miércoles, 31 de enero de 2024

"COMO TÚ". Un poema de Roque Dalton

Yo, como tú,
amo el amor, la vida, el dulce encanto
de las cosas, el paisaje
celeste de los días de enero.

También mi sangre bulle
y río por los ojos
que han conocido el brote de las lágrimas.

Creo que el mundo es bello,
que la poesía es como el pan, de todos.

Y que mis venas no terminan en mí
sino en la sangre unánime
de los que luchan por la vida,
el amor,
las cosas,
el paisaje y el pan,
la poesía de todos.


martes, 30 de enero de 2024

"FREAKS". Un cuento de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero

La escritora María Fernanda Ampuero
Mirar el reloj. Ver la manecilla grande girar hasta llegar a las doce. Gritar llegaron las vacaciones. Correr a la camioneta familiar y trepar con cuidado. Esquivar los cocachos de los hermanos. Aguantar que digan marica, mariquita, maricón, maricueco, marinero, mariposa, mariposón, muerdealmohadas, soplanucas, meco, trolo, sopa, badea, puto, desviado, niña, choto, cueco, galleta, loca, hasta que se cansan. Levantar la cara y sentir el viento cambiar, hacerse más puro, más lindo. Oler el mar desde lejos y sonreír. Esquivar nuevos cocachos. Escuchar otra vez lo de por qué eres así, párate como hombre, qué es esa mano. Abrazar a la abuela. Comer el pescado recién muerto con el ojo aún brillante. Correr a la playa. Correr como un perro. Correr y correr con todo lo que dan las piernas. Lanzarse al agua. Dar grititos de alegría. Bañarse en la espuma. Sumergirse a lo más profundo. Aguantar la respiración tanto que parece que el aire ya no es necesario. Bajar y bajar. Tocar las estrellas de mar, los corales, las tortugas marinas que pastan como vaquitas acorazadas. Rogar por un rato más en el agua antes de volver a casa. Resignarse. Secarse. Comer. Hacer la siesta. Despertar colorado de sol y calor. Visitar el pueblo con su circo y su mercado. Entrar a una de las carpas y ver por primera vez al cabezón. Arrugar la nariz del espanto de la mierda. Cubrirse la boca con el pañuelo. Aguantar la náusea que sube el pescado sin digerir hasta el pecho y llena los ojos de lágrimas. Mirar al cabezón, mirarlo bien. Ser mirado por él. Preguntar qué le pasa a ese niño, por qué tienen a ese niño entre los chanchos y la porquería de los chanchos, dónde están los padres de ese niño. Agarrar la mano de mamá con miedo. Bajar los ojos ante la mirada del cabezón. Volver a subirlos para encontrarlo llorando, extendiendo los bracitos a la gente que lo mira. Controlar la arcada cuando un chancho primero olisquea al cabezón y luego se hace caca casi sobre él. Espantar las moscas y los moscardones. Escuchar a mamá decir pobrecito y a papá decir qué bestia y a los hermanos puto asco ese monstruo. Insistir que hay que ayudarlo, llamar a la policía, llevárselo de ahí. Gritar. Entender que nadie, ninguno de los adultos que mira con asco al cabezón y se tapa la nariz con la mano, va a hacer nada. Ocultar las lágrimas al ver que el cabezón, después de llorar y berrear, dormita con su pulgar mugriento metido en la boca. Rabiar por ser demasiado joven para meterse en la porqueriza, levantarlo en brazos, llevárselo primero a bañar y luego a comer. Negarse a irse. Recibir un golpe en el hombro de uno de los hermanos y un empujón del otro. Volver a escuchar durante todo el camino a casa la retahíla que empieza con marica. Soñar que los chanchos se comen al cabezón, que el cabezón muerto le grita que por qué no hizo nada para ayudarlo, que lo persigue por la playa apenas sostenido por esas piernas ridículas al lado del tamaño de su cabeza, un niño cangrejo. Despertar bañado en sudor y temblando. Esquivar a los hermanos que lanzan golpes y preguntan si la niña se asustó por una pesadilla. Verlos hacer una imitación de que lo que ellos creen que es una niña asustada. Callar. Levantarse al amanecer. Ayudar a la abuela con el desayuno. Recoger los huevos a pesar del vendaval de cacareos y plumas de las gallinas. Agradecer las monedas de la abuela. Desayunar mirando a cada uno de los miembros de la familia. Ver el pan desaparecer en segundos en las mandíbulas de sus hermanos. Ver la frente del papá, siempre tan llena de arrugas, detrás del periódico. Ver la forma tan triste con la que mamá sostiene la taza. Devolver la mirada a la abuela que sabe, que entiende, que le dice te quiero sin decir palabra. Correr al pueblo. Buscar al borracho que cuida la entrada del circo. Poner las monedas de la abuela en esa palma mugrienta. Temer a esa sonrisa negra y viciosa, a esa lengua que asoma, a esa mano rápida que lo quiere tocar. Entrar a la porqueriza donde duerme el cabezón. Espantar a los chanchos que se alejan gruñendo. Levantarlo en sus brazos. Sorprenderse de lo que poco que pesa. Acercarlo a su cuerpo. Sonreír. Huir del borracho que le grita que qué hace con el monstruo, que si le quiere hacer alguna cosa tiene que pagar más. Salir otra vez al sol con el cabezón en brazos como una madre orgullosa de su criatura. Alejarse del circo y del borracho que llama a gritos a los otros para que detengan al mariconcito que se está robando al cabezón. Correr hacia el acantilado susurrando que todo va a estar bien, que van a estar bien, que todo eso se va a acabar, lo feo, los chanchos, las miradas asqueadas de la gente, los coscorrones, el miedo. Llegar a la cima con la gente del circo pisándoles los talones, gritando qué haces, maricón estúpido. Mirar al cabezón que sonríe con su boca sin dientes y sus ojitos brillantes de pescado y que le dice sin hablar hermano, hermano. Lanzarse al mar. Sentir que durante la caída las piernas se juntan en una sola y que va creciendo, rápida y violenta, una cola que al chocar con el agua levanta una espuma iridiscente, cegadora de tan hermosa.

lunes, 29 de enero de 2024

"PASATIEMPO". Un poema de Mario Benedetti


Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana 
no existía

luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente 
una palabra

ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte 
de los otros

ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser 
la nuestra.


miércoles, 24 de enero de 2024

"ECUADOR: los mejores escritores actuales para conocer su literatura, su cultura y su historia". Por Santiago Vargas de WMagazin

Detalle de la portada del libro de cuentos
‘Sacrificios humanos’, de María Fernanda
Ampuero  (Páginas de Espuma. /WMagazín

Las diferentes crisis, políticas, sociales, económicas o gubernamentales, que ha vivido el país suramericano en el siglo XXI, y esta última de inseguridad, nos sirven para recordar a la gran mayoría de la población honesta y su gran cultura. En la literaria, por ejemplo, Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero, Leonardo Valencia, Javier Vásconez, Gabriela Alemán, Miguel Antonio Chávez...

