martes, 17 de junio de 2025

"LA NOCHE INVISIBLE". Un cuento de Irene Vallejo

La lluvia del domingo tiene las uñas afiladas, deja sus arañazos de agua en la ventana. Mis ojos chocan, frente a frente, con una muralla de edificios, bloques de hormigón que, en la luz húmeda, me traen a la memoria fotografías antiguas de alguna dictadura soviética. Vistas encajonadas, una calle estrecha, fantasías de trinchera, el otoño anticipado. Este es mi paisaje.

Antes de emprender la huida, no podía imaginar la asfixia de tardes de domingo como esta, el malestar de ver caer la noche y la lluvia mientras rasga el silencio desde el piso de abajo el eco eufórico del Carrusel Deportivo.

Miro la pantalla del móvil. 19:27 horas. 28 de septiembre. Hace exactamente un mes que llegué a la ciudad, sin conocer a nadie. Hace treintaiún días, engañé a mis perseguidores y bajé del tren en una estación donde nadie me esperaba. Me refugié en este barrio alejado, de calles neutras y casi idénticas. Cuando me acosté en la cama de una pequeña pensión, en la madrugada desierta, respiré aliviado. Empezaba una nueva vida.

Enseguida desapareció ese primer espejismo de libertad. Voy y vuelvo del trabajo, engullo deprisa mi comida en bares donde los clientes miran hipnotizados la televisión o en pizzerías abarrotadas, camino por calles donde la gente pasa sin rozarme. No hablo con nadie, estoy agazapado, quieto como un insecto al que han arrancado las patas.

Debería alquilar otro piso. En estas habitaciones, la luz es turbia, triste. Las bombillas cuelgan desnudas del techo y crean sombras lúgubres.

Todo lo que sé sobre la huida lo he aprendido en las novelas negras que leía para entretenerme cuando mi vida todavía era normal. Me he concentrado en no cometer errores. Viajo sin equipaje para poder escapar más deprisa y para no dejar rastro. He dejado atrás cualquier cosa que pudiera ayudar a encontrarme y darme caza. Por supuesto, tarjetas, teléfonos y demás objetos delatores. Al llegar aquí compré un móvil libre y un ordenador de segunda mano. Quiero pasar desapercibido entre la multitud confusa de esta ciudad.

19:38 horas. Sentado en el sofá con el portátil en el regazo, navego para matar el tiempo. Tal vez porque soy un fugitivo y conozco la angustia de la persecución, Facebook me da escalofríos. Miro con incredulidad todas esas pistas que la gente entrega sobre sí misma, la información voluntaria con la que van saciando día a día, sin pausa, la sed de control de poderes ocultos.

Desde que lo comprendí todo, intento conocer los mecanismos del espionaje masivo. Antes del cambio y del peligro, yo era como todo el mundo: sabía que hay centinelas invisibles vigilándonos en todas partes, pero no pensaba en ellos. No quería ver las cámaras de seguridad que sigilosamente graban mis pasos. Tampoco reparaba en los ojos transparentes de las pantallas que nos traicionan desde las habitaciones de nuestras casas, en el corazón del hogar. No imaginaba que un día tendría que huir. Ahora que por fin siento el miedo, nunca bajo la guardia. Sé el peligro que acecha tras la ceguera de la gente feliz e indefensa.

Levanto la mirada. La lluvia oscura sigue acribillando los cristales. 20:20 horas. Busco en la red nuestras claves sobre el saqueo de nuestros secretos. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 16 de junio de 2025

"EL OLOR DE LAS NUBES" (Poesía en la cárcel). Un poema de Ana Delgado seleccionado y comentado por Andrea Villarrubia Delgado

Hace unas semanas se presentó el último libro de poemas de Ana Delgado, con el significativo título de ‘Borrar el silencio’, referencia clara a la necesidad de remediar la injusticia de habérselo impuesto a tantas mujeres en nuestra sociedad, comenzando por su propia madre, a la que reivindica sobre todo como mujer. De la tercera parte del libro, la más extensa de todas, está extraído el poema que hoy comparto, titulado ‘El olor de las nubes’, que la poeta ha tenido la deferencia de dedicarme. Es inevitable, pero leo el poema con ojos y sentimientos distintos al resto de lectoras y lectores, pues habla de una experiencia compartida con ella durante años en el Centro Penitenciario de Albolote, en el módulo 10 de mujeres, donde el olor de la calle y el de las nubes se instalaba en el angosto espacio sin ventanas en el que nos reuníamos gracias a los libros y las conversaciones que propiciaban. (Andrea Villarrubia Delgado)

