lunes, 30 de agosto de 2021

Te leo como un libro, un artículo de Irene Vallejo publicado en El País el 28 de agosto de 2021

Misteriosas escrituras desvelan nuestra historia: los surcos de las arrugas, las cicatrices, el subrayado de las ojeras…

He aprendido a leer por segunda vez. A través de los ojos de mi hijo, he revivido aquel asombro ante el misterio intacto de las letras, el esfuerzo del desciframiento, la tarea lenta y balbuciente de ordeñarles su sentido a las palabras. Mis labios han vuelto a silabear mientras su lengua iba desenmarañando los sonidos ocultos en los signos. No es tarea fácil arrebatar las páginas al silencio. De niña no fui consciente, pero ahora me ha fascinado la operación tan extraña, sinestésica y mestiza que implica enseñar a los ojos a escuchar.

Un texto es la partitura del lenguaje; las palabras, aire escrito. Ahora mismo, con tu mirada, tú extraes música callada de estos párrafos. El alfabeto es un hermoso invento para conservar la huella del pensamiento, también para comunicarnos a distancia. Pero no es la única forma de hacer viajar los mensajes. Nuestros antepasados encontraron otros modos de atravesar el horizonte con sus frases. Así idearon el lenguaje de humo o el idioma rítmico de los tambores. En La Orestíada, Esquilo describe cómo Agamenón envía noticias desde Troya a Grecia a través de una hilera de hogueras que los vigías van encendiendo sucesivamente desde sus puestos de guardia, de torre en torre y de montaña en montaña, como un telégrafo de fuego. Los incas transmitían relatos y órdenes mediante nudos en sus quipus, hablándose con el grosor de los flecos, los colores y las ataduras. Desde siempre nos apasionan las tramas, la urdimbre y el desenlace de los relatos.

Recientemente el escritor Juan Camilo Rincón me descubrió un asombroso método de comunicación creado por las esclavas colombianas. Tras una rebelión y largas luchas, el gobernador de Cartagena de Indias reconoció la libertad de San Basilio de Palenque. Surgieron rutas secretas para huir a esa ciudad, donde, tras una peligrosa aventura, esperaba el fin de la servidumbre. Aquellas mujeres negras inventaron un código para memorizar el itinerario: trenzaban el cabello en forma de mapa. En ese entramado de peinados que delineaba los pasos y las vías, sus cabezas portaban, sin que nadie lo sospechase, el sueño de una fuga, la cartografía de una nueva vida.

A lo largo de milenios hemos sido capaces de escribir con humo, cuerdas, pelo; incluso —sorprendentemente— con los ojos. Utilizando secuencias de puntos y rayas, Samuel Morse creó hace casi dos siglos un sistema eléctrico para desafiar largas distancias. Como sus señales son tan sencillas —cortas y largas—, el código morse se puede utilizar también con sonidos, luces o gestos intermitentes. En 1966 un piloto norteamericano prisionero de guerra en Vietnam fue obligado a grabar una entrevista televisada. Mientras recitaba frente a la cámara el discurso dictado por sus captores, parpadeó en morse la palabra “tortura”. En una inesperada pirueta comunicativa, su rostro fue capaz de lanzar dos mensajes al mismo tiempo y así consiguió narrar todas las caras de su historia.

Somos seres entrelazados, fabricamos tapices de palabras, nos anudan los hilos del lenguaje. Desde que nacemos enviamos señales con las manos, el arco de las cejas, los titubeos. Por eso, cuando alguien se muestra transparente, cuando su mirada y su gesto reflejan con claridad lo que siente, decimos que es un libro abierto. Misteriosas escrituras desvelan nuestra historia: los surcos de las arrugas y las incisiones del tiempo, como los anillos de los árboles; las cicatrices; la caligrafía de la maternidad; las ilustraciones de los tatuajes; el subrayado de las ojeras; los borrones de las moraduras. En la película The Pillow Book, de Peter Greenaway, una joven escritora recibe una carta de un editor reprochándole que sus versos no valen ni el papel en el que están escritos. A partir de entonces, ella redacta sus poemas con exquisita habilidad en la piel de sus amantes, creando libros carnales que le granjean un enorme éxito. Miro a mi hijo enfrascado en su lectura y trato de leer sus manos aferradas al libro, sus ojos caminando por las líneas, sus labios dibujando sílabas en el aire. Nuestros cuerpos son página, atlas y partitura: narran lo que no está escrito.