El siglo XXI ha sido poco favorable a Ecuador que ha vivido en una montaña rusa económica, social, política y de seguridad. Al comienzo de los años dos mil, la situación económica llevó a que millares de ecuatorianos migraran a otros países, entre ellos España, donde son la primera comunidad latinoamericana; y en el último lustro el país ha estado sumido en problemas políticos, de corrupción, sociales y de inseguridad. Mientras tanto, la delincuencia común se organizó, al igual que se fortalecieron las bandas criminales relacionadas con el narcotráfico. La crisis actual empezó el 8 de enero de 2024 con la fuga de la cárcel de José Adolfo Macías, alias Fito, presunto líder de Los Choneros, demostrando su poder para hacer y generar la desestabilización que afronta el país. Los disturbios creados en diferentes cárceles propiciaron, incluso, la toma de un canal de televisión, lo que llevó a que el presidente, Daniel Noboa, declarara el estado de guerra en el país.

WMagazín se acerca a Ecuador a través de algunos de sus escritores contemporáneos cuyas obras son una ventana, sobre todo humana, a ese país latinoamericano.

En 2019 América Latina vivió un estallido de protestas ciudadanas en varios países por diferentes motivos, unidos por la desigualdad. En Ecuador los ciudadanos de las urbes marcharon contra algunas medidas económicas, implantadas por el presidente Lenín Moreno, y contra su gobierno, a las que se sumaron sectores de las comunidades indígenas. Entonces, el escritor ecuatoriano Leonardo Valencia recomendó en WMagazín, junto a escritores de otros países del continente, algunos autores y libros que nos ayudaran a comprender sus respectivos países, y esto nos dijo:

“Las novelas dan luces sobre una época de manera tangencial. Las memorias de Andrés Chiliquinga (Alfaguara), de Carlos Arcos Cabrera, hacen el mejor retrato del actual mundo indígena ecuatoriano a través de un personaje que va a Nueva York para un intercambio académico, donde lee por primera vez Huasipungo, de Jorge Icaza, la mítica novela del indigenismo. La de Carlos Arcos Cabrera no es indigenista y permite comprender de qué manera se perfila hoy en día la mente indígena, en su caso a través de un otavaleño. De mis novelas sugiero La escalera de Bramante (La Huerta Grande) porque apunta a los antecedentes, desde décadas atrás, de una sociedad tensamente estratificada en distintas clases sociales y regionales, y a la violencia inherente a sus estamentos, y aunque los alzamientos políticos parezcan estrictamente locales, hay profundos ríos conectados con el resto del mundo, a sus intereses, manipulaciones e injerencias”.

La literatura ecuatoriana tiene como precedente precolombino el poema Elegía a la muerte de Atahualpa, atribuido al cacique Jacinto Collahuazo de Alangasí. Entre sus autores clásicos figuran Jorge Icaza, Medardo Ángel Silva, Jorge Carrera Andrade y Juan Montalvo.

El siguiente es un mosaico literario de Ecuador a través de las voces de algunos de sus escritores contemporáneos más destacados:

lunes, 22 de enero de 2024

"LA EXTRAÑA PAREJA". Un cuento de Rafael Narbona

Cuando don Aniceto le comunicó que pasaría unas semanas en Algar de las Peñas para supervisar el funcionamiento de la parroquia, el padre Bosco experimentó la sensación de que su vieja úlcera de duodeno volvía abrirse. Había pasado años en las consultas de gastroenterología, soportando pruebas muy desagradables, casi torturas medievales. Los medicamentos que le recetaron solo le proporcionaron alivios temporales, no soluciones definitvas. Las molestias no desaparecieron hasta que perdió treinta kilos. Fue una auténtica hazaña que puso a prueba su equilibrio mental. Durante un año, pasó un hambre espantosa. Soñaba con banquetes pantagruélicos que incluían toda clase de viandas poco saludables: hamburguesas, patatas fritas, pizzas, embutidos, bebidas azucaradas, helados. Desde joven era aficionado a la comida basura. Su apetito era legendario. En su barrio, hacía apuestas con sus amigos sobre la cantidad de hamburguesas que podía comer en un día. Su récord era doce, acompañadas de varios litros de Coca-Cola. Su metro noventa le ayudaba a engullir sin medida. De mayor, se moderó bastante, pero seguía comiendo porquerías. Le encantaba la bollería: cruasanes, ensaimadas, suizos, napolitanas de chocolate, palmeras glaseadas, bambas de nata, bartolillos. Todas esas exquisiteces desfilaban por su mente mientras seguía el régimen. Sabía que la gula era un pecado, pero a fin de cuentas solo era un hombre y todos los hombres son pecadores. Una angina de pecho y un reflujo que casi le impedía dormir le obligaron a cambiar su estilo de vida. Se sometió a una estricta dieta y comenzó a pedalear media hora al día en una bicicleta estática. Cuando logró bajar diez kilos, se compró una bicicleta convencional y descubrió el placer de pasear sobre dos ruedas. En once meses, bajó treinta kilos. Animado por ese logro, pensó que podría relajarse y volvió a comer porquerías. En unas semanas recuperó diez kilos y comprendió que su única alternativa para no tener una panza tan descomunal como la de Chesterton sería mantener indefinidamente el régimen, alimentándose de pescado, fruta y verdura. Desde entonces el único exceso que se permitía era una copita de vino de vez en cuando y excepcionalmente un botellín de cerveza.

Gracias a su tenacidad, la úlcera no había vuelto a incordiarle, pero la inminente visita de don Aniceto había provocado que el malestar reapareciera. Mientras llevaba la parroquia el padre Juan, había hecho lo posible por limar las fricciones que se producían entre el joven sacerdote y el obispo, pero su paciencia se había agotado. No soportaba el carácter maniático y autoritario de don Aniceto. Su aspecto pulcro y sus modales suaves no podían ocultar su intolerancia y su deseo de amargar la existencia a los demás. No alzaba la voz, pero sus frases eran hirientes como estiletes. Diminuto, con la cruz obispal siempre colgando del pecho y con las canas amarillas por el exceso de colonia, nunca se cansaba de soltar perlas: «El feminismo radical y la ideología de género están causando un nuevo holocausto», «El amor a las mascotas nace de la incapacidad de amar al hombre», «Los anticonceptivos destruyen el respeto hacia la mujer», «El progresismo nos ha llevado al invierno demográfico», «Los ateos son los nuevos bárbaros. Destruirán Europa. Solo buscan sexo y dinero». No era un bocazas. Buscaba la polémica. Le gustaba tocar las narices. Su narcisismo le demandaba protagonismo en los medios y su piel era suficientemente dura para aguantar las campañas de descrédito. Sabía que una revista satírica había creado una sección donde se le ridiculizaba sin piedad. No le hacía gracia, pero pensaba que era una especie de martirio y eso le agradaba. Su sueño, ser recordado por su heroico servicio a la iglesia. No se consideraba un santo, pero sí un sacerdote valiente y leal. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 21 de enero de 2024

"ESTADOS DE ÁNIMO". Un poema de Mario Benedetti.