 EL OLOR DE LAS NUBES

La injusticia de la justicia.
Esas mujeres están allí,
yo podría ser una de ellas,
ellas podrían ser tú,
cualquiera.
Entraron porque un día tuvieron un error,
el mismo que tú podrías cometer.
No han matado ni robado un banco,
por lo general, solo delitos menores,
pequeñas faltas o grandes destinos,
quién puede saberlo.

Algunas quitaron para tener,
para tener un techo,
un plato, una lumbre,
otras traficaron para sobrevivir
a la pobreza o la desesperanza.
Sea como sea, todas han dejado fuera
hijos, madres, un hogar,
y descuentan los latidos de su añoranza
sin pausa ni sosiego.

Nosotras les llevamos versos
y ellas nos devuelven gratitud,
les leemos relatos
y nos regalan sonrisas,
quizás alguna lágrima.
Nosotras les quitamos mucha cárcel,
nos dicen,
y ellas nos ofrecen su historia, envuelta
en el olor de las nubes.

ANA DELGADO

domingo, 15 de junio de 2025

"EL BUEN LECTOR SE HACE, NO NACE. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores". Un texto descargable de Felipe Garrido

ÍNDICE

Introducción
La libertad de elegir
Imaginación y enajenación
Dos lecciones 23 Fobias y contrafobias
En el XXII Congreso de la Unión internacional de editores
La lectura se contagia
Un programa para talleres de lectura
Cuestión de rigor
Arte, cultura y bienestar
El maestro y la lectura
Que todos sean lectores
La lectura como una ocupación inútil
Fuera del diccionario
Lenguas en conflicto
Sirena lectora
Una literatura es un país
Simulación y lectura
El futuro es hoy
Epílogo / Cómo aprendí a leer

DESCARGA EL TEXTO DESDE AQUÍ 


sábado, 14 de junio de 2025

"DESPERTAR". Un cuento de Ana García Bergua

Ana García Bergua

Cuando abrí los ojos, estaba caminando por una carretera y no sabía porqué estaba ahí. Hacía muchísimo frío, yo traía una camisola de lana demasiado grande, además de pantalones de mezclilla. Pensé que era un sueño y seguí caminando sin saber a dónde, buscando quitarme el frío. Me hurgué en los bolsillos; traía algunas monedas, ni celular ni nada. Los coches pasaban raudos, me pregunté si debía parar alguno, pero sentí miedo. Encontré un letrero por fin: caminaba por la carretera de Cuernavaca, en dirección opuesta a la ciudad de México. Tomé el camino de regreso hacia mi casa. Quizás en lo que llegaba me despertaría.

Caminé y caminé pensando que al día siguiente me dolerían mucho las piernas. Pasé la caseta, nadie se fijaba en mí. Encontré un teléfono público, marqué el número de casa. Una voz me contestó, una muchacha. Soy yo, le dije, no sé qué hago aquí, pero estoy en la salida a Cuernavaca. ¿Quién es?, me dijo. Nora, contesté. Me colgó diciendo que estaba equivocada. Metí más monedas, volví a marcar. ¿No está Juan? No está, respondió la misma voz, ¿quién lo busca? Nora, insistí, ¿quién eres tú? Sandra, respondió. Sandra, mi hija, tenía cinco años. ¿Cómo Sandra?, pregunté. Volvió a colgar. Me dio angustia pensar quién estaría con Sandra. Se me habían terminado las monedas, tenía las piernas entumecidas, me sentía muy sucia. No me despertaba, no me quedaba más remedio que caminar.

