martes, 30 de junio de 2020

Dos suicidios, un cuento de Fiodor Dostoyevski


No hace mucho tuve ocasión de hablar con uno de nuestros escritores (un gran artista) sobre la vis cómica en la vida y la dificultad de determinar el fenómeno y denominarlo con la palabra exacta. Precisamente por ello, le señalé que hacía cuarenta años que había leído El mal de la razón, y que solo este año había comprendido debidamente a uno de los tipos más claros de esa comedia: a Molchalin, y lo comprendí exactamente cuando él, es decir, el escritor con el que departía, me explicó la personalidad de Molchalin al revelar uno de sus rasgos más satíricos. (Sobre Molchalin aún tendré ocasión de hablar, por ser un tema admirable).

—Y ¿sabe una cosa? —me dijo mi interlocutor, a quien al parecer desde hacía tiempo le impresionaba profundamente su idea—. ¿Sabe una cosa? Que por mucho que escriba, por mucho que se realce y se describa en una obra literaria, jamás podrá esta equipararse a la realidad. Usted por ejemplo cree haber alcanzado en la obra lo más cómico de una realidad sobradamente conocida; cree que ha captado su rasgo más deforme. Pues ¡de ninguna manera! ¡Al momento la realidad le presentará en esa misma naturaleza un aspecto que usted ni imaginaba, y superará aquello que su propia observación e imaginación pudo crear…!

De eso ya me había percatado yo en el año 1846, cuando empecé a escribir, y probablemente incluso antes; y este hecho me sorprendió en más de una ocasión, lo que me dejó perplejo acerca de lo beneficioso que pudiera resultar el arte ante tan evidente impotencia. Observen un hecho cualquiera de la vida real, que no tiene por qué ser brillante al primer golpe de vista, y solo si se dispone de suficiente capacidad, y se es un buen observador, se descubrirá en él tal profundidad, que ni el propio Shakespeare la posee. La cuestión estriba exactamente en el ojo del que observa y el que tiene el talento de hacerlo. Pues se ha de ser también un artista específico no solo para crear y escribir obras literarias, sino para reparar en un hecho concreto. Para un observador todos los fenómenos de la vida transcurren con la sencillez más conmovedora y resultan tan comprensibles que no plantean nada y nada es necesario pensar ni observar. Sin embargo, los mismos fenómenos le darán a otro observador tanto material (lo que sucede en no pocas ocasiones) que se quedará exhausto por sintetizarlos y simplificarlos, ordenarlos debidamente hasta darles forma, hasta recurrir a otro tipo de simplificación pegándose un tiro en la frente para apagar de una vez su doliente inteligencia junto con todas las interrogantes. Esto solo son dos cuestiones contrarias, pero entre ellas tiene cabida todo el sentido humano. Lo que es evidente es que jamás podremos agotar todo el fenómeno, ni llegar desde su principio al fin. Solo conocemos la esencia que transcurre aparentemente, y aun así muy por encima, ya que los comienzos y los finales, todo ello de momento, son para el hombre algo fantástico.

A propósito, uno de los corresponsales que me merecen respeto, ya en verano, me puso al corriente de un extraño suicidio que quedó sin aclarar; yo no hacía más que querer hablar de él. En ese suicidio, todo, tanto lo visto desde dentro como desde fuera, era un enigma. Y teniendo en cuenta la naturaleza humana, intenté resolver este enigma para quedarme «tranquilo y en paz». La suicida era una joven de no más de veintitrés o veinticuatro años; hija de un emigrante ruso muy conocido, nacida fuera del país. Aunque de sangre rusa, no lo parecía en absoluto debido a la educación recibida. Quiero recordar que en su momento, en los periódicos, se habló poco de ella; pero los detalles eran un tanto curiosos:

Empapó su bata de cloroformo, después se envolvió con ella la cabeza y se tumbó en la cama… Y así falleció. Pero antes de morir dejó una nota:

Je m’en vais entreprendre un long voyage. Si cela ne réussit pas qu’on se rassemble pour fêter ma résurrection avec du Cliquot. Si cela réussit, je prie qu’on ne me laisse enterrer que tout à fait morte, puisqu’il est très désagréable de se réveiller dans un cercueil sous terre. Ce n’est pas chic!

