viernes, 17 de enero de 2025

"TODO ES MUY SIMPLE". Un poema de Idea Vilariño

Todo es muy simple mucho
más simple y sin embargo
aún así hay momentos
en que es demasiado para mí
en que no entiendo
y no sé si reírme a carcajadas
o si llorar de miedo
o estarme aquí sin llanto
sin risas
en silencio
asumiendo mi vida
mi tránsito
mi tiempo.

jueves, 16 de enero de 2025

"UN SUCESO EXTRAORDINARIO". Juan José Millás, El País 10 ENE 2025


Todos íbamos dentro de un vehículo menos ella, que iba dentro de un libro

Hoy le cedí el asiento en el metro a una chica. No a una chica con problemas de movilidad, sino a una chica en perfecto estado de salud que se sentó prácticamente sin mirarme. ¿Por qué lo hice? Porque iba leyendo de pie, con problemas de equilibrio, Madame Bovary. Supuse que era la única joven del mundo que en esos instantes leía en el metro a Flaubert. De hecho, hice un repaso mental a toda la red subterránea de Nueva York y a toda la de París y a toda la de Berlín y a toda la de Londres (tengo esa facultad: la de adivinar a distancia qué pasa en las redes de metro) y no descubrí a ningún adolescente con ese libro entre las manos, tampoco a ninguna persona mayor, para decirlo todo. Me pareció una singularidad que se merecía un gesto como el mío. La extraña lectora ni siquiera se había dado cuenta de que quien le cedía el asiento era un viejo. Iba tan embobada o embebida en la lectura que se limitó a musitar un “gracias” casi inaudible antes de sentarse.

Yo di unos pasos hacia atrás para evitar las miradas de las que estábamos siendo objeto y desde allí continué observándola. ¡Ah, Flaubert, Flaubert! ¡Cuánto tiempo sin recaer en él! En esto, la chica cerró el volumen y permaneció ensimismada unos instantes. Miraba sin ver hasta que algo se despertó en su interior. Entonces volvió los ojos, reparó en mi presencia e hizo el gesto de cederme el asiento. Yo negué con la cabeza, pero ella insistió y no tuve otro remedio que aceptarlo. Acababa de dar la vuelta al mundo para volver al mismo sitio.

La muchacha continuó la lectura del volumen en el pasillo del vagón, sosteniéndolo con una mano mientras se sujetaba a la barra con la otra. Al poco, estaba completamente sumergida de nuevo en ese texto extraordinario. Todos íbamos dentro de un vehículo menos ella, que iba dentro de un libro. Yo he llegado a todas partes dentro de un libro, pero a veces lo olvido y me empeño en llegar de otros modos.

miércoles, 15 de enero de 2025

"ANTOLOGÍA DE CUENTOS E HISTORIAS MÍNIMAS. SIGLOS XIX Y XX. VVAA". Edición Miguel Díez R.

La imaginación y la fantasía, la curiosidad y la atracción por lo maravilloso y el temor ante el misterio son características propias del hombre, como también la necesidad de distracción, de evasión y de expresar las emociones. De ahí surgen, desde el principio de los tiempos, las narraciones orales y los viejos cuentos. Sin embargo, el cuento como expresión literaria, autónoma y definida, es una de las conquistas más hermosas de un siglo tan importante narrativamente como fue el XIX, y alcanza su máxima expresión en el XX. Esta Antología, ofrece treinta y tres cuentos, y cuarenta y dos  istorias mínimas de los autores más representativos del género en ambos  siglos, como Poe, Maupassant, Chéjov, Kipling, Borges, Lovecraft, Valle-Inclán, Cortázar, Carver, Aldecoa o Calvino. Con estilos y temas diferentes, que van desde el fantástico o terrorífico al realista y cotidiano, consiguen provocarnos una emoción intensa y duradera. Miguel Diez R., autor de Antología del cuento literario y Antología de la poesía española del siglo XX, ha publicado en Austral la edición de Jardín Umbrío, de Valle-Inclán, y La memoria de los cuentos, en colaboración con Paz Diez Taboada.