Unas veces me siento
como pobre colina
y otras como montaña
de cumbres repetidas

unas veces me siento
como acantilado
y en otras como un cielo
azul pero lejano

A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas.

pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones

una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces

sereno en mi confianza
confiado en que una tarde
te acerques y te mires
te mires al mirarme.


sábado, 20 de enero de 2024

"La odisea del Nautilus: Veinte mil lenguas de viaje submarino con Julio Verne". Un artículo de Rafael Narbona (El Cultural 25 junio, 2019 )

Hay clásicos que son inseparables de nuestra niñez, como Veinte mil leguas de viaje submarino, que ha dejado una profunda huella en las generaciones anteriores a la explosión de las nuevas tecnologías. Miro hacia atrás y no puedo concebir mi infancia sin la odisea del Nautilus, circundando el globo terráqueo bajo las aguas. Mientras hacía los deberes, abrumado por ecuaciones capciosas y tediosas declinaciones en latín, solía realizar pequeñas incursiones en las páginas de la fantasía submarina de Jules Verne, fascinado por los prodigios escondidos en el fondo del mar. El capitán Nemo me parecía la perfecta encarnación del héroe romántico: trágico, valiente, imprevisible, misterioso. La adaptación cinematográfica que realizó Richard Fleischer en 1954 puso rostro a los personajes de la inolvidable aventura. Después de disfrutar de su generoso metraje en un pequeño televisor en blanco y negro, no podía pensar en el capitán Nemo sin asignarle los rasgos de James Mason, el magnífico actor británico que –felizmente- dejó la arquitectura para dedicarse a la interpretación. Tampoco podía imaginar al arponero Ned Land sin la expresión burlona de Kirk Douglas. O a Conseil, secretario y hombre de confianza del profesor Pierre Aronnax, sin los ojos saltones de Peter Lorre, uno de los secundarios más inquietantes de la historia del cine. En cambio, la cara de Paul Lukas no se quedó grabada en mi memoria, quizás porque el naturalista nunca me impresionó demasiado. Juicioso, inteligente, templado y pacífico, Aronnax representa el punto de vista de Jules Verne, un escritor con una biografía sin grandes acontecimientos, pero con una pluma fecunda y precisa. Con doce años, casi nadie sueña con ser un sabio o un escritor laureado. La perspectiva de usurpar el mando del Nautilus resultaba mucho más atractiva. ¿Qué mérito tenía clasificar las especies submarinas o escribir un libro, cuando existía la posibilidad –al menos sobre el papel- de conquistar el Polo Sur, clavando una bandera negra de resonancias corsarias en el pico de un montículo helado?

Durante mucho tiempo, Jules Verne sufrió el purgatorio reservado a los clásicos infantiles y juveniles, pero a estas alturas pocos dudan de su enorme talento como creador. La Biblioteca de la Pléiade ya ha incluido en su catálogo sus obras, reconociendo su condición de clásicos indiscutibles. Sin embargo, hace pocos años Michel Foucault afirmaba que el orbe narrativo de Verne carecía de la profundidad y el dinamismo de la buena literatura. En Stendhal o Balzac, los personajes experimentan grandes transformaciones: maduran, envejecen, crecen moralmente o se degradan, triunfan o declinan. El mundo tampoco permanece inalterable tras su peripecia. Puede decirse lo mismo del lector. Nada es igual cuando desembocamos en la última página. En cambio, los personajes de Verne y su entorno no sufren cambios. El punto final apenas difiere del punto de partida. La clave de bóveda es la intriga y no el tránsito hacia un estadio cualitativamente distinto. En La infancia recuperada (1976), Fernando Savater impugna esta interpretación: “¿Hace falta decir que Julio Verne es el paradigma mismo de la fantasía dura, que su obra admirable no sólo pretende lograr el efímero triunfo de la perplejidad, sino también las magias perdurables y hondas de la profecía, el ritual iniciático y la liberación utópica?”. La obra de Verne no es mero entretenimiento, sino una apoteosis de las emociones humanas en los escenarios más insólitos, como la Luna o la mítica Atlántida. Sus personajes encaran el futuro, abriéndose a todas las posibilidades y sin renunciar a la perspectiva de superar definitivamente el odio, la violencia y el miedo. Verne es un maestro en el arte de narrar, que sabe cegar las grietas por las que se filtran el hastío y el escepticismo. Sus libros cautivan a todo el “que no haya perdido la capacidad de gozar leyendo”, como apunta Savater. No hace falta hacerse niño, bajar un tramo en la escala de la exigencia intelectual, sino mantener viva la pasión de la lectura como una experiencia que nos revela territorios ignotos, regiones del mundo físico y del alma que hasta entonces permanecían desconocidas. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 19 de enero de 2024

"NOSOTROS". Un poema de Eduardo Galeano

Nosotros
tenemos la alegría de nuestras alegrías
y también tenemos
la alegría de nuestros dolores
porque no nos interesa la vida indolora
que la civilización del consumo
vende en los supermercados
y estamos orgullosos
del precio de tanto dolor
que por tanto amor pagamos.

Nosotros
tenemos la alegría de nuestros errores,
tropezones que muestran la pasión
de andar y el amor al camino,
tenemos la alegría de nuestras derrotas
porque la lucha
por la justicia y la belleza
valen la pena también cuando se pierde
y sobre todo tenemos
la alegría de nuestras esperanzas
en plena moda del desencanto,
cuando el desencanto se ha convertido
en artículo de consumo masivo y universal.

Nosotros
seguimos creyendo
en los asombrosos poderes
del abrazo humano

jueves, 18 de enero de 2024

"El marica". Un cuento del argentino Abelardo Castillo.

Escúchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escúchame. 

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas. 

–Te lastimaste por mí, Abelardo.

Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas. 

–Soltame –dije.

A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 17 de enero de 2024

"TODO ES MUY SIMPLE". Un poema de Idea Vilariño



Todo es muy simple mucho
más simple y sin embargo
aún así hay momentos
en que es demasiado para mí
en que no entiendo
y no sé si reírme a carcajadas
o si llorar de miedo
o estarme aquí sin llanto
sin risas
en silencio
asumiendo mi vida
mi tránsito
mi tiempo.

martes, 16 de enero de 2024

"BENDITOS MONSTRUOS" Un artículo de Irene Vallejo publicado en El País. 14 Oct 2023

El miedo nos asfixia, nos ciega, ofusca y paraliza la mente. A primera vista, resulta inexplicable nuestro apetito por las historias de terror. Nace de un deseo contradictorio: ante el umbral de una temida y excitante revelación, nos estremecemos de curiosidad y turbación. Cuando nos asusta una película, nos tapamos los ojos, pero abrimos rendijas entre los dedos para espiar lo espeluznante. Deseamos conocer lo secreto y a la vez intuimos el peligro. En el temblor de los cuentos late la sombra del monstruo.

Dos mujeres fueron pioneras de la novela de terror moderna: la española María de Zayas y la inglesa Mary Shelley, que hibridó oscuros relatos góticos del pasado con la naciente ciencia ficción. De forma fulgurante, lo siniestro irrumpió en la amansada realidad cotidiana, territorio familiar para las escritoras, excluidas durante siglos de la vida pública, centinelas del hogar, de sus rutinas y ruinas. Quizá por eso fue durante décadas un género tachado de infantil y menospreciado. Cuando Mary inventó a su criatura más famosa en 1816, ya infringía los códigos de su época al vivir con el poeta Percy B. Shelley y tener hijos sin casarse. Los prejuicios sociales afectaron a las ventas del libro y la autora fue condenada al ostracismo. Como afirma su biógrafa Charlotte Gordon: “A principios del siglo XIX, las mujeres artistas eran monstruosas por definición”.