Lo que significa:

Emprendo un largo viaje. Si el suicidio no se logra, que se reúnan todos para celebrar mi resurrección con unas copas de Cliquot. Y si se logra, solo ruego que me entierren completamente convencidos de que estoy muerta, puesto que resultaría muy desagradable despertarse metida en un ataúd debajo de la tierra. ¡Incluso podría quedar muy vulgar!

En mi opinión, en esta desagradable y tosca ostentación, probablemente se perciban ecos de indignación y rabia. Pero ¿hacia qué? Sencillamente las naturalezas vulgares terminan suicidándose por alguna causa material, visible y externa, pero el tono de la nota indicaba que no había tal causa. ¿Qué era lo que la indignaba? ¿La sencillez de lo cotidiano, el sinsentido de la vida? ¿Son jueces aquellos famosos que niegan la vida, y se indignan por la «estupidez» de la aparición del hombre en la tierra, de su absurda casualidad, de la tiranía casual de la rutina, con las que es imposible reconciliarse? En este punto se hace sentir precisamente el alma que se revuelve en contra de los fenómenos «rectilíneos», y no de quien lleva esta dirección única transmitida ya desde la infancia en su casa paterna. Pero lo más escandaloso, claro está, es que muriera sin ningún lugar a dudas. Lo más probable es que su espíritu no albergara conscientemente las así llamadas interrogantes; creía firmemente aquello que había aprendido en la infancia. Lo que significa que murió sencillamente a causa del «frío de las tinieblas y el aburrimiento», es decir, sufriendo de manera instintiva e inconsciente. Simplemente, se le hizo irrespirable la vida, como cuando falta oxígeno. Inconscientemente el alma no soportó la rectitud, e inconscientemente exigió algo más complejo…

Hace cosa de un mes, se publicaron en todos los periódicos petersburgueses unas líneas con letra menuda sobre un suicidio ocurrido en la capital: una joven pobre, que era modista, se había arrojado por la ventana desde un cuarto piso, «por no encontrar trabajo para sobrevivir». Se señalaba que se había arrojado por la ventana y había caído sobre la tierra sosteniendo una imagen religiosa entre sus manos. Esa imagen entre las manos es un caso raro y aún desconocido entre los suicidios. Este es un suicidio sumiso, resignado. Aquí, al parecer, tampoco hubo lamentos ni reproches: sencillamente le fue imposible vivir. «Dios no quiso», y ella murió después de rezar. Hay ciertas cosas que, por sencillas que parezcan, cuesta dejar de pensar en ellas, porque uno parece enteramente culpable de que sucedieran. Esa alma sumisa, que se ha suicidado, le atormenta a uno sin querer. Y fue precisamente esa muerte la que me recordó el suicidio de la hija del emigrante del que me enteré ya en verano. Y, sin embargo, ¡qué dos criaturas tan diferentes!, ¡como si procedieran de dos planetas distintos! Y ¡qué muertes tan diferentes! Pero, si me permiten plantear una cuestión vana: ¿cuál de estas almas sufrió más en la tierra?


La fábula de los ciegos, un cuento de Hermann Hesse



Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.


viernes, 26 de junio de 2020

Yo soñaba en clasificar. Un poema de Dulce ;aría Loynaz


Yo soñaba en clasificar
el Bien y el Mal, como los sabios
clasifican las mariposas:

Yo soñaba en clavar el Bien y el Mal
en el obscuro terciopelo
de una vitrina de cristal...

Debajo de la mariposa
blanca, un letrero que dijera: “EL BIEN”.
Debajo de la mariposa
negra, un letrero que dijera: “EL MAL”.

Pero la mariposa blanca
no era el bien, ni la mariposa negra
era el mal... ¡Y entre mis dos mariposas,
volaban verdes, áureas, infinitas,
todas las mariposas de la tierra!...

lunes, 22 de junio de 2020

El viejo suéter azul de papá, un poema de la poeta canadiense Anne Carson, flamante ganadora del Premio Princesa de Asturias de las Letras.


Hoy cuelga del respaldo de la silla de la cocina
donde siempre me siento, cuelga
del mismo respaldo de la misma silla donde él solía sentarse.

Me lo pongo al entrar,
como él solía, sacudiendo
la nieve de sus botas.

Me lo pongo y me siento en la oscuridad.
Él no haría esto.
Lajas de frío caen desde el hueso de la luna.