viernes, 27 de agosto de 2021

La cama 29. Un cuento de Guy de Maupassant

Cuando el capitán Epivent pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían. Era el auténtico prototipo del gallardo oficial de húsares. Por ello se exhibía pavoneándose siempre, orgulloso y atento a sus piernas, a su cintura y a su bigote. Y, verdaderamente, eran admirables su bigote, su cintura y sus piernas. El primero era rubio, muy fuerte, y le caía marcialmente sobre los labios, denso, con su bello color de trigo maduro, pero fino, cuidadosamente recortado, descendiendo a ambos lados de la boca en dos poderosas e intrépidas guías. La cintura era delgada, como si llevara corsé, y más arriba surgía un vigoroso pecho masculino, abombado y amplio. Sus piernas eran admirables, unas piernas de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa dibujaba todos sus movimientos bajo la tela ajustada del pantalón rojo.

Andaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese pequeño balanceo de los jinetes que tanto favorece a las piernas y al torso, y que parece airoso bajo el uniforme, pero vulgar bajo una levita.

Como muchos oficiales, el capitán Epivent no sabía llevar un traje civil. Vestido de gris o de negro, tenía aspecto de dependiente. Pero en uniforme era un ejemplar. Tenía, además, una hermosa cabeza, la nariz delgada y curva, los ojos azules, la frente estrecha. Es cierto que era calvo, sin que nunca hubiera logrado saber la causa de la caída del pelo. Se consolaba pensando que un cráneo un poco pelado no resulta mal si se tienen unos buenos bigotes.

En general, despreciaba a todo el mundo, aunque establecía muchos grados en su desprecio.

Ante todo, los burgueses no existían para él. Los miraba como se mira a los animales, sin concederles mayor atención que la que se concede a los gorriones o a las gallinas. Solo los oficiales contaban en el mundo, pero no tenía la misma estima por todos los oficiales. No respetaba más que a los gallardos, pues pensaba que la verdadera, la única cualidad del militar, debía ser la arrogancia. Un auténtico soldado, qué diablos, debía ser un temerario nacido para la guerra y el amor, un hombre de lucha, de pelo en pecho, fuerte, y nada más. Clasificaba a los generales del ejército francés según su estatura, su porte y la rudeza de su rostro. Bourbaki le parecía el mejor militar de los tiempos modernos.

Se reía de los oficiales de infantería bajos y gordos y que jadean al andar, pero, sobre todo, sentía un invencible desprecio, que rayaba en repugnancia, por los pobres diablos salidos de la Escuela Politécnica, esos hombrecillos flacos, con gafas, torpes y desmañados, que parecen hechos para el uniforme como un conejo para decir misa, afirmaba. Se indignaba de que en el ejército se tolerara a esos abortos de piernas frágiles que andan como cangrejos, que no beben, que comen poco y que prefieren las ecuaciones a las mujeres.

El capitán Epivent tenía éxitos constantes, triunfaba con el bello sexo.

Cada vez que cenaba con una mujer se sentía seguro de acabar la noche a solas con ella, sobre el mismo colchón, y si obstáculos insuperables le impedían lograr la victoria aquella misma noche, no dudaba de que lo conseguiría al día siguiente. A sus compañeros no les gustaba presentarle a sus queridas, y los tenderos cuyas bellas mujeres estaban en el mostrador de la tienda lo conocían, le temían y lo odiaban a muerte.

Cuando pasaba la tendera cambiaba con él, a su pesar, una mirada a través de los cristales del escaparate, una de esas miradas que valen más que las palabras tiernas, que contienen una incitación y una respuesta, un deseo y una confesión. Y el marido, a quien una especie de instinto advertía, se volvía bruscamente y lanzaba una mirada furiosa a la silueta altiva e hinchada del oficial. Cuando el capitán había pasado, sonriente y contento de la impresión causada, el tendero, revolviendo nerviosamente los objetos que tenía delante, declaraba:

-Ahí va un pavo presumido. ¿Cuándo acabaremos de mantener a todos esos inútiles que arrastran su sable de lata por las calles? Yo prefiero a un carnicero antes que a un soldado. Si tiene sangre en su delantal, al menos es sangre de animal; y sirve para algo. El cuchillo que lleva no está destinado a matar hombres. No comprendo por qué se tolera que esos asesinos públicos se paseen con sus instrumentos de muerte. Ya sé que hacen falta, pero que los oculten, por lo menos, y que no se les vista como en una mascarada con pantalones rojos y chaquetas azules. Normalmente, los verdugos no llevan uniforme, ¿no?