martes, 14 de enero de 2025

"UN AMIGO DE KAFKA". Un cuento de Isaac Bashevis Singer

Mucho antes de leer sus obras, supe de la existencia de Kafka por boca de su amigo Jacques Kohn, quien fue actor del Teatro Yiddish. Y he dicho «fue», porque cuando le conocí llevaba ya años retirado de su profesión. Corrían los primeros años treinta, y el Teatro Yiddish de Varsovia había perdido gran parte de su público. El propio Jacques Kohn era un hombre viejo y derrotado. Pese a que aún vestía como un pisaverde, sus ropas presentaban el aspecto de las prendas muy usadas ya. Lucía monóculo en el ojo izquierdo, anticuado cuello alto (del tipo llamado, en aquel entonces, «matapadres»), zapatos de charol y sombrero hongo. Los cínicos del club de escritores yiddish de Varsovia, que tanto él como yo frecuentábamos, le habían dado el mote de «el Lord». Pese a que su espalda se le encorvaba cada vez más, hacía titánicos esfuerzos para andar con los hombros echados hacia atrás. Peinaba los escasos restos de su amarillento cabello de manera que formara un puente que le cubriera la calva cabeza. Siguiendo las tradiciones teatrales de pasados tiempos, de vez en cuando hablaba en un yiddish germanizante, lo cual hacía de un modo muy principal cuando contaba su amistad con Kafka. Últimamente, Jacques Kohn había comenzado a escribir artículos para los periódicos, pero los directores se los rechazaban unánimemente. Vivía en una buhardilla de la calle Leszno, y estaba siempre enfermo. Los miembros del club le aplicaban la siguiente frase mordaz: Pasa el día en una tienda de oxígeno, de la que sale al anochecer hecho un donjuán.

Siempre coincidíamos en el club, al caer la tarde. La puerta se abría lentamente y daba paso a Jacques Kohn. Entraba con el aire de una importante celebridad europea que se dignaba visitar el ghetto. Miraba a su alrededor, y en su rostro se dibujaba una mueca, indicativa de que los olores de ajo, arenques y tabaco barato no eran precisamente sus favoritos. Con desdén paseaba la mirada por las mesas cubiertas de periódicos, viejas y rotas piezas de ajedrez, y ceniceros rebosantes de colillas, a cuyo alrededor los miembros del club discutían sin cesar, a gritos, temas literarios. Jacques Kohn sacudía la cabeza, como diciendo: ¿qué cabe esperar de semejantes palurdos? Tan pronto le veía entrar, me metía la mano en el bolsillo para coger entre mis dedos el zloty que siempre me pedía, en concepto de préstamo.

Aquella tarde, Jacques parecía de mejor humor de lo usual en él. Esbozó una sonrisa, mostrando los falsos dientes de porcelana, que no encajaban debidamente en sus encías, por lo que se movían cuando hablaba, y avanzó lentamente hacia mí, como si se encontrara en mitad de un escenario. Me ofreció su huesuda mano de largos dedos y me dijo:

—¿Qué tal? ¿Cómo está hoy la gran promesa demuestra literatura?

—¿Ya empezamos?

—En modo alguno, mi querido amigo. Se lo he dicho con toda seriedad. Descubro a los hombres con talento tan pronto les echo la vista encima, pese a que yo carezco de él. En 1911, cuando estábamos actuando en Praga, nadie había oído hablar de Kafka. Pues bien, Kafka vino a los camerinos, y en el mismo momento en que le vi comprendí que me encontraba en presencia de un genio. Lo olí de la misma manera que un gato huele las ratas. Y así comenzó nuestra gran amistad.

