse contraria a la moral católica y políticamente sospechosa. El censor la condenó acusándola de lo siguiente:
“domina un total sentimiento antirreligioso que llega a la irreverencia en muchos pasajes. Jamás se cita un nombre santo […] Políticamente, la novela deja mucho que desear. […] no debe autorizarse la obra, pues, intrínsecamente, resulta destructora de los valores humanos y religiosos esenciales”.
Como estrategia de supervivencia editorial, Matute tuvo que transformarla en En esta tierra, una versión que ya no reconocía como la misma novela. En ella se evitaba cualquier humanización del enemigo o pluralismo político, se introducían expresiones que reforzaban la idea de que el sufrimiento derivaba del pecado o del incumplimiento de los valores tradicionales, se añadían lecciones morales explícitas, subrayando el valor de la maternidad, la culpa y el castigo, y se eliminaban críticas a la educación religiosa o a la moral católica y palabras malsonantes.

La edición publicada en 1993 de Luciérnagas anunció una nueva reescritura, la cual, sin embargo, no provocó una recuperación completa de la primitiva versión.

El control externo generó inevitablemente la mencionada censura interna. Los escritores interiorizaron el aparato censor, convirtiéndose en vigilantes de su propia creación. Este fue, para Matute, el mayor daño causado por el sistema y su verdadero triunfo, porque transformaba la mirada de los autores sobre su propia obra, imponiendo a menudo una modificación profunda en los textos.

Pese a las restricciones, ella logró mantener una voz singular, en ocasiones camuflada bajo la apariencia de inocencia narrativa, en una suerte de posibilismo buerovallejiano –otro autor que encontró formas de “burlar” la censura franquista–. Con la democracia su palabra original, evolucionada, pudo verse liberada de los silencios impuestos.

miércoles, 6 de agosto de 2025

"NO OS CONFUNDÁIS". Un poema de Francisca Aguirre

Y cuando ya no quede nada
tendré siempre el recuerdo
de lo que no se cumplió nunca.
Cuando me miren con áspera piedad
yo siempre tendré
lo que la vida no pudo ofrecerme.
Creedme:
todo lo que pensáis que fue destrozo y pérdida
no ha sido más que conjetura.
Y cuando ya no quede nada
siempre tendré lo que me fue negado.
No os confundáis: con lo que nunca tuve
puedo llenar el mundo palmo a palmo.
Tanto miedo tenéis que no habéis advertido
la riqueza que se oculta en la pérdida.
Desdichados,
poca ganancia es la vuestra
si nunca habéis perdido nada.
Yo sí he perdido:
yo tengo, como el náufrago,
toda la tierra esperándome.

viernes, 1 de agosto de 2025

"ÉRASE UNA VEZ ANA MARÍA MATUTE: CIEN AÑOS DE UNA AUTORA EXTRAORDINARIA". Andrea Aguilar, El País 26 JUL 2025

MERCEDES DEBELLARD

Se celebra el centenario de una de las voces más particulares y brillantes de la narrativa española en el siglo XX. Ni su carrera ni su vida se ajustan al papel que tenían las mujeres en la España de su tiempo. Fabuladora nata, sus libros están marcados por un realismo despiadado y por la fantasía.

En la Barcelona de posguerra una muchacha adolescente se armó de valor y decidió acudir a la editorial Destino para llevar en persona, en un cuaderno manuscrito con cubiertas de hule negro, una novela. Acudió varios días, sobreponiéndose a su timidez, antes de lograr una reunión con el director del sello, quien, pacientemente y cabe imaginar que con notable paternalismo, la informó de que debía pasarlo a máquina antes de presentarlo. Así lo hizo y se lo llevó. Al editor le gustó la narración y le hizo un contrato que firmó su padre. Empezó entonces a publicar sus cuentos en la revista del sello, antes de que la novela del cuaderno de hule, Pequeño teatro, llegara a las librerías unos cuantos años más tarde: de hecho, fue la segunda que le publicaron y con ella obtuvo el premio Planeta. Este podría ser el érase una vez con el que arrancar la historia de una las escritoras más extraordinarias del siglo XX en España, solo que Ana María Matute (1925-2014) tuvo varios principios, con una carrera y una vida que no acaban de ajustarse a un bien delimitado esquema de planteamiento-nudo-desenlace, ni tampoco al papel que aquella España franquista tenía reservado a las mujeres.