Vivía en la Villa Olímpica. El camino se me hizo una eternidad, pero llegué por fin a mi casa. Llamé por el interfón, me pidieron mi nombre. Nora, grité, soy Nora. Qué Nora, insistían. Pues yo, Nora. No me abrieron. Me, senté en la escalera, estaba agotada, empecé a llorar. Escuché que alguien bajaba corriendo del interior y abría la puerta. Era Juan. Estaba muy cambiado. Me miró con espanto y exclamó mi nombre. ¿Qué pasa?, le pregunté, no entiendo qué pasa. Hoy amanecí caminando por la carretera. Traté de abrazarme a él, pero pareció asustarse. Se echó hacia atrás. Me senté en el piso, me dolía todo el cuerpo. Me ayudó a levantarme. Subimos las escaleras, no llamó el elevador. Yo tenía miedo de que la niña me viera así.

¿Dónde está Sandra?, pregunté al entrar a casa. Una jovencita salió de su cuarto. Se nos quedó mirando a mí y a Juan, con curiosidad. Juan asintió, como si ella le hubiera preguntado algo y él respondiera. ¿Eres mi mamá?, preguntó al fin. Me di cuenta de que la casa estaba muy diferente. Juan se dejó caer en un sillón de la sala sin dejar de verme con incredulidad. Sandra hizo lo mismo. Sentí vergüenza de sentarme, como si fuera la casa de alguien más. Al parecer había pasado mucho tiempo. ¿De dónde vienes?, preguntó Sandra por fin. De la carretera, respondí, hoy abrí los ojos y estaba en la carretera.

Escuché el ruido de la puerta abriéndose. Una voz de mujer anunció que ya había llegado. Era joven, muy guapa. Venía vestida como de oficina, traía unas llaves de coche en la mano. Las dejó en la mesa y nos miró intrigada. Juan reaccionó como si se viera obligado a explicarle. Ella es Nora, le dijo. La mujer me miró con la misma incredulidad que los otros. Me dijo que ella era Andrea. Mi esposa, añadió Juan. Tuve mucho miedo. Me iba a levantar para verme en un espejo, pero preferí no hacerlo. Estaba temblando. Ayer yo vivía aquí y Sandrita tenía cinco años, alcancé a decir. Hoy abrí los ojos caminando en la carretera. Andrea y Juan se miraron. Alcanzaron a comunicarse algo. Andrea me dijo que me tranquilizara. No te preocupes, te prepararé un té. Me puso una mano en el hombro, un intento de contacto. Al parecer les daba asco. Pensé en pedirles permiso de bañarme en mi propio baño. Juan llamaba por teléfono a un doctor Balboa.

Sandra me estudiaba muy atenta. No se decidía a creer que yo era yo. Le pregunté qué había pasado, pero me contestó con aspereza. Eso quisiéramos saber nosotros, dijo. Andrea salió de la cocina, me dejó un té en una mesita, abrazó a Sandra. Sentí rabia de que me trataran así y no explicaran. Sandra me volvió a preguntar dónde había estado. Parecía desconfiar. Yo era muy chica, insistió. Te juro que no sé qué pasa, insistí a mi vez. Hoy abrí los ojos en la carretera. Juan seguía en el teléfono; decía “muy sucia”, “como ida”, “maltratada”, “vieja”. Decidí irme a dormir. Si era un sueño, quizá despertaría. Me levanté sin decirles nada. Hicieron como si me fueran a detener, pero se frenaron cuando me metí en la habitación. Me acosté en la cama, una cama muy distinta de la mía. Las piernas me dolían demasiado. Abrí los ojos por fin, despierta. En mi casa, en mi cama. Sentí un gran alivio. Juan ya se había levantado, sería tarde. Salí al comedor un poco mareada, eran como las diez; había dormido mucho. Estaba segura de que era domingo. Quería contarle a Juan lo que había soñado, me sentía cansada. Él estaba con la niña en el comedor, desayunando cereal. Parecían ajenos, jugaban con algo que venía en la caja, bromeaba. Qué crees que soñé, le dije a Juan, algo rarísimo. Los dos levantaron el rostro al mismo tiempo. En ese momento, reconocí las mismas miradas, la misma cómplice extrañeza. Sentí pavor. Me salí sin despedirme y eché a andar.

viernes, 13 de junio de 2025

"MI PADRE EL INMIGRANTE". Un poema de Vicente Gerbasi

Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca del Estado Carabobo.