Había oído aquella historia mil veces, con otras tantas variantes, pero sabía que no me quedaba más remedio que escucharla otra vez. Se sentó a mi mesa, y Manya, la camarera, nos sirvió sendos vasos de té y galletas. Jacques Kohn alzó las cejas, dejándolas como elevados arcos sobre sus ojos pardoamarillentos, con el blanco cruzado por sanguinolentas venillas. Su expresión parecía decir: ¿Este líquido es lo que los bárbaros denominan té? Echó cinco terrones de azúcar al té y lo removió en movimientos circulares, de dentro afuera, con la cucharilla de hojalata. Con índice y pulgar, de uñas insólitamente largas, partió una galleta y se llevó la porción a la boca, diciendo Nu ja, lo que significaba: El pasado no sirve para llenar el estómago. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 12 de enero de 2025

"KAFKA, NUESTRO CONTEMPORÁNEO". Un artículo de Monika Zgustova, El País 11 ENE 2024

'La metamorfosis' (2014), en Praga, obra cinética de 11 metros de
altura del escultor checo David Cerny que representa
a Franz Kafka y cuyas 42 secciones van rotando
a distintas frecuencias descomponiendo su rostro.
El autor de ‘El proceso’ profetizó lo que a lo largo del siglo XX se convertiría en una práctica de los totalitarismos europeos: las delaciones. Ahora, la práctica de la denuncia se ha vuelto cotidiana en las redes sociales

En la Praga comunista Kafka estaba prohibido. Algo parecido pasaba en la Unión Soviética y otros países totalitarios, de modo que sus ciudadanos no habían podido leer a Franz Kafka. Las autoridades políticas de esos países eran conscientes de que el retrato que el autor hizo de los totalitarismos era tan preciso y lúcido que cualquier lector lo reconocería como una hipérbole del sistema político en el que vivía.

Durante mis años escolares en Praga, mis profesores, si es que alguna vez llegaron a mencionar a Kafka, no se referían a él como a un autor propio sino, siguiendo la línea oficial, como a un escritor alemán. El hecho de ser judío tampoco ayudaba a abrirse camino en aquel sistema. La persecución de la obra del escritor llegó hasta el punto de que una vez, cuando salía del país cruzando la frontera entre Checoslovaquia y Austria, la policía de aduanas checa me confiscó un ejemplar de El proceso.

Este año el mundo recuerda el centenario del fallecimiento de Kafka. En junio, el mes de su muerte, participé en uno de los raros coloquios que le dedicó su ciudad: el congreso internacional que organizó el Museo Judío de Praga. Entonces visité las actividades que la capital checa brindó a su gran escritor. El Museo de la Literatura le consagró apenas un rincón de una de sus grandes salas, subrayando su uso del alemán; así, la visión nacionalista actual se emparentaba con la narrativa oficial de la era comunista: Kafka sigue siendo un forastero. El prestigioso museo de arte contemporáneo DOX dedicó al escritor una exposición, aunque gran parte del arte expuesto no tenía mucho que ver con el homenajeado.

En definitiva, Kafka nunca ha sido profeta en su tierra, salvo como reclamo turístico banalizado. En cambio, sí en Europa. Y la clarividente obra del escritor nos habla de una Europa que es también la de nuestros días.

Kafka, un judío cuya lengua materna era el alemán, nunca dejó de lamentar no escribir en checo, un idioma minoritario que él dominaba a la perfección. Además, se sentía desarraigado en su ciudad. Ese desarraigo que caracteriza su obra le hermana con quienes hoy lo leen en las metrópolis europeas multilingües donde el sentido de pertenencia a una cultura predominante se está debilitando. Además, el lector actual que experimenta el desasosiego del mundo “líquido” contemporáneo hace suya la angustia del destierro que llena la obra del autor praguense en la cual nada es sólido y todo parece una pesadilla.