La mirada de Mary Shelley hacia su protagonista es siempre compasiva. Aunque popularmente lo llamamos Frankenstein, en la novela carece de nombre propio, más allá de demonio, miserable o desgraciado. Rechazado por su creador, Victor Frankenstein, representa la orfandad y el anhelo de compañía, en un eco de la infancia solitaria de la propia escritora. Huyendo del laboratorio de Ingolstadt donde despertó a la vida, encuentra cobijo en el cobertizo de una granja. A fuerza de observar a escondidas a los habitantes de la casa, aprende a hablar, leer y escribir. Aunque conoce la carne, elige ser vegetariano. Lector ávido, devora libros de Plutarco y Goethe. Se vuelve culto, sagaz y sensible, pero también consciente del espanto que provoca su aspecto. La parte más conmovedora de la novela relata cómo la sociedad defrauda al monstruo. Al verlo, todos se horrorizan y lo expulsan a golpes. Incluso cuando salva la vida a una niña, el padre dispara contra él. Sus intentos por aproximarse a los seres humanos terminan de forma violenta y cruel.

En la película Frankenstein, clásico dirigido por James Whale, una multitud enfurecida, empuñando antorchas y ansiedades, tortura al desgraciado en el bosque. Conscientemente, la sobrecogedora escena evoca los linchamientos de negros en Estados Unidos. Whale, abiertamente homosexual en aquellos años treinta, se identificó no con la horda de furiosos ciudadanos sino con la víctima, injustamente atacada por ser extraña e insólita. En El espíritu de la colmena, del maestro Víctor Erice, otra niña descubre que el auténtico peligro procede de esos adultos de mirada inclemente, no del monstruo acorralado.

La palabra “monstruo” comparte raíz con el latín monstrare, “señalar con el dedo”, ese índice apuntando hacia lo diferente, hacia aquello que invade nuestros arraigados mapas de la realidad. Por tanto, es el dedo que apunta y rechaza el que crea al monstruo. En cambio, “normal” proviene de norma, el nombre latino de la escuadra, un instrumento de carpintería destinado a fabricar objetos en serie, todos iguales. El ser imaginado por Mary Shelley encarna lo contrario: pieles cosidas y órganos entretejidos, un cuerpo múltiple que nacía a una nueva vida.

La literatura de terror alude a una pulsión humana muy primitiva, ancestral, común a todos los individuos: el temor al distinto. En palabras de H. P. Lovecraft: “La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. Todavía nos resulta difícil convivir alegremente con la diferencia, reconocer su belleza y fortaleza, su variedad fabulosa y festiva. Los presuntos monstruos nos invitan a inventar otras reglas de juego: no es casualidad que diversión provenga de diversidad.

lunes, 15 de enero de 2024

"CANTIGA DE ESPONSALES". Un cuento del escritor brasileño Joaquin Machado de Assís (1839-1908).

Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.
Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.
El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será dirigida por el maestro Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después: “Entra en escena el actor João Caetano”. O a esta: “El actor Martinho cantará una de sus mejores arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que él fuera el autor de las misas; esta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 14 de enero de 2024

´"RESPIRAR". Un articuento de Juan José Millás (El País 12 ENE 2024)

Muñeco hiperrealista

De camino a la consulta de mi terapeuta, vi caer a un bebé desde la terraza de un sexto piso. Corrí a salvarle y cuando lo tuve entre mis brazos me di cuenta de que se trataba de un muñeco hiperreal. Miré hacia arriba y vi a un niño de verdad (o idéntico al menos a uno de verdad) haciéndome una peineta con el dedo. Se la devolví y continué andando con el muñeco cogido de una pierna. Me dolían los brazos del golpe y recordé que lo que se debe hacer en tales situaciones, más que recibir a la víctima, es lo que los expertos llaman “romper la caída”, que consiste en dar un empujón al cuerpo antes de que llegue al suelo.

Entré a tomar café en un bar y el muñeco se me hizo pis encima. Luego parpadeó con expresión de inocencia y de sus labios de silicona, tan perfectos, salió un fonema cuyo significado no entendí. Dudé si el que me había hecho la peineta era un muñeco y lo que había rescatado era un niño. Tras pagar el café, salí a la calle con la criatura y reemprendí mi camino.

―¿Qué me trae usted? ―se extrañó la terapeuta al verme entrar―.

―Pues no estoy seguro de si un niño o un muñeco ―dije―.

Le conté la historia, sobre la que no hizo ningún comentario a la espera, supuse, de que lo hiciera yo.

―Lo ficticio ―concluí― se parece cada vez más a lo real.

―¿Y eso qué le sugiere?

Me acordé de que mi madre, cuando hablábamos por teléfono, me decía a veces que yo no parecía yo.

―¿Y quién parezco entonces? ―le preguntaba―.

―Pareces alguien que te ha suplantado y que lo hace muy bien, pero yo sé que no eres tú porque te he parido.

Después de que ella muriera, estuve dándole vueltas al asunto. Me preguntaba qué días yo era yo y qué días era otro que se parecía a mí. Aún no lo he averiguado. Volví con el muñeco a casa, lo metí en un cajón y todos los días compruebo si respira.

sábado, 13 de enero de 2024

"NO VOLVERÉ A SER JOVEN". Un poema de Jaime Gil de Biedma

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine a
llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envjecer, morir, eran tan solo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir
es el único argumento de la obra.


viernes, 12 de enero de 2024

"ENSEÑAR NO PUEDE SER ADOCTRINAR". Un artículo de Carlos Javier González Serrano publicado en Ethic el 11 de diciembre de 2023

Exigir que los colegios sean lugares donde se prepara para el mercado laboral supone declarar la bancarrota de la enseñanza como periodo en el que se descubren sus propias aptitudes, sus propios talentos: donde se descubre la propia libertad.

Permítanme que comience en esta ocasión con una peripecia personal. Hace ya algunos años, más de los que me gustaría reconocer, cuando aún estudiaba en la universidad y mientras permanecía muy afanado con los textos en alemán de la Crítica de la razón pura ―que por aquel entonces examinábamos con gran fruición en la asignatura de Metafísica―, topé con unas palabras de Kant que me hicieron caer en una honda crisis que me empujó a revisar la que consideraba como mi auténtica vocación: estudiar filosofía.

Me refiero a los fragmentos, que pueden encontrarse fácilmente en los prólogos a las dos ediciones de la célebre obra, publicada primero en 1781 y ampliada después en 1787, en los que Kant aseguraba sin melindres que los empeños especulativos de la metafísica habían sido vanos porque, sencillamente, nunca habían sido sometidos a un tribunal competente. Este ejercicio crítico lo presentaba el filósofo, para más inri, como una «necesaria preparación previa para promover una metafísica rigurosa». (die notwendige vorläufige Veranstaltung zur Beförderung einer gründlichen Metaphysik, KrV, B XXXVI).