La mujer, sin contestar, se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras el marido, adivinando el gesto sin verlo, exclamaba:

-Hace falta ser imbécil para ir a ver pavonearse a esos fantasmones.

La fama de conquistador del capitán Epivent era conocida en todo el ejército francés. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 25 de agosto de 2021

Yucu, un cuento de la boliviana Giovanna Ribero

Lo primero que se distingue de la turba que grita mi nombre con una mezcla de fanatismo y horror es la escandinava cabeza pelirroja de Olaf Stamm, el cura, que está allí supuestamente para controlar los ánimos y garantizar que se me aprehenda con las garantías de ley. Que se ejemplarice la punición del más execrable de los pecados, pero que el pueblo no manche sus manos.

No me sorprende reconocer a la cocinera entre el gentío. La disculpo. El rostro moreno sobreexpuesto al sol y a la tristeza ni siquiera gesticula. Está allí porque tiene que estar. ¿En qué otro lugar podría aguardar por la reaparición de la hija, la meserita de ocho años, cuyo colmillo izquierdo yo guardo en calidad de obsequio? Si la cocinera tocara a mi puerta con seria amabilidad, yo le devolvería el colmillo para que por lo menos tuviera algo de la hija, un recuerdo.

Pero así, con brutalidad, yo no cedo.

Piensan que voy a quebrarme, que mi condición de extranjero constituye un terreno abonado para el escarnio, que traigo de otras culturas vicios y taras que practico en mi enfermiza intimidad.

En todo caso, el cura es también un extranjero y trae sus propios vicios y sus propias supervivencias. Si lo acogen es por el negocio redondo que les ofrece desde su atril cada domingo: la eterna salvación. Yo, que conozco mejor el tedioso asunto de la eternidad, no prometo nada. Ni jodo, ni que me jodan. Negocio justo.

Hasta ayer vivía bien acá. No tenía planes de moverme del Beni, por lo menos hasta que se hiciera indisimulable e incómoda la persistencia de mi relativa juventud. No siempre puedo fingir. No siempre quiero fingir. La autenticidad es para mí un lujo, algo que otros desperdician y gastan sin un proyecto. La autenticidad debería ser un proyecto existencial, o por lo menos político. Esto es algo que la niña intuyó desde el comienzo y por eso me atreví a hacer lo que hice.

¡Que salga el maldito!, grita alguien de la turba. Es una voz aguda de mujer. La cocinera permanece quieta, en silencio, dignísima en la tragedia. A ratos me entra la duda de si ella estaba enterada.

¡Salí, hijo de puta!, grita un hombre.

Espío por la hendidura que ha dejado un piedrazo en la madera gastada de la ventana de cuatro hojas. Los cuellos gritan, se inflaman, brotan venas importantes que, sin embargo, en este momento, no me despiertan apetito alguno. No estoy nervioso por ellos. Esta inquietud responde a otras causas.

La niña desapareció hace dos noches. Las primeras barridas de la Policía dieron con un grupo de maleantes de poca monta. Los soltaron después de masacrarlos y comprobar que, aunque ubicaban a la meserita, no tenían la más pálida idea de su paradero.

Fue el propio Stamm, con sus terrores eclesiásticos, quien se personó en la Comandancia para comentar sus sospechas. La anterior vez, con el caso de la gringa pelirroja (¿qué cuentas pendientes tendré yo con los pelirrojos?), fue también el mismísimo Stamm quien sugirió mi nombre como un dato a tomar en cuenta. No se armó ninguna turba aquella vez, y hasta pude hacerme el ofendido, el dolorido por semejante insinuación. Además, la Embajada quedó contenta con el informe forense: la gringa se había electrocutado intentando tumbar mangos maduros de un árbol más frondoso que el que Olaf Stamm cultivaba en el edén de su imaginación. La varilla metálica con la que la infortunada intentaba robar esos frutos había hecho contacto con un cable de alta tensión que atravesaba el follaje y, como dicen por estos lares, “chau majau”.