Kafka, que acabó la carrera de Derecho y trabajó en varias compañías aseguradoras, pudo observar de cerca la vulnerabilidad humana frente a la maquinaria sin alma de las instituciones. Sus personajes se encuentran permanentemente observados; en El proceso siempre hay alguien que mira por la ventana, ya sea cuando a Josef K. le arrestan o cuando le asesinan. “Como a un perro”, dice el narrador, pero parece como si lo pensara el observador anónimo en la ventana. En El castillo, una pareja de acompañantes espía al agrimensor K en todo momento, incluso cuando éste hace el amor con Frieda. Kafka predijo la vigilancia que impera en nuestro mundo contemporáneo: hay cámaras en los supermercados y en los aeropuertos; las conversaciones telefónicas con hospitales y bancos se graban. Pero los europeos actuales incluso superamos la vigilancia kafkiana: encantados, facilitamos el trabajo a quienes lo quieren saber todo de nosotros al postear imágenes de nuestra intimidad en las redes sociales y dejar por todas partes huellas de lo que hacemos y de lo que nos gusta o rechazamos.

Las denuncias contra los vulnerables forman parte del universo kafkiano como algo fatídico. Kafka profetizó lo que a lo largo del siglo XX se convertiría en una práctica de los totalitarismos europeos, donde las delaciones estaban a la orden del día, especialmente contra los inocentes. La práctica de la denuncia se ha vuelto cotidiana en las redes sociales de la Europa de hoy, donde el denunciado no tiene posibilidad de defensa. Hay jueces que dan curso a denuncias como arma política y procesan a ciudadanos, aunque en años no le encuentren ningún delito. Esos jueces forman parte del ejército de funcionarios anónimos kafkianos que toman a un inocente y ya no lo sueltan, convirtiéndolo en culpable, de modo que al lector no le extraña cuando la víctima es ejecutada.

Los protagonistas de Kafka suelen estar atrapados en situaciones sin salida, causadas por reglas absurdas aplicadas por burócratas mecanizados. La cultura centroeuropea de la época de Kafka quería huir del orden impuesto por un Estado todopoderoso —el Imperio Austrohúngaro—, del control que la burocracia ejercía sobre el individuo y regresar a la intimidad humana. Kafka comprendió esa tendencia y la analizó en sus libros antes de que tomara su terrible dimensión en forma de totalitarismos y guerras mundiales. Su obra es profética porque retrata el mundo que, desde su muerte, se fue construyendo a lo largo de todo un siglo: por segunda vez, los autoritarismos acechan. Habrá que leer siempre a Kafka para saber con precisión lo que esto significa.

Monika Zgustova es escritora; su última novela es Soy Milena de Praga (Galaxia Gutenberg, 2024).

sábado, 11 de enero de 2025

"INVIERNO". Un poema de José Luis Hidalgo

Hace unos días tuvo lugar el solsticio de diciembre. El invierno ha llegado a nuestro hemisferio. Es un ciclo astronómico que no por sabido y esperado deja cada año de sorprendernos. La literatura, y en especial la poesía, le ha dedicado muchas páginas. Hoy quiero compartir el poema ‘Invierno’ de un poeta ausente hasta ahora de esta sección. Me refiero a José Luis Hidalgo, uno de los grandes poetas de la posguerra española. El poema pertenece a su libro póstumo ‘Los muertos’ publicado en 1947. La tradición ha asociado el invierno a la desolación y a la muerte, al tiempo oscuro que precede al resurgir de la naturaleza. Quiero suponer que esa sensación dramática gravitaba sobre el poeta al escribir, más aún en aquellos años de penuria y desesperanza. Aun así, desafiaba con sus versos las tristezas invernales, no solo las ocasionadas por el frío o la nieve sino por las aciagas circunstancias políticas y sociales. (Andrea Villarrubia Delgado)
INVIERNO
Cuando me acerco hasta tu orilla,
luz del invierno, me deshojas
y el amarillo de mis frutos
sufre desnudo por la sombra.
Van por el cielo nubes grandes,
celestes rocas misteriosas,
mientras un pájaro abatido
hiere la tarde y se desploma...

Triste es la carne, triste el alma,
triste la tierra oscura y roja.
Bajo los árboles helados
toda mi vida es una boca
que ya no sabe de los zumos
con que embriagaba su sed honda.