Sus leyes eran un secreto.
Pero recuerdo el momento en que supe
que perdía el juicio dentro de sus leyes.

Estaba de pie en la curva de la entrada cuando lo vi.
Llevaba puesto el suéter azul con los botones abrochados hasta el cuello.
No sólo porque era una calurosa tarde de julio

sino la mirada de su rostro…
como un niño a quien la tía vistió temprano por la mañana
antes de un largo viaje

en trenes fríos y venteados andenes
sentado muy rígido en la orilla de su asiento
mientras las sombras, como largos dedos,

sobre almiares dejados atrás,
aún lo estremecen
porque él viaja mirando hacia atrás.

viernes, 19 de junio de 2020

Cárcel de aire. Un poema de Dulce María Loynaz


Red tejida con hilos invisibles,
cárcel de aire en que me muevo apenas,
trampa de luz que no parece trampa
y en la que el pie se me quedó—entre cuerdas
de luz también...—bien enlazado.

Cárcel sin carcelero y sin cadenas
donde como mi pan y bebo mi agua
día por día... ¡Mientras allá fuera
se me abren en flor, trémulos, míos
aún, todos los caminos de la tierra!....

jueves, 18 de junio de 2020

Estrella de plata (Resplandor plateado). Un cuento de Arthur Conan Doyle


Estoy viendo, Watson, que no tendré más remedio que ir –me dijo Holmes, cierta mañana, cuando estábamos desayunando juntos.

–¡Ir! ¿Adónde?

–A Dartmoor… a King’s Pyland.

No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra. Mi compañero se había pasado un día entero yendo y viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado una ojeada. Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones. Sólo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador.

Por eso, su anuncio repentino de que iba a salir para el escenario del drama correspondió a lo que yo calculaba y deseaba.

–Me sería muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo –le dije.

–Me haría usted un gran favor viniendo conmigo, querido Watson. Y opino que no malgastará su tiempo, porque este suceso presenta algunas características que prometen ser únicas. Creo que disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos de campo.

Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en route hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos dejado ya muy atrás a Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su petaca. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 17 de junio de 2020

«Las letanías de Satán», un poema de Charles Baudelaire.

Oh tú, el Ángel más bello y asimismo el más sabio

Dios privado de suerte y ayuno de alabanzas,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Príncipe del exilio, a quien perjudicaron,
Y que, vencido, aún te alzas con más fuerza,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que todo lo sabes, oh gran rey subterráneo,
Familiar curandero de la angustia del hombre,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que incluso al leproso y a los parias más bajos
Sólo por amor muestras el gusto del Edén,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Oh tú, que de la Muerte, tu vieja y firme amante,
Engendras la Esperanza – ¡esa adorable loca!

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que das al proscrito esa altiva mirada
Que en torno del cadalso condena a un pueblo entero

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú sabes las guaridas donde en tierras lejanas
El celoso Dios guarda toda su pedrería,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, cuyos claros ojos, saben en qué arsenales
Amortajado el pueblo duerme de los metales,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, cuya larga mano disimula el abismo
Al sonámbulo errante sobre los edificios,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que, mágicamente, ablandas la osamenta
Del borracho caído al pie de los caballos,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que por consolar al débil ser que sufre
A mezclar nos enseñas azufre con salitre,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que imprimes tu marca, ¡oh cómplice sutil!
En la frente del Creso vil e inmisericorde

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que en el corazón de las putas enciendes
El culto por las llagas y el amor a los trapos

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Báculo de exiliados, lámpara de inventores,
Confidente de ahorcados y de conspiradores,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Padre adoptivo de aquellos que, en su cólera,
Del paraíso terrestre arrojó Dios un día,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Oración

Gloria y alabanza a Tí, Satán, en las alturas
del Cielo, donde una vez reinaste y en las profundidades
del Infierno, donde, vencido, sueñas en silencio!
¡Haz que mi alma un día, bajo el Árbol de la Ciencia,
cerca de Tí repose, en la hora en que de tu frente
como un Templo nuevo sus ramajes se extenderán!

martes, 16 de junio de 2020

La Loca Esperanza, un cuento del escritor boliviano Víctor Hugo Viscarra


La noticia era escueta y por eso estaba relegada a uno de los rincones más perdidos del periódico. Decía que en las inmediaciones del bosquecillo de Pura Pura, días atrás, los de la policía habían recogido el cadáver de una mujer que había sido descuartizada brutalmente por desconocidos quienes actuaron con tal saña que la cabeza fue arrojada a cincuenta metros del resto del cuerpo. Muchas conjeturas nacieron en mi mente, las cuales deseché al instante, y pasé a leer otras noticias que llamaron mi atención.