El único que podía atribuirme una muerte con ese método era el cura Stamm, que sus conocimientos tendrá y eso se lo concedo. CONTINUAR LEYENDO


domingo, 22 de agosto de 2021

Igual parece a los eternos dioses… Un poema de Safo

Igual parece a los eternos dioses.
Quien logra verse frente a ti sentado:
¡Feliz si goza tu palabra suave,
suave tu risa!
A mí en el pecho el corazón se oprime.
Solo en mirarte: ni la voz acierta
de mi garganta a prorrumpir; y rota
calla la lengua
fuego sutil dentro de mi cuerpo todo
presto discurre: los inciertos ojos
vagan sin rumbo, los oídos hacen
ronco zumbido
cúbrome toda de sudor helado:
pálida quedo cual marchita hierba
y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte
parezco muerta.

viernes, 13 de agosto de 2021

La ruta blanca, un cuento de Concha Espina.

Tenía Rosa Luz dos pichones palomariegos, lindísimos y alegres, tan dóciles y mansos, que se le posaban en los hombros y le tomaban en la boca los granos partidos de maíz y las migajas de pan.

Lucían el plumaje de las alas, ceniciento y azul, el pecho morado, el pico amarillo, las patas rojas; eran de casta real, cruzada con la mensajera, domesticada y arrulladora, y la nena los prefería entre todo el bando con mimos especiales.

Doce años cuenta la zagala, doce años campesinos y puros, florecidos en la silvestre paz de un caserío montañés.

Se había quedado sola en el mundo con su madre, viuda y joven, muy arrestada para el trabajo, muy valiente en la bárbara puja labradora. Desde la temprana viudez, mereció por su belleza y su virtud reiteradas solicitudes matrimoniales; pero ella quiso vivir para su niña y renunció a nuevas nupcias con decidido tesón. En sus manos firmes y abnegadas, la hacienda mezquina se mantuvo sin menoscabo, mientras Rosa Luz fue creciendo risueña y gentil, mimada como los zuritos que hoy se arrullan en su palomar.

A gala tiene la chiquilla el imitar a su madre en lo hacendosa y pulcra. Así, desde que cumplió la docena de abriles, siembra el huerto con mucha disposición, lava y cose la ropa y se ocupa, con singular encanto, de cebar a los palomitos chiquitines y prodigar sus desvelos a las hembras ponedoras.

La prematura abnegación de la mujer aldeana se inicia en Rosa Luz con una impaciencia dolorosa: quiere ayudar mucho a su madre, levantarle de los hombros, en lo posible, la carga de la vida, remar a su lado con denuedo, en los temporales de la pobreza. Y se yergue con orgullo cada vez que le evita un trajín, un afán; se esponja y se estimula cuando sabe cuidarla un poco, devolverle, a fuerza de gracia y devoción, alguno de aquellos agasajos que de ella ha recibido a manos llenas.

Al calor de tan vivo interés, cree la niña observar que está su madre algo decaída: anda más triste que de costumbre, y mirándola mucho con ojos avizores, se le nota un esfuerzo más penoso en la diaria faena, y, en los breves momentos de descanso, una angustiosa expresión de languidez.

Antaño, cuando vivía la abuelita, ya estuvo así delicada y mustia Asunción, la moza ejemplar, y entonces su madre puso remedio a la amenazada salud con un gran elixir elaborado por los frailes de la villa.

Fué allá la anciana un día de mercado, con mucho sigilo, desde el cumbrefio casal de Cintul y llevóse dos palomas torcaces, bien cebadas, que le valieron precisamente el importe de una botella de licor.

Y un sorbo diario de la maravillosa bebida curó a la muchacha de la anémica endeblez que antes de conocerse tan eficaz composición hubiera exigido la asistencia del médico o el largo tratamiento aldeano de «las siete cosas».

No olvida estos antecedentes Rosa Luz: vive hace tiempo muy atisbadora y vigilante, como si se alzara en la punta de los pies para deletrear la vida.

Tanto deseo tiene de intervenir en ella igual que una mujer, que procura alargarse la falda, ceñirse el corpiño, recogerse las trenzas en un moño y empinarse con mucha gallardía sobre las abarcas de tarugos.

Así, con ávida penetración, fija en su madre los ojos, la persigue con solícito desvelo, y acaba por cerciorarse de que necesita una botella de elixir. CONTINUAR LEYENDO


jueves, 5 de agosto de 2021

Gaza Amal, historietas de mujeres valientes en la franja de Gaza

La historia de Hazeem, junto a las de Amal, Hura, Khadira, Nur es la historia de las mujeres y las niñas de Gaza que resisten, viven, brillan. Lo hacen a pesar de un entorno marcado por la falta de oportunidades, de pobreza, de cortes de luz, de violencia de género. La realidad forzosa de más de 10 años de bloqueo.

