Una de las voces femeninas más encomiadas de la literatura española del siglo XX es, sin lugar a duda, Ana María Matute. Logros como ocupar el asiento “K” en la Real Academia Española, recibir el Premio Cervantes o ser propuesta para el Premio Nobel de Literatura lo evidencian.
Perteneció a la “generación de los 50” y, como cualquier autor que quisiera publicar en España durante los años de la posguerra y dictadura franquista, tuvo que enfrentarse al fenómeno de la censura que durante casi cuarenta años ejerció el Estado sobre toda la población.
Prohibiciones arbitrarias
La censura literaria, más ideológica en los años cuarenta y más moral a partir de los cincuenta, desempeñó un papel fundamental en el control sociocultural del país. Este aparato prohibía directamente obras contrarias a la moral católica o al régimen, y también actuaba de forma indirecta mediante mecanismos más sutiles, como la recompensa de obras afines o la modificación de textos.
Su aplicación, lejos de ser coherente y sistemática, era profundamente arbitraria, dependiendo más del criterio subjetivo de los censores que de unas normas estables. Desde finales de la década de los sesenta puede hablarse de una tímida apertura en el aparato censor institucional, aunque este se mantuvo vigente hasta la muerte de Franco e incluso de forma sutil durante la transición en lo relativo a temas considerados sensibles.
Si todo el proceso censor puede entenderse como “el camino que un texto tiene que recorrer para llegar a su publicación en un sistema complejo de censura previa” es interesante destacar que un primer ejercicio para evitarla fue la autocensura, aplicada por los propios autores “como un mecanismo de anticipación de aquello que el censor no va a consentir”, y que residía en la evitación de temas, la adaptación de contenidos delicados, o el uso de recursos como la fragmentación o la elipsis narrativas. Esto puede ampliarse a la presión editorial, ya que los editores, temerosos de represalias, favorecían aquellos textos que encajaran sin problema en todo lo canónico.
Conviene recordar que sobre las autoras se ejerció una censura mayor por el hecho de ser mujeres. Eso llevó a muchas a usar pseudónimos (Mercedes Formica publicó como Elena Puerto, por ejemplo) y a ser mucho más cuidadosas en el tratamiento de temas que pudieran ser cuestionables moralmente. En ellas se vigilaban especialmente motivos relacionados con la sexualidad, la maternidad no normativa o la crítica al rol tradicional de la mujer. Autoras tan reconocidas como Carmen Laforet, premio Nadal 1944 por Nada, vivieron en esas décadas largos periodos de silencio editorial.
Matute y los niños
Ana María Matute fue una de las afectadas por todo este sistema censor. Y fue ejemplo, asimismo, de que, pese a las restricciones, los autores supieron desarrollar estrategias de resistencia creativa.
Que la censura franquista se aplicaba de forma contradictoria, por lo que el destino de un manuscrito podía cambiar radicalmente según el censor, puede verse en su colección de cuentos Los niños tontos.
Una primera censora, la bibliotecaria María Isabel Niño Mas, consideró que era perturbadora y potencialmente dañina para la infancia: “este libro es impropio de niños. Si se edita no podrá evitarse el que caiga en manos de ellos produciéndoles un daño tremendo. A los niños hay que tratarlos con más respeto. Rechazada su publicación totalmente”.
Sin embargo, en 1956, el segundo censor, el padre Francisco J. Aguirre Cuervo, permitió su publicación señalando: “poemas que, aunque tratan de niños no son para niños […], se puede permitir su publicación”.
Aunque la obra de Ana María Matute no lo fuera, la intensidad con la que la censura afectó a la literatura infantil y juvenil queda patente en la primera evaluación. Se eliminaba de ella cualquier contenido considerado inmoral o subversivo y se promovieron adaptaciones edulcoradas de clásicos y relatos con fuerte carga didáctica y moralizante.
Dos obras diferentes
También la novela Luciérnagas, ambientada en la contienda civil española, fue rechazada en dos ocasiones, en 1949 y 1953, por considerarse contraria a la moral católica y políticamente sospechosa. El censor la condenó acusándola de lo siguiente:
“domina un total sentimiento antirreligioso que llega a la irreverencia en muchos pasajes. Jamás se cita un nombre santo […] Políticamente, la novela deja mucho que desear. […] no debe autorizarse la obra, pues, intrínsecamente, resulta destructora de los valores humanos y religiosos esenciales”.
Como estrategia de supervivencia editorial, Matute tuvo que transformarla en En esta tierra, una versión que ya no reconocía como la misma novela. En ella se evitaba cualquier humanización del enemigo o pluralismo político, se introducían expresiones que reforzaban la idea de que el sufrimiento derivaba del pecado o del incumplimiento de los valores tradicionales, se añadían lecciones morales explícitas, subrayando el valor de la maternidad, la culpa y el castigo, y se eliminaban críticas a la educación religiosa o a la moral católica y palabras malsonantes.
La edición publicada en 1993 de Luciérnagas anunció una nueva reescritura, la cual, sin embargo, no provocó una recuperación completa de la primitiva versión.
El control externo generó inevitablemente la mencionada censura interna. Los escritores interiorizaron el aparato censor, convirtiéndose en vigilantes de su propia creación. Este fue, para Matute, el mayor daño causado por el sistema y su verdadero triunfo, porque transformaba la mirada de los autores sobre su propia obra, imponiendo a menudo una modificación profunda en los textos.
Pese a las restricciones, ella logró mantener una voz singular, en ocasiones camuflada bajo la apariencia de inocencia narrativa, en una suerte de posibilismo buerovallejiano –otro autor que encontró formas de “burlar” la censura franquista–. Con la democracia su palabra original, evolucionada, pudo verse liberada de los silencios impuestos.