Yo estaba entonces en cuarto de licenciatura, tenía 22 años. Por una corpórea necesidad de mantenerme anclado a la vertiente práctica y tangible del mundo ―para aterrizar desde las olímpicas regiones de la filosofía―, había comenzado a simultanear con estudios a distancia en Psicología, y también trabajaba como incipiente editor en la librería de aquel egregio edificio por donde Ortega y Gasset, Zubiri, Besteiro, Gaos, García Morente o María Zambrano habían estudiado, dado clase o paseado. Qué bien supo describir este hiato, quizás insalvable, doña Emilia Pardo Bazán en una de sus cartas a Galdós: «¡Qué salto, qué brinco desde las alturas filosóficas hasta el tempestuoso océano de las pasiones de los afectos y las batallas de la vida!».

Tras leer y releer aquellos asertos kantianos ―acaso demasiado en serio, pues como apunta Cioran en numerosos pasajes la filosofía ha de ser ocupación de ligereza y no de gravedad… si no deseamos que acabe con nosotros―; tras la kantiana lectura, decía, hablé con mi novia de entonces en medio de uno de los jardines de la Complutense sobre mis inquietudes, entre las Facultades de Derecho y Filosofía, y, entre lágrimas producidas por una extraña mezcla de tristeza, rabia e impotencia, le confesé con cierto aire dramático de despedida (a no sabía qué) pero muy decidido de que no podía seguir en aquella facultad dedicándome, alegremente, a estudiar y a cuestionar los cimientos de la metafísica. Que el mundo seguía funcionando, ferviente y pujante, «ahí fuera», argumentaba yo, extramuros de la impasibilidad universitaria, y que no podría intervenir en los asuntos de ese mismo mundo si no me enfangaba en ellos. Yo quería vivir, y en aquel instante consideraba con firmeza que la vida estaba más allá del placer erudito y académico. Que lo realmente importante quedaba más allá, o más acá, de los estudios. Más allá, o más acá, de las elucubraciones kantianas.

[...] Últimamente observo en mi trabajo cotidiano como profesor de secundaria y bachillerato, pero también en la universidad cuando imparto cursos o conferencias, cómo nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes quedan asfixiados en un entorno en el que la utilidad, el éxito y el servilismo del «para qué» se asientan como ídolos a los que venerar (y bajo cuya tiranía sufrir). Las últimas leyes educativas hacen hincapié en la necesaria «adaptación al mercado laboral» y a la adquisición de competencias, habilidades y destrezas que preparen a los chavales para su vida adulta en un escenario tan complejo como pluriforme.

Por su parte, el cuerpo docente se ahoga en un marasmo administrativo y de adquisición de nuevos métodos pedagógicos que han de supeditarse a aquellos ídolos: emprendimiento, productividad, eficiencia. Además, todo bajo capa de entretenimiento y gamificación, es decir, de perjudicial hiperestimulación para el alumnado. El conocimiento, así, queda relegado al papel de un sumiso instrumento, de un aditamento prescindible. La inteligencia queda prisionera al tener que supeditarse a las metodologías de aprendizaje, servidas por gurús pedagógicos que, por norma, jamás han pisado un aula salvo para evaluar la «implantación» de esas mismas metodologías. Importan las formas: aprendizaje invisible, flipped clasroom, mobile learning, aprender a aprender, el mentoring y el coaching pedagógicos… Las vergonzantes pamplinas pedagógicas se imponen sobre el valor de saber.

En paralelo, y para colmo, a los estudiantes se les exige «resiliencia» y «gestión emocional» frente un mercado laboral difícil y precario, mientras, a la vez, les ofertan asignaturas como «iniciación a la actividad emprendedora» desde los 12 años (manipular presupuestos, manejar intereses y créditos, tributación, inversión en capital humano o «entender el concepto de espíritu emprendedor» son algunas de sus finalidades). Como contraparte, las asignaturas para pensar adogmáticamente nuestra realidad pierden horas. Se pretende dotar a niños y adolescentes de competencias para el mundo laboral, pero quedan cada vez más desvinculados de lo único que les ayudará a ser libres, independientes y autónomos: el conocimiento.

[...] Si no queremos que muera la inteligencia, es la sociedad en su conjunto la que debe empujar a que esa inteligencia sea el motor de cualquier voluntad. Es urgente pensar la relación entre educación y rapidez. Cada vez más estudiantes consideran aburrido o de escaso valor el acto de leer o escribir, y la comprensión lectora cae a niveles preocupantes: no se entiende lo que se lee, y no hay mejor caldo de cultivo para el totalitarismo. La dinámica acción-gratificación inmediata (propia del consumo) impide una educación de calidad y el desarrollo de un juicio propio. Ejercer la libertad no es hacer lo que se quiera, como muchos influencers que siguen nuestros adolescentes defienden. Ejercer la libertad significa poder saber por qué se hace lo que se hace. Hoy falta (a niños y adolescentes, pero también a los adultos) capacidad para elegir, para decidir.


jueves, 11 de enero de 2024

"LLAMADAS TELEFÓNICAS". Un cuento de Roberto Bolaño

B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.

Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.

Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo —el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender— pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 10 de enero de 2024

"DESNUDA". Un poema del salvadoreño Roque Dalton

Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros,
como hace el agua
cuando entre sus paredes me sumerjo.

Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como a un niño perdido
que en ti dejara quieta su edad y sus preguntas.

Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo, el credo que se nutre;
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a la sombras los deseos me ladran.

Cuando te me desnudas con los ojos cerrados
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.
El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos.

El día en que te mueras te enterraré desnuda,
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.

martes, 9 de enero de 2024

"HABLEMOS DEL AMOR (UNA VEZ MÁS). Un artículo de la escritora Elvira Lindo (El País. 07 ENE 2024)

Creíamos que la novela romántica había entrado en una imparable decadencia tras la muerte de Corín Tellado y Barbara Cartland, pero una nueva generación de autoras ha venido a renovar el estilo

No deja de ser irónico que estos tiempos en los que abundan las declaraciones diarias contra el amor romántico sean tan productivos en ese género literario. Creíamos que la novela romántica había entrado en una imparable decadencia tras la muerte de Corín Tellado y Barbara Cartland, aunque Danielle Steel mantenía viva la llama del amor edulcorado, pero una nueva generación de autoras, que en España optan por nombres anglosajones, ha venido a renovar el estilo incluyendo sexo explícito y, cómo no, una dosis correctora de feminismo que empodera a sus heroínas. El éxito de este boom es abrumador: nadie vende tanto como ellas. Las lectoras son chicas voraces que pueden consumir cuatro novelas al mes, alimentando sueños que no sé de qué manera intervienen en sus expectativas amorosas. Todo está por estudiar porque, de momento, parece que la teoría académica complace, describe o instruye a un tipo de mujeres, pero tiende a ignorar lo que hace vibrar a un sector de la población muy amplio al que la actual batalla contra el amor romántico no parece afectarle. Me impresiona la claridad de alguna de estas autoras, como Elena Armas, auténtica triunfadora internacional de este fenómeno que desvela el secreto de su fórmula y asume que trabaja bajo el dictado de un patrón. Armas confiesa crear romances que van calentando el deseo de sus lectoras a fuego lento hasta que se materializa el sexo provocando un desenlace casi orgásmico.