Sus nombres significan esperanza, libertad, fuerza, trueno, luz.

Este es un cómic que rompe prejuicios y estereotipos sobre las mujeres de Gaza. 


martes, 3 de agosto de 2021

El poder, un poema de Audre Lorde

La diferencia entre la poesía y la retórica
es estar
preparado para matarte
tú mismo
en vez que a tus hijos.

Estoy atrapada en un desierto hecho de heridas a bala
todavía abiertas
y un niño muerto arrastra su rostro negro y destrozado
más allá del horizonte donde acaban mis sueños
la sangre de sus mejillas y de sus hombros perforados
es el único líquido a kilómetros a lo redonda y mi estómago
se revuelve al imaginar el gusto que tendrá, mientras
mi boca dividida en dos labios resecos
sin tener una lealtad o una razón para ello ,
está sedienta de su sangre húmeda
mientras naufragan en la blancura del desierto
donde estoy perdida
sin imaginación ni magia posible
tratando de convertir todo este odio y esta destrucción en un poder
tratando de curar con besos a mi hijo agónico
pero, nadie, salvo el sol limpiará sus huesos con rapidez.

El policía que, en Queens, derribó con un disparo al chico de diez años
estaba a su lado, con sus zapatos bañados con la sangre de él
y una voz dijo: "Muere, pequeño hijo de puta" y
hay videos que prueban esto. En el juicio
el policía dijo que fue en defensa propia:
"No reparé en el tamaño ni en ninguna otra cosa
salvo en el color." Y
hay videos que prueban esto también.

Hoy día, ese hombre blanco, de treinta y siete años,
con trece de servicio
ha sido puesto libertad por once hombres blancos
que dijeron que estaban satisfechos
porque se había hecho justicia
y una mujer negra que dijo:
"Me convencieron". Esto es:
ellos arrastraron su cuerpo de mujer negra, de un metro veinticinco de estatura,
por sobre los carbones ardientes de cuatro siglos de aprobación del macho blanco
hasta que ella renunció al único poder real que alguna vez tuvo
y decoró con cemento su propia cuna
para construir allí un cementerio para nuestros hijos.

No he sido capaz de palpar la destrucción dentro de mí.
Pero a menos que aprenda a usar
la diferencia entre la poesía y la retórica
mi poder también se corromperá como molde envenenado,
se volverá flojo e inservible como un alambre suelto
y un día tomaré mi enchufe rabioso
y lo conectaré al lugar más cercano,
violaré a una mujer blanca de ochenta y cinco años
quien es a su vez madre de alguien
y mientras la golpeo hasta dejarla sin sentido y le prendo fuego a su cama
un coro griego estará cantando una canción con ritmo del vals:
"Pobrecita. Ella nunca hirió a un alma. ¡Qué bestias son los negros!".

"Poder" es un poema escrito acerca de Clifford Glover, un niño negro de diez años de edad, quien recibió un disparo de un policía. Posteriormente, el policía fue absuelto por un jurado donde uno de los miembros era una mujer negra".




domingo, 1 de agosto de 2021

Un cuento de los hermanos Grimm

La antología de relatos folklóricos para niños editada en 1812 por los hermanos Grimm, incluía el siguiente cuento, expurgado luego por Achim von Arnim en la segunda y más popular edición de 1819:

Un día, un padre mató un cerdo enfrente de sus hijos. Cuando por la tarde, estos se pusieron a jugar, uno le dijo al otro: “Tú serás el cerdo y yo seré el carnicero”. Entonces cogió el cuchillo y lo hundió en la garganta de su hermano pequeño. La madre, que estaba en el cuarto de arriba bañando al menor de los hijos en una bañera, oyó el llanto del niño y bajó corriendo las escaleras. Al descubrir lo que había pasado, sacó el cuchillo del cuello del niño y lo clavó con furia en el corazón de aquel que había hecho de carnicero. Volvió entonces, escaleras arriba, para atender al pequeño, pero este se había ahogado en la bañera. Nada ni nadie pudo consolar a la mujer, que se ahorcó. Cuando el padre regresó del campo y vio lo que había pasado, murió de pena.