domingo, 27 de junio de 2021

LAS OTRAS, un poema de la poeta mexicana Jimena González

Nota: Puedes intervenir este poema con los nombres de las mujeres de tu familia (la sanguínea y la elegida). Tu nombre si es necesario. Los espacios en blanco son para ti. Este poema es de nosotras.

Las mujeres de mi familia,
familia de mi padre,
siempre son “las otras”;
no tienen nombre propio
cuando son evocadas
por sus mal llamados
amantes.

Todas _______,
llorando manchas violeta
ocultas en el cuello.

Todas _______
esperando,
que Benito
deje a su mujer,
deje de beber,
deje de vivir.

Por el lado “de la Luz”
mis raíces son mujeres
adornadas de “des”
mujeres desesperadas,
despechadas, desgraciadas.
Pero nunca, nunca
nunca des-enamoradas.

Escribo
para sanarme, para sanarlas,
para ser algo más que víctimas,
alguien más que “algo”
mucho más que “otras”.

para desarraigar la competencia
con la que nos adoctrinaron

Escribo para aprender que
amamos mucho y a muchos,
y no es motivo de vergüenza.

Que deseamos a muchos,
los deseamos mucho.
Y eso nunca debe doler.

Porque vengo de una familia
de mujeres que se sienten obligadas
a reírse de los chistes ofensivos
de sus maridos ebrios.

De mujeres encerradas y silenciosas;
escribo para enseñarles a gritar,
para arrancarles del alma
el “tú, te callas”.

Escribo por mi abuela ________,
para que reencarne en bailarina
Por mi tía, ________ para que no vuelva a llorar
para que no le duelan los huesos.

Para que mi abuela, ________ , deje
a mi abuelo, muchas veces más
Y tenga novios,
muchos, muchas veces más,
que siga escribiendo poesía
y ya no tenga miedo
de mostrar sus pechos.

Grito por las rodillas sangrantes
de mi bisabuela________ ,
haciendo mandas a la virgen
para que reencarne
en el mar de Guerrero
y tire los altares de un tsunami.

En mis pies enredo sus raíces
y en mis manos sus nubes
para que ________ no vuelva
a donde no la quieren
y ________ se canse de________,

para que el dolor se vaya
con la facilidad con que
nuestros padres se fueron.

Para no volver a ver
mi cuerpo de 11 años
tirado en la cocina
pidiendo perdón.

Por no darle de comer
a mi abuelo de nuevo
con sus ojos de lascivia.

Y para no defender la pureza
de falsos profetas consanguíneos
que me apretaron el pecho
hasta romperme.

Para que ningún malnacido
vuelva a restregar su cuerpo
en las piernas de mi prima
cuando vuelve de la escuela.

Y romper el maldito
maldito círculo vicioso
de los “secretos de familia”
manchados de pedofilia,
incesto, golpes y sangre.

Para que todas
podamos ser nombradas:
________
________
________
________

Para que no deje
de retumbarnos
en la cabeza
hasta que gritemos.

Alzo la voz para no negarnos,
porque tenemos nombre
y no dejaremos que lo olviden.

viernes, 25 de junio de 2021

"UN ARTISTA DEL HAMBRE". Un cuento de Franz Kafka

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios. 

Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.CONTINUAR LEYENDO

SOBRE LA LECTURA. Estanislao Zuleta (1982) [Muy interesante y recomendable]

Voy a hablarles de la lectura. Me referiré a un texto escrito hace unos años. Espero que lo comentemos en detalle para que logremos acercarnos al problema de la lectura. Comencemos con un comentario sobre Nietzsche. Nietzsche tiene muchos textos sobre este tema, pero por ahora les recomiendo sólo dos: el prólogo a la Genealogía de la moral y el capítulo de la primera parte de Zaratustra que se llama “Del leer y el escribir”; hay otros muy buenos en el Ecce Homo y en las Consideraciones intempestivas, particularmente en la que lleva por título, Schopenhauer educador. En ella se habla de lo que significó Schopenhauer para Nietzsche en su juventud y en qué sentido fue para él un educador. Además les recomiendo que se lean Sobre el porvenir de nuestros institutos de enseñanza, pues en él, Nietzsche, hace una crítica de la Universidad como pocas veces se ha hecho, incluso hoy. Vamos a leer el texto sobre la lectura; lo comentaremos y contestaré las objeciones, críticas o insatisfacciones que ustedes me manifiesten. [...]