Lo que me pregunto, igual que me ocurre cuando algunas madres repiten con frecuencia que la maternidad no era como les habían contado, es cuáles fueron las fuentes que generaron ese desengaño referido al amor o a la maternidad ñoña, si es que tal vez solo recurrieron a la novela romántica o al relato comercial de algunas influencers, porque si hay algo que de sobra nos ha ofrecido la literatura ha sido el amargo sabor de la decepción. Puede que al volver a Emma Bovary veamos cómo el deseo desatado anula la razón; puede que observemos en la pobre Fortunata a la chica que se entrega sin condiciones a un hombre, o en la burguesa Jacinta a la joven esposa a la que se le derrumba la idea del matrimonio; puede que las mujeres de Alice Munro nos cuenten cómo el afán de independencia chocaba y choca con las obligaciones domésticas o cómo la crianza de los hijos anula la llamada de la pasión; puede que las Chicas felizmente casadas de Edna O´Brien nos hagan entender cuál era la altura del desengaño que provocaba en otros tiempos una vida marital que no colmaba ilusiones alimentadas desde la adolescencia; puede que leyendo los pensamientos de María Luisa Arroyo, alter ego de Elena Fortún, sepamos de la amargura de quien no vive abiertamente su condición sexual, o que la idealista Dorothea, personaje de George Eliot alejado de las virtudes supuestamente femeninas, nos recuerde que las novelas están profusamente habitadas por mujeres a las que educaron en unos valores que las condenaban a la infelicidad. 

Estas historias y tantas otras vibran en la historia de la literatura, y por encima de todas, la del fracaso al que nos arroja una educación sentimental en el que las expectativas son falsas, cursis y generadoras de frustración. Por tanto, cabe preguntarse si el mejor antídoto frente a las fantasías es recurrir a la ficción, a novelas que a través de sus inolvidables mujeres nos han avisado de la trampa de lo convencional. Por otra parte, quien nos advierta de los peligros del amor romántico debería ser consciente de que esa idea, ya convertida en lugar común, no es una invención reciente. Dicha rueda ya estaba inventada. Porque más allá del relato idealizado hubo siempre autores y autoras que percibieron la insatisfacción que golpea a las mujeres no dueñas de su destino. Esto dejando a un lado que me gustaría saber qué encuentran las jóvenes que hoy leen novela romántica, si un entretenimiento, un modelo o un sueño que saben irrealizable.

lunes, 8 de enero de 2024

"FIN DE CURSO". Un cuento de Mariana Enríquez

Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas y que tienen esas caras olvidables, esas caras que, aunque una las ve todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres tallas más grandes, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.

No nos importaba.

Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado. ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca de ella. Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban, pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana y nadie nos explicó nada. Cuando volvió, había pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse amigas de ella. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica «desequilibrada». Pero lo arreglaron de otra manera. Faltaba poco para que se terminara el año, para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella se pondría bien, que tomaba medicación, hacía terapia, que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran mis notas y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.

Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las que querían ser amigas de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero nunca respondía, y se quedaba mirándolas tan fijo que, al final, les dio miedo.

Fue en el baño donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose al espejo, en la única parte donde realmente podía hacerlo porque el resto estaba descascarado, sucio o tenía declaraciones de amor o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritos con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente) una gillette. Con rapidez exacta se cortó un tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo salió casi a chorros y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja o de prolijo varón. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 7 de enero de 2024

"CUANDO MI HIJO ESTÁ ENFERMO". Un poema de Sharon Olds

 

Cuando mi hijo está tan enfermo que se duerme
a mitad del día, la cabeza pequeña, ovalada
y dura con tanto dolor que
prefiere olvidar la conciencia como
alguien que cuelga de una cuerda en llamas
dejando ir su vida, me siento y
apenas respiro. Pienso en la
piel medio líquida de sus labios,
inflamada y mellada con ranuras rojas como
fisuras en la corteza de un volcán, desde
donde se puede ver el fuego. Aunque estoy
al otro lado del pasillo, veo los
bultos frenéticos de sus globos oculares tirando
de los párpados verdosos, sus sienes
rojas y agrias de dolor, su piel
como oro pálido, como mantequilla fría que luego
cambia un poco a mantequilla rancia hasta que
le salen pecas que se pueden extender, islas negras
y pequeñas de moho, duerme el sueño
terrible del enfermo, su corazón esforzado
que late como un conducto en su cuerpo, como un
zapato golpea las barras de acero cuando
alguien quiere que lo dejen salir, me
siento, me siento muy quieta, estoy en las
afueras del mundo, en el límite descubierto
cuando se supo que era plano; el borde desgarrado,
grueso y de barro negro, los vasos y las
venas y los tendones que cuelgan
en suspenso,
cuando mi hijo está enfermo me siento en el borde de
la nada y me cuelgan las piernas
y a veces dejo caer un zapato
para entregarle algo.

sábado, 6 de enero de 2024

"CUENTOS INFANTILES". Un artículo de Azahara Palomeque (El País, 01 SEPT 2023)

La vida animal está desapareciendo a pasos tan agigantados que los cimientos de la niñez se tambalean; sus paradisíacos paisajes ricos en biodiversidad resultan hoy tan verosímiles como los extraterrestres, los vampiros o los zombis

Un verano de mi infancia, mi tía Rafi, entonces profesora de Biología en un instituto del sur, me regaló el mayor puzle que jamás he tenido: 200 piezas que, cuidadosamente ensambladas, conformaban un mapa de la península Ibérica donde no había fronteras ni ciudades, sino el dibujo nítido de la fauna que poblaba el territorio, justo sobre el espacio de su hábitat. De aquellos días acalorados recuerdo perfectamente elaborar con ella esa cartografía animal, sentadas sobre el suelo del piso de mis abuelos, pues era el lugar más fresco. Así aprendí palabras como “urogallo”, o ese buitre que sonaba a gladiador imbatible, el “quebrantahuesos”, mientras ella me explicaba con la paciencia típica del buen docente sus modos de vida, hábitos alimenticios, patrones reproductivos… y otros detalles que la edad ha difuminado. Pasados unos años, olvidé nuestras improvisadas lecciones; desterré de mi vocabulario los términos que otrora me habían servido para imaginar universos paralelos al humano, mágicos; la década larga que viví en Estados Unidos terminó de sepultar bajo un manto de lengua anglosajona cada exotismo inútil al trabajo; es decir, casi todo mi español. Ayer, al leer que el 90% de los leones africanos han sido aniquilados, regresé por un momento a tal época de inocencia, y me pregunté serenamente: ¿qué será del Rey León, Simba, Nala…? A saber, qué porción de la vida está desapareciendo a pasos tan agigantados que los cimientos de la niñez se tambalean; sus paradisíacos paisajes ricos en biodiversidad son tan verosímiles como los extraterrestres, los vampiros o los zombis.