I

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.

miércoles, 11 de junio de 2025

"POR UNA FRASE SE PIERDE UN GRAN AMOR". Irene Vallejo, El País 01 JUN 2025

FERNANDO VICENTE

Ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos

Quien lo probó lo sabe. Una simple palabra puede iluminar el día o herirlo, darte alas o hundirte. Algunas frases despectivas se clavan en el tejido de la memoria y el daño arde a pesar de los años. Un comentario agrio puede agrietar una amistad o helar el deseo que empezaba a nacer. Por eso la hostilidad roba tantos afectos y aciertos. Ya lo advertía el Libro de buen amor: “Por una frasecilla se pierde un gran amor, por pequeña pelea nace un fuerte rencor; el buen hablar siempre hace de lo bueno, mejor”.

Las personas, las generaciones, los países parecen aislarse, cada vez más solos y soliviantados. Las distancias se dilatan, y olvidamos cómo hablar el lenguaje de la cercanía, de la suavidad. El imaginario del combate se ha incrustado en nuestro pensamiento hasta teñir las situaciones cotidianas con colores bélicos. Imaginamos que todo obedece a una lógica guerrera. El amor es conquista. Sobrevivir implica batirse en la lucha por la vida. El éxito exige vencer a los adversarios, humillar cuenta como herramienta política. Incluso terrenos que solían ser pacíficos sufren rearmes constantes, como la batalla cultural. Toda discusión es una pelea que ganamos o perdemos. Confundimos error y derrota. Tiene más prestigio ser duros que flexibles, agresivos más que agradables. Entre los sentimientos, apelan al resentimiento; las actitudes se exasperan y las conversaciones derivan en apocalípticas riñas sin cariño.

[...] Solemos olvidar la importancia crucial de las metáforas. Las consideramos un recurso literario de poetas, un adorno. De hecho, la mayor parte de la gente cree que puede sobrevivir sin ellas. No somos conscientes de su presencia constante, del modo en que impregnan la vida cotidiana: no solo el lenguaje, también el pensamiento y la acción. Dan forma a las percepciones, a la mirada sobre el mundo, a nuestras actitudes y relaciones con las demás personas. “Palabra” procede del griego parabolé, que significa “comparación”. Cuando nuestros antepasados aprendían a hablar y aún no sabían cómo nombrar las cosas, buscaban parecidos, igual que hacen los niños. Por eso, en los términos de nuestro vocabulario habitual hay tantos símiles camuflados. “Rival” viene de “río”, porque en el mundo rural de los romanos antiguos el gran adversario era quien ocupaba la otra ribera de un arroyo. Este término tan corriente —nunca mejor dicho— evoca un paisaje a orillas del agua y relata una larga historia de sed, asentamientos y vecindades. Hablar, incluso en el día a día, es una actividad poética.

lunes, 9 de junio de 2025

"EL BISABUELO". Un cuento de José Eduardo Zúñiga

Durante varios días la lluvia azotó las calles y las fachadas, y en los cristales, con delicados dedos, llamó hasta que el joven conde se impacientó y tuvo necesidad de acercarse a los balcones y mirar el agua que caía y el lustroso empedrado por el que pasaba un coche o algún transeúnte apresurado.

En su gabinete estaba entregado a la lectura de los extensos anales de la nobleza que se apilaban en la mesa de trabajo. Se admiraba de los hechos cumplidos por sus antepasados, ya fueran heroicas hazañas en campos de batalla cubiertos de heridos y cañones desmontados, o hábiles intrigas en palacios donde se firmaban armisticios y bodas reales; sus ascendientes acompañaron a embajadores y a reyes en recepciones en salones iluminados por miles de bujías, o fiestas en las que se imponían condecoraciones o eran otorgados grandes honores.

El joven levantaba la mirada sorprendido de los caprichos que se pagaban con fortunas y los alardes de lujo y riqueza, y se creía testigo de tales pasadas magnificencias.
Se ponía de pie, se paseaba por la estancia y tomaba un sorbo de té frío. Había de ser como sus mayores, igualarse a los prohombres de su estirpe y cuando bajaba por la gran escalera contemplaba satisfecho los retratos de familia colgados en las paredes, aunque ensombrecida su pintura por el paso del tiempo.