Si nosotros no llegamos a definir qué significa para Kafka el alimento, entonces nunca podremos entender "La metamorfosis", “Las investigaciones de un perro”, “El artista del hambre”, nunca los podremos leer; cuando nosotros vemos que alimento significa para Kafka motivos para vivir y que la falta de apetito significa falta de motivos para vivir y para luchar, entonces se nos va esclareciendo la cosa. Pero, al comienzo no tenemos un código común, ese es el problema de toda lectura seria, y ahora, ustedes pueden coger cualquier texto que sea verdaderamente una escritura, si no le logran dar una determinada asignación a cada una de las manifestaciones del autor, sino que le dan la que rige en la ideología dominante, no cogen nada. Por ejemplo, no cogen nada del Quijote si entienden por locura una oposición a la razón, no cogen ni una palabra, porque precisamente la maniobra de Cervantes es poner en boca de Don Quijote los pensamientos más razonables, su mensaje más íntimo y fundamental, su mensaje histórico, y no es por equivocación que a veces delira y a veces dice los pensamientos más cuerdos. [...]

La más notable obra de nuestra literatura –porque en toda nuestra literatura no hay nada comparable– en el bachillerato nos la prohíben, es decir, nos la recomiendan; es lo mismo que prohibir, porque recomendar a uno como un deber lo que es una carcajada contra la adaptación, es lo mismo que prohibírselo. Después de eso uno no se atreve ni a leerlo, le cuentan que el gerundio está muy bien usado, le hablan de sintaxis, de gramática, del arte de los que saben cómo se debería escribir pero que escriben muy mal: una cosa que a Cervantes no le interesaba, pues lo que hacía era escribir soberanamente, con las más ocultas fibras de su ser. Cuando nosotros llegamos a abrir los ojos ante el Quijote, con asombro, nos damos cuenta que tanto Sancho como el Quijote pueden estar de acuerdo porque ambos son irrealistas, el uno construye una realidad, el otro se atiene a la inmediatez, lo real pasa por encima de uno y por debajo del otro y en conjunto los dos son una crítica de la realidad, a nombre de la inmediatez del deseo y a nombre de la trascendencia del anhelo. La realidad es la que queda muerta, no ellos. [...]

Pero si queremos saber qué significa interpretar, partamos de una base: interpretar es producir el código que el texto impone y no creer que tenemos de antemano con el texto un código común, ni buscarlo en un maestro. ¡Ah! es que todavía no tengo elementos, dicen los estudiantes; el estudiante se puede caracterizar como la personificación de una demanda pasiva. “Explíqueme”, “deme elementos”, “¿cuáles son los prerrequisitos para esta materia?”, “¿cómo estamos en la escalera?”, “¿cuántos años hay que hacer para empezar a leer El Quijote? No hay que hacer ningún curso. [...]

Sí, en el desarrollo mismo del texto, pero hay que preguntárselo y no poner esta disyuntiva básicamente estudiantil: entiendo o no entiendo. Esa disyuntiva estudiantil quiere decir, “¿con esto podría presentar examen o no podría?”. Hay que dejarse afectar, perturbar, trastornar por un texto del que uno todavía no puede dar cuenta, pero que ya lo conmueve. Hay que ser capaz de habitar largamente en él, antes de poder hablar de él; como hacemos con todo, con la Novena sinfonía, con la obra de Cezanne, ser capaz de habitar mucho tiempo en ella, aunque todavía no seamos capaces de decir algo o sacarle al profesor – porque siempre hay para los estudiantes un profesor, ese es el problema– la pregunta, “¿y esto qué quiere decir?”. Ese profesor puede ser uno mismo, puede ser imaginario o real, pero siempre hay una demanda de cuentas a alguien, en vez de pedirle cuentas al texto, de debatirse con el texto, de establecer un código.  [...]

Pero no vaya a creerse que el trabajo a que aquí nos referimos consiste en restablecer el pensamiento auténtico del autor, lo que en realidad quiso decir. El así llamado autor no es ningún propietario del sentido de su Textos.