Muchos días después alguien me avisó que el cadáver descuartizado había pertenecido a la famosa Loca Esperanza, quien, desde sus años mozos, era una especie de torturadora permanente para quienes se aventuraban a salir a pasear con sus enamoradas. Con la mirada extraviada, solía perseguir a las parejas para increpar al varón el cumplimiento de supuestas pensiones atrasadas, que no habían sido canceladas para la alimentación de los críos que ella decía haber parido. 

—¿Ya no te acuerdas de lo que cada noche venías a mi cuarto a encamarte conmigo? —gritaba ella toda desaforada a la víctima que elegía—. Desde que ha nacido tu hijo vos no te has acordado de darme plata para la leche, y como la guagua mama harto, ya se me ha secado la leche de mis tetas y todo el rato está llorando de hambre, y vos, tranquilo te estás paseando con esta imilla, mientras yo tengo que estar pidiendo limosna para alimentar a tu hijo… 

La Loca Esperanza tendría unos treinta años de edad. A pesar de que siempre vestía ropas sucias y pasadas de moda, por entremedio de sus harapos se podía adivinar que la naturaleza había sido pródiga con ella, motivo por el cual la mayoría de los artilleros de la ciudad la buscaban por las noches para encontrar entre sus carnes el calor femenino que tanta falta les hacía.

Sus pelos, eternamente hirsutos y despeinados, sumados a las legañas que se enseñoreaban alrededor de sus ojos, le daban cierto aspecto macabro; y como los dientes centrales de su mandíbula superior estaban desarrollados en exceso, cada vez que ella reía, titilantes chorros de baba fluían de su boca mojándole la barbilla y el pecho. Su caminar era tan peculiar que el sólo oír el taconeo de sus zapatos apelmazados de barro, traía a la memoria el recuerdo de sus travesuras y hacía que los adolescentes ocultasen a sus novias para evitar el escándalo. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 15 de junio de 2020

No quiero rosas, con tal que haya rosas. Un poema de Fernando Pessoa.


No quiero rosas, con tal que haya rosas
No quiero rosas, con tal que haya rosas.
Las quiero sólo cuando no las pueda haber.
¿Qué voy a hacer con las cosas
que cualquier mano puede coger?
No quiero la noche sino cuando la aurora
la hizo diluirse en oro y azul.
Lo que mi alma ignora
eso es lo que quiero poseer.
¿Para qué?… Si lo supiese, no haría
versos para decir que aún no lo sé.
Tengo el alma pobre y fría...
Ah, ¿con qué limosna la calentaré?
Traducción de F. Gutiérrez

domingo, 14 de junio de 2020

Revista literaria "Catalejos".

VOL. 5, NÚM. 10 (2020)

Tabla de contenidos

EDITORIAL

Carola Hermida
1-5

ENFOQUES: DOSSIER.

Clelia Moure, Cintia Di Milta
6-15
Lucas Gagliardi
16-41
Cecilia Secreto
42-62
Graciela Mayet
63-83
Mariela Natalia Gómez, Esteban Prado
84-105
María Lis Caroana
106-121
Cecilia Elena Porfirio
122-134

TRAVESÍAS: ARTÍCULOS.

Alejandro Fabián Gasel
135-157
Romina Denisse Cutuli
158-180

MIRADAS: ENTREVISTAS.

Manuel Vilchez
181-197

LEVEN ANCLAS: PROPUESTAS DE INTERVENCIÓN.

Paula Labeur, Romina Colussi
198-209
Adriana García Montero, María Soledad Dai, Ayelén Iglesias, Virginia Leto, Astrid Romero, Claudia Schabert, Virginia Schuvab, Liliana Alejandra Gallardo Sánchez, Magalí Mayol
210-219

MAPOTECA: RESEÑAS EN PERSPECTIVA.