Fue una creadora total, una fabuladora con un vasto mundo propio que volcó en cuentos y novelas ampliamente reconocidas. Cuando se alejó, con un parón editorial casi total que duró cerca de 20 años, llevó ese universo a las maquetas, “los pueblos” y castillos, o a las alhajas que construía con chapas, botellas y demás desechos; también a los dibujos e ilustraciones o a los locos banquetes que preparaba en su cocina de Sitges. Matute, con enorme libertad, inventaba y creaba sin remedio porque esa era su manera de ser y de estar. Su forma de entender y habitar el mundo.

“Es una gran escritora, dura como el más duro, creo que la mejor en España en el siglo XX por su profundidad y dominio de la lengua. Vivió la Guerra Civil de niña y eso fue muy importante, como para toda su generación. No lo tuvo fácil, era mujer y además con una vida rocambolesca”, afirma la escritora Milena Busquets. Ella la conoció desde niña, ya que Matute era una gran amiga de su madre, la editora Esther Tusquets, y por extensión de la familia, y mantuvieron un trato muy cercano. “Independiente, divertida, valiente, desinteresada. Todos los autores de su generación respetaban mucho su escritura y en lo personal era muy entrañable. Con 19 años entró de pleno en el círculo de los escritores y de la bohemia, un mundo canalla, bebedor y juerguista. Lo contaba con mucha gracia. Rechazaba de plano que hubiera una literatura de mujeres, decía que había libros buenos y malos”.

Matute, hija del dueño de una fábrica de paraguas, creció entre Barcelona y Madrid, pasó un año en Mansilla de la Sierra, el pueblo de su familia materna en La Rioja, algo que acercó su sensibilidad al mundo rural y a la naturaleza. Su tartamudez, según contaba, la volvió diferente. Escribió novelas en su infancia y obras para el guiñol. Y cuando las bombas caían en plena Guerra Civil y sacudían su hogar acomodado, en el que en cualquier caso ella siempre se sintió algo extraña, dejó de tartamudear y sacó su primera revista con cuentos y artículos, escrita y diseñada por ella misma para disfrute de sus primos y hermanos.

La ficción fue siempre el refugio y también el espejo distorsionado que le permitía sobreponerse a la realidad y retratarla. Realismo y fantasía. Cuentos nunca exentos de la crueldad y dureza que tiene la vida, porque los relatos edulcorados o moralizantes estuvieron radicalmente alejados de su literatura. Algo parecido ocurre con esa imagen de beatífica anciana de sus últimos años, un espejismo que opaca su inteligencia afilada y una visión cruda del mundo.

“Nací cuando mis padres ya no se querían”, es el arranque de Paraíso inhabitado, su último libro publicado en vida, al que vuelve Malcolm Otero Barral al teléfono para hablar de la fuerza de la escritura de Matute hasta su último aliento. La conoció de niño con su abuelo, Carlos Barral, en Calafell, como parte de ese grupo en el que también estaban Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé, y la trató muchos años después cuando trabajaba como editor en Destino. “Era muy tímida pero una gran contadora de anécdotas. Te gustaba estar con ella. Era, en el sentido machadiano, una buena persona”, señala, y subraya que es una autora absolutamente reivindicable por jóvenes escritores que aún no la han descubierto en toda su dimensión. “Sus primeros libros tienen una ingenuidad imperfecta que es muy, muy buena”.

Si en los cuentos hay lobos que comen a los niños y madrastras malvadas, hechizos e injustas maldiciones, es porque en el mundo real también los hay. Es solo otro código con el que retratar las injusticias y males. Matute aplicaba este prisma también para hablar de su vida. Se refería a “el malo”, su primer marido —el escritor Ramón Eugenio Goicoechea— y padre de su único hijo, que llegó a empeñar el carrito del bebé, como él mismo contó en sus memorias, y luego la máquina de escribir con la que ella trabajaba y sostenía la economía familiar cuando vivían en Mallorca. Matute y su hijo encontraron refugio en casa de Camilo José Cela y su esposa Charo. Allí conoció a otra pareja de grandes amigos: José Caballero Bonald y su mujer Pepa.