Si cogemos el ejemplo del Quijote, el verdadero problema no es el preguntarse qué quería decir Cervantes; el problema es qué dice el texto y el texto siempre dice las cosas que se escapan al autor, a la intención del autor. El autor no es una última instancia. Lo que Cervantes quiso decir no es la clave del Quijote. No hay ningún propietario del sentido llamado autor; la dificultad de escribir, la gravedad de escribir, es que escribir es un desalojo. Por eso, es más fácil hablar; cuando uno habla tiende a prever el efecto que sus palabras producen en el otro, a justificarlo, a insinuar por medio de gestos, a esperar una corroboración, aunque no sea más que un Shhh, una seña de que le está cogiendo el sentido que uno quiere; cuando uno escribe, en cambio, no hay señal alguna, porque el sujeto no lo determina ya y eso hace que la escritura sea un desalojo del sujeto. La escritura no tiene receptor controlable, porque su receptor, el lector, es virtual, aunque se trate de una carta, porque se puede leer una carta de buen genio, de mal genio, dentro de dos años, en otra situación, en otra relación; la palabra en acto es un intento de controlar al que oye; la escritura ya no se puede permitir eso, tiene que producir sus referencias y no la controla nadie; no es propiedad de nadie el sentido de lo escrito. “Este sentido es un efecto incontrolable de la economía interna del texto y de sus relaciones con otros textos; el autor puede ignorarlo por completo, puede verse asombrado por él y de hecho se le escapa siempre en algún grado: Escritura es aventura, el “sentido” es múltiple, irreductible a un querer decir, irrecuperable, inapropiable. “Lo anterior es suficiente para disipar la ilusión humanista, pedagógica, opresoramente generosa de una escritura que regale a un “Lector Ocioso” (Nietzsche) un saber que no posee y que va a adquirir”. [...]

domingo, 20 de junio de 2021

LA MÁQUINA DE DAR BESITOS, un cuento de Mempo Giardinelli

El hombre decía que había inventado una máquina de dar besitos.

Como cualquiera se da cuenta, su soledad, tristeza y desesperación eran enormes.

Era un ingeniero forestal que trabajaba en la cría de pinos y eucaliptos en una estación del INTA, pero todas las noches y durante los fines de semana se instalaba en un tallercito que tenía en el fondo de su casa, en Barranqueras, y poco a poco la perfeccionaba. No tenía ningún inconveniente en explicar su funcionamiento, cada vez que alguien se lo preguntaba. Hablaba de ella con una pasión como sólo tienen el viento Norte, los hinchas de fútbol o las personas más necias.

La máquina era una caja metálica, rectangular, de fierro color rosado, y medía casi un metro y medio de alto por unos sesenta centímetros de ancho, y otros tantos de profundidad. Como una enorme caja de zapatos colocada de pie, en el frente tenía dos labios de goma extensibles que se movían a voluntad del operador, quien debía maniobrar un pequeño tablero de comando. En un costado había un micrófono unidireccional en el que se debían decir las palabras clave para que la máquina respondiera. Porque la máquina no estaba hecha para dar besitos porque sí, a cualquiera, sino solamente a quien los mereciese, es decir, al que supiera pedírselos.

Cuando hizo las primeras pruebas, todo resultó satisfactorio. La máquina daba besos de tres clases: en primer lugar besitos mecánicos o de circunstancia, como los que se intercambian entre amigos, los cuales devolvía luego de que se le dijeran frases del tipo “Hola amiga mía” o “Qué gusto volver a verte”. Después estaban los besitos dulces, que la máquina daba con gusto a miel, a menta, a licor de mandarinas o de peras, según la temporada y después de que se le dijeran frases tales como “Hola, mi corazón”, “Déle un beso a su papito” u otras por el estilo. Estos eran besos plurifuncionales, pues tanto podían ser aplicables a las afecciones familiares (fraternales, filiales, o las que se pronuncian ante una abuela o un tío que ha llegado de visita) como a cumpleaños, santos, aniversarios en general. Y por último, la máquina daba besos de amor. Que eran, sin dudas, los más difíciles de conseguir.