Candelaria Barbeira
220-226

HOJA DE RUTA: RESEÑAS TEÓRICAS.

Facundo Nieto, Claudia Segretin, Hernán Martignone, Lucía Belber
227-257

EN LA MIRA: RESEÑAS LITERARIAS.

Micaela Moya, Fernanda Mugica

viernes, 12 de junio de 2020

El hombre de la multitud Un cuento de Edgar Allan Poe

Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D…, en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.

Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.

Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 11 de junio de 2020

El pequeño monstruo blanco, un cuento de la escritora inglesa Catherine Crowe (1790-1876).

En el barrio de Marylebone había en otro tiempo una casa habitada por un fantasma muy especial.

El espectro solo aparecía intermitentemente y en épocas muy distanciadas.

En realidad, solamente estaba ocupada la planta baja de la casa, pues los departamentos estaban realquilados como oficinas, cuyo personal se retiraba a las siete u ocho de la tarde.

Un día, un tal señor L…, agente de seguros sobrecargado de trabajo, decidió quedarse hasta altas horas de la noche en su oficina y rogó a su empleado M. B. que permaneciera con él.

Hacia la una de la madrugada se quedaron muy extrañados al oír que alguien llamaba a la puerta. El empleado abrió, pero no había nadie. Al cabo de unos minutos se volvieron a escuchar los golpes, pero esta vez en la ventana, cosa mucho más sorprendente, ya que el despacho estaba situado en un tercer piso y la ventana se encontraba a gran altura sobre un patio estrecho y profundo.

El señor L… fue personalmente a ver lo que ocurría, pero no alcanzó a ver a nadie.

Poco después volvieron a escucharse los golpes, pero esta vez en el interior de la habitación. Se oían dentro de una vitrina cuyos cristales estaban cubiertos por una lustrina verde; allí se guardaban los expedientes.

El señor L… y su empleado no tuvieron que molestarse en abrir la vidriera, ya que se abrió por sí sola y todos los expedientes se desparramaron por la habitación.

Al mismo tiempo los dos aterrorizados hombres vieron una horrible criaturilla correr velozmente a lo largo de las paredes.

Apenas de dos pies de alto, de una blancura enfermiza de criptógama, tenía los brazos y las piernas cubiertos de viruela, esqueléticos, y culminaban en manos y pies enormes; la cabeza, muy grande y peluda, no tenía rostro, aparte de algo semejante a un hocico que surgía del centro de lo que debería ser la cara. El monstruillo blanco dio seis o siete veces la vuelta a la habitación a una velocidad extraordinaria, sin chocar con ningún mueble. Luego se lanzó por la ventana y desapareció.

El señor L… y su empleado decidieron montar guardia durante las noches siguientes, pero la horripilante criatura no volvió a aparecer.

Seis meses después, hacia el anochecer, el empleado se disponía a marcharse, cuando oyó llamar a la puerta, luego a la ventana y casi al mismo tiempo en el armario.

Esta vez el armario permaneció cerrado, pero el pequeño fantasma surgió bruscamente del escritorio y empezó a correr a lo largo de las paredes. El señor B…, aunque asustado, intentó coger al hombrecillo. Al segundo o tercer intento, le puso la mano encima, pero no tocó más que aire, o mejor dicho, «sumergió sus manos en un aire muy frío y de mínima consistencia».

La tercera aparición tuvo lugar algunas semanas más tarde, igualmente a la hora de cerrar la oficina, pero esta vez estaban presentes el señor L…, el empleado B… y un cliente, M. W.

El monstruo fantasma no se había anunciado por la serie de golpes habituales, incluso había cambiado de táctica y se mantenía inmóvil en el ángulo de la chimenea. Únicamente su hocico se movía de un modo repugnante. El señor L… le lanzó un libro, y el monstruillo dio un salto extraordinario y desapareció literalmente en el aire.

Una investigación estableció que, alrededor de treinta años antes, una mujer había muerto al dar a luz, en esa misma casa, a un niño horriblemente deforme que solo vivió unos minutos.

A estos hechos turbulentos por sí mismos, añadiremos otro con cierta reserva, pues hasta tal punto nos desconcierta. Pero a las declaraciones formales de los señores L… y B… se añaden las no menos formales de dos testigos dignos de crédito: el conocido solicitante F… y el inspector de la policía fluvial M…

El señor L… no había escondido estos acontecimientos a los demás inquilinos de la vivienda y empezaron a divulgarse.