Puedo morirme... Ya he sabido
cómo se mueren otras rosas,
cómo se ocultan en la nada
todos los ramos de las frondas...
Pero mi vida no es lo mismo,
puede aún decir algunas cosas
contemplando cómo tus dedos,
luz del invierno, me deshojan.

jueves, 9 de enero de 2025

"ANEMIA DE GRAFITO". Un interesante cuento de Remedios Zafra sobre la mujer en el mundo rural y en otros mundos

Si el blanco y negro estaban condenados a guardar silencio en el zulo de una caja yerma incluso para el polvo, no era así con el color que se había proclamado depositario de los recuerdos recientes. Dos cámaras de fotos hacían el trabajo. Una de ellas la última Polaroid traída de unos grandes almacenes de la capital como regalo de cumpleaños. Y, si las cámaras eran las hacedoras de la imagen-recuerdo en color, el museo donde se mostraban los retratados era la mesa camilla. Bajo el cristal ovalado que protegía a la madera se apretaban varias capas de fotos. Cada estrato una época, una cena, una fiesta, un nacimiento, una navidad congelada.

Cabía esperar que, así como las fotos, las personas que aparecían en ellas fueran también de color. Lo eran, pero no los que habitualmente estaban detrás de la cámara, los dueños de la casa: Sierra y Frasco. Ellos eran en blanco y negro.

Tal vez ese fuera uno de los motivos por los que sus nietas les tenían miedo y aprensión, respectivamente. Hasta cierto punto el miedo a Frasco era comprensible pues apenas le veían ya que pasaba sus jornadas de jubilado en el campo. Algo más extraña era la aprensión que sentían hacia Sierra, a cuyo color debieran estar acostumbradas, ya que con ella compartían gran parte de su tiempo. Quizá si hubieran sabido que pronto Sierra iba a morir una vida su actitud habría cambiado. De momento nada hacía sospecharlo.

El caso es que regalarles cada semana una de esas bolsitas que venden en el quiosco del pueblo y que contiene una zanahoria, una cacerola, dos platos y dos tenedores de plástico -todo en miniatura-, prepararles desayuno y merienda, llevarlas al colegio y consentir alguno de sus caprichos almibarados, no parecía ser suficiente para que Sierra se hiciera acreedora del afecto regular de las crías. Su apego estaba marcado por visibles momentos de rechazo y por esa crueldad punzante sólo consentida a los niños. Por el contrario, hicieran lo que hicieran las nietas, Sierra parecía inmune a sus desdenes y nunca las amonestaba con un reproche o una demanda de cariño. Ella siempre sonreía y cuando decían "no quererla" se marchaba, ni siquiera cabizbaja, a la cocina.

Puede que fuera por su color blanco y negro, o por ese olor peculiar consecuencia del mismo, como a grafito sobre papel de estraza, que emitían ella y su marido. Puede que para las niñas esta diferencia de los abuelos no estuviera todavía asimilada y que les produjera rechazo porque al mirarles sólo veían esto. Aunque, curiosamente, para los demás, acostumbrados a la peculiaridad cromática del matrimonio, ésta pasara absolutamente desapercibida.

O puede que el afecto no correspondido que sufría Sierra tuviera que ver justo con lo contrario, no con la visión de su rareza sino con la no-visión de la mujer. Concretamente, con lo que su hijo diagnosticó como "ceguera por incondicionalidad". Las niñas la rechazaban porque no la veían ya que ella siempre estaba allí, disponible para la familia a cualquier hora y en cualquier situación, sin negociación previa.

Por lo demás Sierra era una mujer de pueblo que ni por aspecto, trabajo o conversación dejaría de pasar desapercibida en su contexto. Nunca ser cumplidora ama de casa y jornalera del montón, tener rostro amable pero ni guapo ni feo y hacer siempre, repetitivamente, lo mismo, fue motivo para resaltar. Nunca a esto se le llamó cosa distinta que "ser normal" aquí, o "mujer de pueblo" para los de fuera. Tan normal era su vida que siempre fue como era entonces, pocas diferencias. Quizá la única visible era el considerable aumento de peso que Sierra había experimentado en los últimos años y, de forma paralela, una creciente (y no escondida) obcecación por la comida. CONTINUAR LEYENDO