Para mucha gente los besos de amor siempre son un problema, pero para la máquina que inventó este hombre mucho más, porque no había manera de que los diera si no se le decían palabras muy amorosas, en frases debidamente organizadas y pronunciadas con determinado énfasis, inflexiones peculiares o susurros llenos de intención. Y a veces hasta era capaz de exigir quejidos gatunos. De manera que el problema era que no sólo había que decir las palabras adecuadas, sino además saber pronunciarlas. Y si no contenían sinceridad, cierta suave pasión o verdadera ternura, la máquina no respondía y permanecía expectante, silenciosa y muda como una esposa que está enojada. Y cuando se hundía en esos silencios obstinados el ingeniero no encontraba modo de hacerla andar, dijera lo que le dijera. Él podía jurarle, por ejemplo, “eres lo más importante de mi vida”, “no podría vivir sin ti”, “mi corazón te pertenece”, e incluso “te amaré toda la vida”, pero ella se mantenía inmutable. Ni siquiera hacía los ruidos característicos de las otras alternativas.

Muy pronto el hombre advirtió que la máquina, que al principio respondía con cierta presteza, se diría que con naturalidad, con el tiempo empezó a ponerse exigente. Quería que se le dijeran frases siempre distintas, renovadas, originales y de fórmulas cada vez más complejas. Decididamente no le gustaba que se le repitieran las mismas palabras más que un par de veces. Y eso forzaba al ingeniero a buscar giros verbales desconocidos, frases alambicadas y cada vez más retorcidas, las que debía pronunciar con entonaciones más y más variadas. Por ejemplo: “Me vuelvo loco por tus besos y me arrancaré el corazón si no me das uno en este mismo momento”, oración que evidentemente perdía a la máquina durante un par de días en los que parecía contenta, entusiasmada, profería extraños ruiditos y hasta era capaz de dar dos besos seguidos, el segundo más largo y apasionado que el primero. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 16 de junio de 2021

El extraño caso de Benjamin Button, un cuento de F. Scott Fitzgerald

Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.

Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.

Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con esta o aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.

La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.

A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.

El señor Roger Button, presidente de Roger Button y Compañía, Ferretería Mayorista, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.

—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!

El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué…?

—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.

—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.

El doctor Keene frunció el entrecejo.

—Diantre, sí, supongo… en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.

—¿Mi mujer está bien?

—Sí.

—¿Es niño o niña?

—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como este mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de cualquiera.

—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?

—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verlo ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!

Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 13 de junio de 2021

Es que somos muy pobres. Un cuento de Juan Rulfo.

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.

A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.

Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.

Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.

Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.

Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.

La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.

Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.

-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.

Ésa es la mortificación de mi papá.

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

FIN

miércoles, 9 de junio de 2021

Dagón, un cuento de H.P. Lovecraft

Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos. CONTINUAR LEYENDO


martes, 8 de junio de 2021

LAS NANAS INFANTILES. Conferencia de Federico García Lorca

Señoras y señores:

En esta conferencia no pretendo, como en anteriores, definir, sino subrayar; no quiero dibujar, sino sugerir. Animar, en su exacto sentido. Herir pájaros soñolientos. Donde haya un rincón oscuro, poner un reflejo de nube alargada y regalar unos cuantos espejos de bolsillo a las señoras que asisten.

He querido bajar a la ribera de los juncos. Por debajo de las tejas amarillas. A la salida de las aldeas, donde el tigre se come a los niños. Estoy en este momento lejos del poeta que mira el reloj, lejos del poeta que lucha con la estatua, que lucha con el sueño, que lucha con la anatomía; he huido de todos mis amigos y me voy con aquel muchacho que se come la fruta verde y mira cómo las hormigas devoran al pájaro aplastado por el automóvil.

Por las calles más puras del pueblo me encontraréis; por el aire viajero y la luz tendida de las melodías que Rodrigo Caro llamó "reverendas madres de todos los cantares". Por todos los sitios donde se abre la tierna orejita rosa del niño o la blanca orejita de la niña que espera, llena de miedo, el alfiler que abra el agujero para la arracada.