A raíz de ello recibió la visita de una tal señora M… que vivía en Bow, miembro de una sociedad de investigaciones físicas, de sólida reputación.

La señora M… afirmó que podía acabar con la siniestra actividad del monstruillo blanco y añadió que no quería recompensa alguna. Aceptó, incluso requirió la presencia de testigos dignos de confianza. Fueron, tal como acabamos de explicarlo, además del señor L… y el señor B…, el solicitante F… y el inspector M…

El día fijado, la señora M… llegó con una enorme cestilla, de la que hizo salir un gato blanco con los ojos rojos. Declaró que era un animal albino y que prestaba importantes servicios para ciertas experiencias ocultas.

El gato empezó de inmediato a dar vueltas a la habitación, oliendo la puerta, la ventana y al fin el armario, por el que se interesó vivamente.

La señora M… rogó a los mencionados señores que no hicieran el menor movimiento, que permanecieran tranquilos; después de esta advertencia abrió el armario.

Al mismo tiempo el gato empezó a correr a lo largo de las paredes a una velocidad inimaginable. Luego, de súbito, se le vio saltar sobre algo invisible y empezar una encarnizada lucha. Todo esto duró dos o tres minutos, que a los presentes les parecieron siglos.

De golpe, los testigos oyeron un furioso gruñido, luego un grito tan horripilante que por poco pierden el sentido.

El gato se tranquilizó inmediatamente, lamió con calma sus patas y se metió otra vez en la cestilla.

—El fantasma —explicó seriamente la señora M…— ha vuelto allí de donde jamás debió salir. Puedo garantizarles que no volverá nunca más.

Dijo la verdad, ni el señor L… ni el señor B… volvieron a ver al monstruillo blanco.

FIN

La mano es la que recuerda. Un poema de José Hierro.


La mano es la que recuerda,
viaja a través de los años,
desemboca en el presente
siempre recordando. 

Apunta, nerviosamente,
lo que vivía olvidado.
la mano de la memoria,
siempre rescatándolo. 

Las fantasmales imágenes
se irán solidificando,
irán diciendo quién eran,
por qué regresaron. 

Por qué eran carne de sueño,
puro material nostálgico.
La mano va rescatándolas
de su limbo mágico.

miércoles, 10 de junio de 2020

Del bestiario mexicano, un minicuento de Alfonso Reyes

I
En el norte de México acostumbran poner a los gallos en lo alto de un templete, para que no se los coman los coyotes. Desde su mirador, el gallo va y viene, y mira de reojo al coyote que se va acercando con un airecillo bondadoso:

—Buenos días, hermano gallo.

—Buenos días, hermano coyote.

—¿Qué haces ahí trepado?

—Ya lo ves, tomando el sol.

—¿Por qué no bajas un rato a “platicar” conmigo?

—No me atrevo, ¡no vaya a pasarme “alguna cosa”!

—¿Qué puede sucederte? Si desconfías de mí, acuérdate de que ya el león, el rey de la selva, acaba de dictar una ley ordenando que ningún animal le haga daño a otro. ¡Anda, baja, no tengas miedo!

—No me atrevo…

—¡Pero si la nueva ley te ampara!

—No creas, hermano: hay cabrones que ni la ley respetan.

II

-¿Adónde con tanta prisa, hermano chango? ¿Por qué corres así?

-Voy a esconderme, hermano tejón.

-¿Por qué?

-El rey de la selva acaba de ordenar que maten a todos los elefantes.

-Sí, ¡pero tú eres mono y no elefante!

-Cierto, pero mientras lo averiguan, me chingan.

(Y siguió corriendo.)

FIN

martes, 9 de junio de 2020

El paso del Norte, un cuento de Juan Rulfo (El llano en llamas).


ME VOY lejos, padre; por eso vengo a darle el aviso.

—¿Y pa ónde te vas, si se puede saber?

—Me voy pal Norte.

—¿Y allá pos pa qué? ¿No tienes aquí tu negocio? ¿No estás metido en la merca de puercos?

—Estaba. Ora ya no. No deja. La semana pasada no conseguimos pa comer y en la antepasada comimos puros quelites. Hay hambre, padre; usté ni se las huele porque vive bien.