Unos meses después la escritora, ya en Barcelona, se divorciaba de Goicoechea y perdía la custodia de su hijo, a quien solo podía ver los sábados gracias a la complicidad de su suegra. Dos años más tarde consiguió recuperar al niño y marchó a Estados Unidos como lectora de español. “El bueno” era Julio Brocard, su segundo esposo, con quien se instaló en Sitges cuando regresó. Allí vivió años muy felices, y también padeció una depresión, “el vacío”, como decía. Brocard falleció el 26 de julio de 1990 de un infarto tras llamar al timbre desde la calle para recogerla e ir a celebrar el cumpleaños de Matute. Un amargo y triste giro. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 31 de julio de 2025

"EL SEMEJANTE". Un cuento de Miguel de Unamuno

«El semejante», cuento de Miguel de Unamuno, narra la historia de Celestino, apodado «el tonto», un hombre solitario y marginado por la sociedad que encuentra consuelo y compañía en la naturaleza y en su mundo interior. Un día, Celestino se encuentra con Pepe, otro solitario que refleja su misma inocencia y simplicidad, y entre ellos surge una amistad genuina y libre de prejuicios. Ambos comparten momentos de alegría y descubrimiento, apreciando las pequeñas maravillas de la vida cotidiana. A través de esta narrativa, Unamuno explora temas como la soledad, la amistad y la búsqueda de semejanza y comprensión en un mundo a menudo hostil y excluyente. (lecturia.org)

EL SEMEJANTE

COMO todos huían de Celestino el tonto, tomándole, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescos sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarca todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando lo tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.

Una mañana tropezó Celestino con otro solitario paseante, y al cruzarse con él y, como de costumbre, sonreírle, vio en la cara ajena el reflejo de su sonrisa propia, un saludo de inteligencia. Y al volver la cabeza, luego que hubieron cruzado, vio que también el otro la tenía vuelta, y tornaron a sonreírse uno a otro. Debía de ser un semejante. Todo aquel día estuvo Celestino más alegre que de costumbre, lleno del calor que le dejó en el alma el eco aquel que de su sencillez le había devuelto, por rostro humano, el mundo. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 30 de julio de 2025

"DURO TIEMPO". Un poema de María Beneyto sobre la infancia en tiempos de guerra.

Nuestra niñez no ha sido protegida
por canciones de nácar,
por símbolos de azúcar inefable
o guirnaldas de estaño.
Nuestra infancia sabía a hierba amarga,
a guerra fratricida,
sin fábulas azules ni leyendas.
Enseguida supimos que la vida
─aquel tallo inocente─
nacía de una entraña ensangrentada
que indicaba el camino
hacia la luz, entre la carne rota.
Que las madres guardaban
recuerdos prenatales en su vientre.
A esquirlas de metralla, a realidades,
nos sacaron del mundo
en que era fácil y feliz ser niño.
Con obuses, con bombas
conocimos la atroz mitología
que izaban la palabras
del lívido alarido de la herida.
Hicimos colección de balas viejas
usadas por la muerte.
Nana feroz nos daban en la noche
las sirenas de alarma
y el agujero del terror oscuro
del refugio antiaéreo
que jugaba por el día con nosotros.
Lo mismo que asexuales criaturas
inventábamos juntos
iguales violencias. (Una niña
algunas veces vino,
se me subió a los ojos lentamente
y lloró en mis pupilas
inexplicables ríos infantiles)
Y ese ha sido el preludio,
la llegada a la tierra que vivo.
Los indicios apenas de la vida
repartida en dos seres
y desdoblada, separada, aparte.
La dura despedida
del otro ser que se quedó en la muerte.
Sin ser mujer, y sin tener infancia
allí, en tierra de nadie,
en tiempo neutro, en limbo sostenido,
la niñez compañera
era un capullo pálido, caído,
ahogado entre la sangre
en donde se perdió la niña muerta.
Pero siguió la muerte su camino
y los hermanos eran
allá en el frente, dioses luminosos,
de guerreros antiguos
resplandeciendo a un lado de la lucha,
en el duro combate,
en la carne mortal, herida y nuestra,
mientras iba cayendo eterna lluvia
en la herida infectada
de acuchillados campos. En el hueso
innumerable y joven
del múltiple cadáver, y algo hembra,
mujer, madre del luto,
algo llamado España sollozaba.