El interrogante se me presentó en sueños; me retorcí enredada en las sábanas trazando un camino retroactivo que me despertaba y retornaba en bucle cuando conseguía, de nuevo, pegar ojo, hacia las sombras de una educación sentimental que ha adquirido otro sentido conforme mis amigos han ampliado la familia y, especialmente, a partir del nacimiento de mi sobrina. Las fábulas de Esopo, si se escribieran de nuevo, ¿quién las protagonizaría? Caperucita Roja jamás podría haber mostrado temor por un lobo que escasea en nuestros bosques y cuya extinción en Andalucía, si bien ya era vox populi, se confirmó recientemente. Pero, más allá de mis propias coordenadas culturales y una nostalgia perniciosa, sentía el deseo de saber con qué alimentan sus curiosas cabecitas los niños de hoy en día; qué cuentos leen y cómo juegan a configurar su presencia en un planeta cada vez más pobre de riquezas naturales. Así que me calcé las zapatillas, cogí un cuaderno y una botella de agua y, al igual que en aquellas tardes tórridas con mi tía, fui en busca de aventuras animales, esta vez en una librería. Los Tres Cerditos no pasan de moda, tampoco ninguna criatura de granja; en distintas páginas coloridas conviven como si su existencia no desembocase en el matadero y los purines no contaminasen las aguas subterráneas. Al menos, esta pandilla se perpetuará en el tiempo al abrigo de una dieta insostenible —musité—. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 4 de enero de 2024

"EL SOLDADITO DE PLOMO". Un cuento de Hans Christian Andersen

Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, todos hermanos, porque habían nacido de una vieja cuchara de plomo. Llevaban el fusil al hombro, la cabeza erguida, y el uniforme, rojo y azul, les sentaba a todos bastante bien. La primera frase que oyeron en este mundo, cuando levantaron la tapadera de la caja donde estaban metidos, fue:

— ¡Soldaditos de plomo!

El grito lo había lanzado un niño, que aplaudía con toda su fuerza. Se los habían regalado por ser su cumpleaños, e inmediatamente se puso a alinearlos sobre la mesa.

Todos los soldados se parecían entre sí. Solo uno de ellos era diferente a los demás, porque carecía de una pierna. Al hacerlos, se había acabado el plomo, y el último quedó cojo. Se sostenía perfectamente sobre su única pierna, lo mismo que los otros sobre las dos, y es precisamente de él de quien vamos a contar su maravillosa historia.

En la mesa donde estaban alineados los soldaditos había otros muchos juguetes, pero lo que más llamaba la atención era un espléndido castillo de cartón. Por las ventanas podían verse los salones. En la parte de afuera, unos arbolitos rodeaban un espejo, que representaba el lago, en donde nadaban y se reflejaban bellos cisnes de cera. En conjunto era una maravilla; pero lo más hermoso de todo era una damisela que estaba en pie en la puerta del castillo. Era también de cartón; pero llevaba puesto un traje de blanco lino y una cinta azul en torno a su cuello, en mitad del cual se destacaba una brillante lentejuela, tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos hacia arriba, porque era bailarina, y elevaba tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía verla y creyó que era coja, como él.

“Esta damisela sería una esposa muy a propósito para mí—se dijo—. Pero debe de ser de alta alcurnia, porque vive en un castillo, mientras que yo no tengo más que una caja de cartón, que nos pertenece a veinticinco, y ese no es un buen lugar para una dama. De todas formas, es necesario que haga amistad con ella.”

Y se tendió cuan largo era tras la caja de rapé. Desde allí podía mirar a la delicada damita, que continuaba sobre una pierna, sin perder el equilibrio.

Cuando avanzó la noche, los otros soldaditos de plomo se metieron en la caja, y los habitantes de la casa se fueron a dormir. Entonces, los juguetes se pusieron a jugar; es decir, a recibir visitas, a pelearse y a bailar. Los soldados de plomo hacían mucho luido en la caja, porque querían divertirse también; pero no podían levantar la tapa. El cascanueces empezó a hacer cabriolas, y los trozos de tiza se divertían pintando tonterías en la pizarra. El jolgorio fue tal, que el canario se despertó y se puso a cantar, pero lo hacía en verso. Los dos únicos juguetes que no participaron de la algarabía fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire, y él no estaba menos firme sobre su única pierna, y ni un solo instante apartó los ojos de la damisela.

Cuando el reloj dio las doce campanadas de la medianoche, ¡clac!, se abrió la tapadera de la caja de rapé. No contenía ni una mota de tabaco, sino un muñequito negro: era un juguete de broma.

—Soldadito de plomo —dijo el muñequito—, ¿quieres apartar los ojos de la bailarina?

Pero el soldadito hizo como que no le había oído.

—Bueno, espera a mañana y ya verás —añadió el muñequito.

Cuando llegó el día siguiente y se presentaron los niños, el soldadito de plomo fue colocado en la ventana, y ya fuese el muñequito o la corriente de aire, el caso es que la ventana se abrió de repente, y el soldadito cayó de cabeza desde la altura de un tercer piso. Fue un viaje terriblemente rápido. Quedó clavado en el suelo, con la pierna para arriba y con la bayoneta metida entre dos adoquines.

La criada y el niño bajaron precipitadamente a buscarlo. Ya abajo, estuvieron a punto de aplastarlo; pero no le encontraron. Si el soldadito hubiera gritado: “¡Estoy aquí!”, lo hubieran visto. Pero él no creyó conveniente gritar, porque estaba de uniforme.

Empezó a llover torrencialmente, lo que fue un serio contratiempo. Cuando cesó la lluvia se acercaron dos chicuelos de la calle.

—¡Mira! —exclamó uno—. Es un soldadito de plomo. Vamos a hacer que navegue.

Los pilluelos hicieron un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro y lo echaron en el arroyuelo. Los dos pilletes corrían al lado del barco y aplaudían frenéticos. ¡Dios santo, qué olas tenía el arroyuelo y qué corriente! Es verdad que había llovido a cántaros. El barquito de papel se balanceaba: subía, bajaba y, a veces, viraba con tanta rapidez, que el soldadito sentía palpitar su corazón. Pero continuaba firme. Compuso su aspecto y miró hacia adelante, fusil al hombro.

De repente, el barquichuelo penetró en un túnel tan oscuro, que le recordaba su caja de cartón.

“¿Adonde iré a parar? —se preguntó—. Esto es cosa del muñequito guasón. Si al menos estuviese la damisela conmigo, no me importaría nada estar a oscuras.”

En ese instante se presentó una enorme rata que vivía bajo el túnel del arroyuelo.

—¿Tienes pasaporte? —le preguntó la rata—. ¡Enséñame tu pasaporte!

El soldadito de plomo no respondió y apretó aún con más fuerza su fusil. El barco pasó rápidamente, y la rata lo persiguió. ¡Ay, cómo rechinaba los dientes y gritaba pidiendo ayuda!

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! ¡No ha pagado aduana! ¡No ha enseñado el pasaporte!

Pero la corriente era cada vez más fuerte, y el soldadito de plomo podía percibir ya la luz delante de él, en el lugar en donde acababa el túnel; solo oyó un espantoso ruido, capaz de poner los pelos de punta al más valiente. Y no era para menos, porque en el lugar donde terminaba el túnel, el riachuelo se dirigía derecho hacia un gran canal. Era tan peligroso para el soldadito de piorno como para nosotros enfrentarnos con una cascada.

Se encontraba tan cerca ya, que no pudo detenerse, y el barco se precipitó en el canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan erguido como le fue posible, y nadie podía haber dicho que hubiese tenido miedo. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes. Era inminente el naufragio. El soldadito de plomo estaba con el agua al cuello, y el barquito se hundía cada vez más. El papel se deshacía. El agua ocultó la cabeza del muñeco…, y pensó en la linda bailarina, a la que no vería más. A los oídos del soldadito llegó la canción :

¡Peligro, peligro, soldado!
¡Vas a morir!…

Al fin, se deshizo la nave de papel, y el soldado se hundió. Y un gran pez se lo tragó.