—¿Qué estás ahi diciendo?

—Pos que hay hambre. Usté no lo siente. Usté vende sus cuetes y sus saltapericos y la pólvora y con eso la va pasando. Mientras haiga funciones, le lloverá el dinero; pero uno no, padre. Ya naide cría puercos en este tiempo. Y si los cría pos se los come. Y si los vende, los vende caros. Y no hay dinero pa mercarlos, demás de esto. Se acabó el negocio, padre.

—¿Y qué diablos vas a hacer al Norte?

—Pos a ganar dinero. Ya ve usté, el Carmelo volvió rico, trajo hasta un gramófono y cobra la música a cinco centavos. De a parejo, desde un danzón hasta la Anderson esa que canta canciones tristes; de a todo por igual, y gana su buen dinerito y hasta hacen cola pa oír. Así que usté ve; no hay más que ir y volver. Por eso me voy.

—¿Y ónde vas a guardar a tu mujer con los muchachos?

—Pos por eso vengo a darle el aviso, pa que usté se encargue de ellos.

—¿Y quién crees que soy yo, tu pilmama? Si te vas, pos ahi que Dios se las ajuarié con ellos. Yo ya no estoy pa criar muchachos; con haberte criado a ti y a tu hermana, que en paz descanse, con eso tuve de sobra. De hoy en adelante no quiero tener compromisos. Y como dice el dicho: "Si la campana no repica es porque no tiene badajo."

—No hallo qué decir, padre, hasta lo desconozco. ¿Qué me gané con que usté me criara? puros trabajos. Nomás me trajo al mundo al averíguatelas como puedas. Ni siquiera me enseñó el oficio de cuetero, como pa que no le fuera a hacer a usté la competencia. Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una mano adelante y otra atrás. Mire usté, éste es el resultado: nos estamos muriendo de hambre. La nuera y los nietos y éste su hijo, como quien dice toda su descendencia, estamos ya por parar las patas y caernos bien muertos. Y el coraje que da es que es de hambre. ¿Usté cree que eso es legal y justo?

—Y a mí qué diablos me va o me viene. ¿Pa qué te casaste? Te fuiste de la casa y ni siquiera me pediste el permiso. CONTINUAR LEYENDO

Astrid Lindgren: un nuevo concepto de infancia. Un artículo de Fanuel Hanán Díaz publicado el 08/06/2020 en revistababar.com

Pocos autores en el mundo de los libros para niños han tenido el impacto de Astrid Lindgren. Su célebre personaje Pippi Calzaslargas cumple 75 años, entusiasmando aún con sus peculiares aventuras a lectores de distintas generaciones y culturas. Sus treinta y cuatro libros de narrativa y sus cuarenta y un libros ilustrados han superado los 165 millones de ejemplares vendidos y han dado origen a series televisivas, películas y un amplio abanico de productos en otros formatos (juguetes, canciones, videojuegos). Sin duda, Lindgren es la escritora sueca más leída dentro y fuera de las fronteras de este país nórdico.


Pippi, una niña desgarbada, impulsiva, terriblemente divertida, pelirroja y pecosa, con dos prominentes coletas y un estrafalario atuendo, ha logrado instalarse en el corazón de muchos niños, porque representa genuinos deseos infantiles, como la libertad plena para jugar, el desafío del mundo reglado de los adultos y una visión del entorno con la altura que un niño puede darle. Pippi Calzaslargas, en sueco Pippi Länsgtrump, fue creada a partir de la petición que le hizo su pequeña hija, quien se inventó este nombre para garantizarse nuevos relatos que la animaran durante una aburrida convalecencia. Sin proponérselo, Lindgren estaba abriendo la puerta para la creación de un personaje impetuoso e irreverente, cuya primera historia apareció en 1945. En este contexto histórico, el sentimiento antibelicista abonaba la construcción de un nuevo concepto de infancia y de sujetos más proactivos en la creación de un estado de bienestar social.

De alguna forma, Pippi representa esa infancia empoderada y jubilosa, que desacredita la insensatez del mundo creado por los adultos, con reglas absurdas, un desmedido valor al dinero y pocas opciones para disfrutar de la amistad, el juego, la comida y el entorno natural. A pesar de que hoy día podamos apreciar el perfil contestatario y osado de este personaje, para la época eran inadmisibles e inquietantes muchas de las actitudes de esta niña de ficción que podía sembrar un germen subversivo en los lectores.