Sólo le distraía la lluvia y su monótono insistir en balcones y ventanas. Le pareció una intromisión, igual que si el frío exterior invadiera las tranquilas estancias adornadas de pesados cortinajes, de antiguos muebles y relojes cuyas esferas blanqueaban en la penumbra de los salones. Era como una llamada de fuera, como si más allá de las paredes donde colgaban los retratos de sus ascendientes, alguien quisiera que él saliese y la lluvia fueran las palabras con que le llamase.

Y una tarde se decidió a salir. Le tranquilizaba atender aquella innominada solicitud y experimentar lo que era la lluvia de otoño.

En el portal, rechazó el coche que le proponían y abriendo el paraguas echó a andar despacio, respirando la brisa húmeda. Miraba los charcos y arroyuelos que corrían por las calles, oyó el gotear en los canalones y, al cruzar por delante de jardines, en el follaje, la lluvia golpeaba sus diminutos tambores.

Paseó mucho tiempo, caminó por los barrios elegantes y al anochecer se encontró en los arrabales, perdido en calles desconocidas, entre cendales de lluvia pertinaz.

A lo lejos vio unas luces que parpadeaban y oyó el sonido de una trompeta; fue hacia allí y se mezcló con un grupo que contemplaba la portada de un teatrillo ambulante de feria.

Los artistas les invitaban a entrar y ver el espectáculo; un payaso con una ancha vestimenta y el rostro pintado de albayalde, que a la vez que tocaba la trompeta, se contoneaba sobre la tarima. El agua que caía le había abierto surcos en la pintura de la cara pero él no parecía ocuparse sino de su instrumento. También estaba empapado el vestido de una amazona que saludaba con la fusta, moviendo sus rollizas piernas con botas de montar. A su lado bailoteaba y cantaba un gigantesco negro con turbante rojo y un largo caftán. Igualmente había una mujer con mallas color rosa y un domador que saltaba al ritmo de la aguda trompeta. Y todos canturreaban un cuplé conocido y hacían gestos al público, invitándole a pasar por la taquilla. Y todos goteaban por la lluvia y tenían una mueca de cansancio.

Vio entre los cómicos a un hombre uniformado que igualmente brincaba y sacudía las piernas. Podía ser un portero por la guerrera que llevaba, o un húsar antiguo, y cuando se fijó en aquella figura grotesca, observó que en el pecho lucía unas condecoraciones y el conde se sonrió despectivamente al ver en tal sitio aquel distintivo de nobleza. Pero al mirar su rostro enjuto, con mandíbula pronunciada y ojos hundidos, comprendió que debía de ser un viejo comediante que acababa su vida haciendo de comparsa en una ínfima barraca.

Pero su cara no le era desconocida; creyó haberla encontrado en algún sitio, fuera de allí, y con su escaso pelo no mojado de lluvia. Se fijó más en aquel rostro, hizo memoria y se extrañó por su parecido: era igual al de un antepasado cuyo retrato había contemplado desde niño en la pared del salón de las grandes recepciones.

Exactamente igual; y comprobó, con desagrado, que eran idénticas las condecoraciones que ambos ostentaban. Ahora éstas, según el viejo hacía piruetas, se bamboleaban colgando en una prenda sucia y remendada. Cantaba él también y por la boca abierta se veían las negras mellas de los dientes que le faltaban.

El joven sintió escalofríos y no apartaba su mirada asombrada de aquella máscara estrafalaria. Poco a poco la gente se fue yendo, la trompeta calló y los artistas desaparecieron. Sólo el disfrazado de noble seguía, bajo la lluvia, dando brincos pero ahora miraba al conde y ya en el borde de la tarima, le llamaba con la mano, le proponía subir junto a él y al hacer tal ademán aún más mísero y grotesco parecía.

El conde reconoció en él a su bisabuelo y se horrorizó al hallarlo bajo pobres luces parpadeantes, a la puerta de un teatrucho, decorado con papeles pintados, todo él empapado en una lluvia helada. Le conocía bien de tanto haber mirado y admirado su retrato; el que ganó batallas y dispuso de cuantiosas riquezas, parecía burlarse de su alcurnia encaramado en la entrada de una inmunda barraca de feria.

El viento sacudía el faldón de su casaca, por las mejillas el agua chorreaba; con un gesto plebeyo le animaba a entrar a un espectáculo de probables horrores. Y el conde, bajo el paraguas, intentaba comprender qué significaban aquellas pertinaces lluvias de otoño.

FIN