¡Vaya oscuridad que había allá adentro! Era aún peor que el túnel y, además, mucho más estrecho. Pero el soldadito de plomo era inconmovible. Durante todo el trayecto permaneció con su fusil al hombro.

El pez se agitó, moviéndose de una forma desordenada. Terminó por quedarse inmóvil, y al cabo, el soldadito se vio atravesado por un haz de luz que parecía un relámpago. Una vez más vio la claridad. Alguien gritaba:

— ¡Un soldadito de plomo!

Al pez lo habían pescado, llevado al mercado, vendido y transportado a la cocina, donde la doméstica lo había abierto con un cuchillo. Cogió entre sus dedos al soldadito y lo llevó al salón, donde todo el mundo se afanaba por ver a un hombre tan notable, que había viajado dentro del estómago de un pescado. Pero el soldadito no estaba orgulloso de ello. Lo colocaron sobre la mesa, y…, ¡hay que ver lo que ocurre en este mundo!…, estaba de nuevo en el mismo salón de donde había caído a la calle, y vio a los mismos niños, y los mismos juguetes estaban sobre la mesa. Volvió a contemplar el magnífico castillo con la gentil bailarina. Aún estaba sobre la punta del pie y permanecía tan firme como él. El soldadito de plomo se impresionó tanto, que estuvo a punto de llorar; pero esto no era adecuado. La miró, y ella le devolvió la mirada; pero no se dijeron nada.

De repente, uno de los niños cogió al soldadito y lo arrojó a la estufa, sin que hubiera motivo para ello. Era otra trastada del muñequito de la caja de rapé, seguramente.

El soldadito sintió un calor enorme, pero no sabía si era a causa del fuego o del amor. Habían desaparecido sus colores, pero nadie podía decir si era a causa del viaje que había hecho o por el dolor. Miró a la bailarina, ella le miró, y el soldadito sintió que se fundía; pero permaneció inconmovible, fusil al hombro. Entonces se abrió una puerta, y el aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hacia la estufa y cayó al lado del soldadito. Las llamas prendieron en ella y desapareció. Después, el soldadito quedó hecho una pasta, y a la mañana siguiente, cuando la criada quitó las cenizas, se encontró un corazoncito de plomo. De la bailarina solo quedaba la lentejuela, negra como el carbón.

1838.

miércoles, 3 de enero de 2024

"LOS NIÑOS QUE CORREN". Un poema de Juan Ramón Jiménez

Esos niños que cantan hoy
volverán a cantar mañana.

Pero no volverá ya hoy.

Con qué prisa gritan mañana,
qué mañana olerán más flores,
qué mañana verán más luz,
qué mañana oirán más torres.

Pero no volverá ya hoy.

Esta prisa del día más,
ese huir del corriente hoy,
este ir hacia el otro árbol
del camino que no se coje.

A la muerte, corre que corre.

Casas nuevas con puertas nuevas,
nuevas aguas con nuevos soles,
porque si el día que pasa es muerte,
muerte es el que llega entonces.

Pero no volverá ya hoy.

Esos niños que corren hoy
volverán a correr mañana.

A la muerte, corre que corre.

martes, 2 de enero de 2024

"EL NEGOCIO DE LOS TRATAMIENTOS FACIALES PARA NIÑAS". Un artículo de Carmen Dominto publicado en Ethic el 13 de diciembre de 2023

La industria cosmética –y el famoso ‘skincare’ que ha colonizado las redes sociales– ahora se está peleando un nuevo nicho de mercado: los tratamientos faciales para niñas. Aunque puede empezar como un juego, muchas pueden sucumbir a la presión estética llevadas de la mano de ‘influencers’.

No voy a descubrir la sopa de ajo si afirmo que hay un riesgo más que evidente asociado a fomentar el culto a la imagen durante la infancia, especialmente en las niñas. Hay millones de estudios que corroboran que la preocupación en las niñas por su aspecto físico es muchísimo mayor que la de los niños.

Hace años, muchísimos, que la publicidad y los medios transmiten a nuestras jóvenes que la apariencia, la belleza, y el cuidado estético es un valor que las situará más arriba de la escala de… «mujeres deseadas». No es el intelecto, no es el interior, es el exterior lo que sigue primando en este siglo XXI.

Lo que sorprende es que, cuando parecía que ya teníamos claro que había que huir en dirección contraria de esos reclamos (nosotras, y por supuesto, nuestras menores), resulta que el capitalismo levanta la mano y consigue colarnos el gol de nuevo, en este caso los salones de estética para menores son los encargados de mantener la socialización e interiorización de los roles de género.

Empiezan como si fuera un juego. Quién va a pensar que una niña de 8 o 10 años necesita de verdad un tratamiento hidratante o comprarse una mascarilla, y acaban sucumbiendo a la presión estética llevadas de las manos, por lo general, de influencers. Y así, a la vista de la gran proliferación de salones en los que el reclamo es que también nuestras niñas pueden hacerse tratamientos, se celebran cumpleaños con mascarillas faciales, pintauñas o tratamientos estéticos.

Poco más hace falta para educarlas en la cosificación y la sexualización. Así ya antes de llegar a la edad adulta, tienen buen claro que el empoderamiento pasa por el cuerpo.

Si no tienen dinero suficiente para asistir a un centro, no preocuparse. Los artículos para la piel (el famoso skincare) que ha colonizado las redes sociales suelen hacer recomendaciones baratas, eso sí, a cientos. No hay más que hacer una búsqueda en TikTok o Instagram y nos saltarán vídeos de menores dándonos consejos explicando los productos que necesitan a partir de su rutina facial diaria. Sí, rutina, facial, diaria para niñas, has leído bien. Ni que decir tiene que muchos de esos vídeos, acumulan millones de visitas, tienen miles de likes y comentarios.

En realidad ha subido tanto esa «afición» que la industria cosmética se pelea por quedarse con estas nuevas compradoras, y parece que generan el 32% de los beneficios. Ni que decir tiene que es un nicho de mercado que nadie quiere dejar escapar.

Dos peligros se juntan en esta nueva moda: uno, el más evidente, es cómo, de nuevo, el físico debe cultivarse con el afán de resultar atractiva a la mirada de un hombre; el otro, lo perjudicial que puede llegar a ser para la piel de una niña (en crecimiento todavía) aplicarse productos pensados para otro tipo de pieles.

¿Podemos exigir a la industria que deje de ganar dinero con las menores? Parece claro que cuando deben empezar a saltar las alarmas es cuando nuestras niñas piden cambiar su cuerpo, pero… ¿acaso maquillarse no es una forma, también, de desear cambiarlo?

Y todo eso sin entrar, que podría, en quiénes son las manos de obra que trabajan en la producción de esos productos de belleza libres de crueldad animal, por supuesto, elaborados en países del tercer mundo, según confirma un estudio elaborado por World Vision. Esas niñas –y niños– que trabajan para la industria cosmética seguro que tienen otras necesidades. Pero eso, me temo, forma parte de otro artículo.

En definitiva, en los países pobres, niños abusados como productores y en los países ricos, niños abusados como consumidores.