En los tres libros que tienen por protagonistas a Pippi y a sus amigos Tommy y Annika, varios episodios consolidan un universo particular para la infancia, con motivos tradicionales de la ficción para niños como el viaje, la isla y la exploración, a los cuales se suman diferentes convenciones del humor, el arquetipo del niño salvaje, una lógica invertida y una relación cercana con el entorno. Pippi posee una fuerza descomunal, de hecho puede levantar un caballo en vilo; mantiene un cofre lleno de monedas de oro, que le permiten comprar cosas sin preocuparse por trabajar, y vive sola en una casa muy pintoresca, ya que su madre ha muerto y su padre, el capitán Calzaslargas, permanece casi todo el tiempo en una remota isla donde es rey de los caníbales. En ella encarnan muchos deseos infantiles, como el hecho de no tener que cumplir un horario, no sufrir preocupaciones para ganarse el sustento y decidir libremente sobre su vestimenta, su dieta y el uso de su tiempo libre.

La infancia se muestra como un territorio supremamente feliz: resulta difícil abandonarlo. Negarse a crecer se instala como una añoranza en los protagonistas, que junto a Pippi piensan que los adultos “tienen que trabajar en cosas aburridas, llevan vestidos ridículos, les salen callos y tienen que pagar recibos”.

A pesar de que Lindgren es ampliamente conocida, por la trilogía de Pippi: Pippi Calzaslargas (1945), Pippi Calzaslargas se embarca (1946) y Pippi Calzaslargas en los mares del sur (1948), la autora sueca escribió otras obras muy potentes, como Los niños de Bullerbyn (1947), Mio, mi pequeño Mio (1954), Los hermanos Corazón de León (1973) y Ronja, la hija del bandolero (1981), que consolidaron la construcción literaria de un tipo de niño decidido, independiente y con un sentido muy claro de la justicia. CONTINUAR LEYENDO


lunes, 8 de junio de 2020

Juan Rulfo. Las sombras y los murmullos del mundo rural mexicano. Un ensayo de Miguel Díez

Me llamo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo.

Juan Rulfo (Apulco, Jalisco, 1917-México, D.F., 1986) nació en la casa familiar de la hacienda de Apulco, pequeño lugar dependiente administrativamente de Sayula, donde fue registrado su nacimiento el 16 de mayo de 1917, pero realmente pasó los años decisivos de su niñez en otra población cercana llamada San Gabriel, un pueblo que había sido próspero, pero que, como a tantos otros, lo arruinó la Revolución.

El sur (“Los Bajos”) del estado de Jalisco, al que pertenecen estos lugares de la infancia de Rulfo, estaba en aquel tiempo muy aislado, empobrecido, abandonado y sumido en la anarquía. Cronológicamente hay que situarse a finales de la Revolución mexicana (1910-1920) y en medio de la Rebelión de los Cristeros (1926-1928), la violenta reacción de los sectores católicos tradicionales contra el laicismo revolucionario.

“Rulfo niño vio pasar a los cristeros por las faldas del cerro, y su mamá le tapaba los ojos para que no se le quedara grabado el siniestro monigote de un ahorcado o la marioneta de hilos rotos que los soldados llevan a empujones hasta el paredón de fusilamiento”.

Era raro que no viéramos colgado de los pies algunos de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los dejaban en alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más la pura tilanga de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien los hubiera puesto a secar allí.

ACCEDER AL ENSAYO

sábado, 6 de junio de 2020

Mientas viva, un poema de Blas de Otero

Vuestro odio me inyecta nueva vida.
Vuestro miedo afianza mi sendero.
Vida de muchos puesta en el tablero
de la paz, combatida, defendida.

(Ira y miedo apostaron la partida,
quejándose los dos con el dinero.
Qué hacer, hombre de dios, si hay un ratero
que confunde la Bolsa con la vida).

Vuestro odio me ayuda a rebelarme.
A ver más claro y a pisar más firme.
(Mientras viva, habrá noche y habrá día).

Podrán herirme, pero no dañarme.
Podrán matarme pero no morirme.
Mientras viva la inmensa mayoría.