En todos los paseos que yo he dado por España, un poco cansado de catedrales, de piedras muertas, de paisajes con alma, me puse a buscar los elementos vivos, perdurables, donde no se hiela el minuto, que viven un tembloroso presente. Entre los infinitos que existen, yo he seguido dos: las canciones y los dulces. Mientras una catedral permanece clavada en su época, dando una expresión continua del ayer al paisaje siempre movedizo, una canción salta de pronto de ese ayer a nuestro instante, viva y llena de latidos como una rana, incorporada al panorama como arbusto reciente, trayendo la luz viva de las horas viejas, gracias al soplo de la melodía.

Todos los viajeros están despistados. Para conocer la Alhambra de Granada. por ejemplo, antes de recorrer sus patios y sus salas, es mucho más útil, más pedagógico comer el delicioso alfajor de Zafra o las tortas alajú de las monjas, que dan, con la fragancia y el sabor, la temperatura auténtica del palacio cuando estaba vivo, así como la luz antigua y los puntos cardinales del temperamento de su corte.

En la melodía, como en el dulce, se refugia la emoción de la historia, su luz permanente sin fechas ni hechos. El amor y la brisa de nuestro país vienen en las tonadas o en la rica pasta del turrón, trayendo vida viva de las épocas muertas, al contrario de las piedras, las campanas, las gentes con carácter y aun el lenguaje.

La melodía, mucho más que el texto, define los caracteres geográficos y la línea histórica de una región y señala de manera aguda momentos definidos de un perfil que el tiempo ha borrado. Un romance, desde luego, no es perfecto hasta que no lleva su propia melodía, que le da la sangre y palpitación y el aire severo o erótico donde se mueven los personajes.

La melodía latente, estructurada con sus centros nerviosos y sus ramitos de sangre, pone vivo calor histórico sobre los textos que a veces pueden estar vacíos y otras veces no tienen más valor que el de simples evocaciones.

Antes de pasar adelante debo decir que no pretendo dar en la clave de las cuestiones que trato. Estoy en un plano poético donde el sí y el no de las cosas son igualmente verdaderos. Si me preguntan ustedes: "¿Una noche de luna de hace cien años es idéntica a una noche de luna de hace diez días?", yo podría demostrar (y como yo otro poeta cualquiera, dueño de su mecanismo) que era idéntica y que era distinta de la misma manera y con el mismo acento de verdad indiscutible. Procuro evitar el dato erudito que, cuando no tiene gran belleza, cansa a los auditorios, y en cambio, persigo subrayar el dato de emoción, porque a vosotros os interesa más saber si de una melodía brota una brisa tamizada que incita al sueño o si una canción puede poner un paisaje simple delante de los ojos recién cuajados del niño, que saber si esa melodía es del siglo XVII o si está escrita en 3 por 4, cosa que el poeta debe saber, pero no repetir, y que realmente está al alcance de todos los que se dedican a estas cuestiones.

Hace unos años, paseando por las inmediaciones de Granada, oí cantar a una mujer del pueblo mientras dormía a su niño. Siempre había notado la aguda tristeza de las canciones de cuna de nuestro país; pero nunca como entonces sentí esta verdad tan concreta. Al acercarme a la cantora para anotar la canción observé que era una andaluza guapa, alegre sin el menor tic de melancolía; pero una tradición viva obraba en ella y ejecutaba el mandado fielmente, como si escuchara las viejas voces imperiosas que patinaban por su sangre. Desde entonces he procurado recoger canciones de cuna de todos los sitios de España; quise saber de qué modo dormía a sus hijos las mujeres de mi país, y al cabo de un tiempo recibí la impresión de que España usa sus melodías para teñir el primer sueño de sus niños. No se trata de un modelo o de una canción aislada en una región, no; todas las regiones acentúan sus caracteres poéticos y su fondo de tristeza en esta clase de cantos, desde Asturias y Galicia hasta Andalucía y Murcia, pasando por el azafrán y el modo yacente de Castilla. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 7 de junio de 2021

Hijo de Satanás, un cuento de Charles Bukowski

Yo tenía once años y mis dos compinches, Hass y Morgan, tenían doce y era verano, no había colegio y nos sentábamos en la hierba al sol detrás del garaje de mi padre y fumábamos cigarrillos.

– Mierda -dije. Estaba sentado bajo un árbol. Morgan y Hass estaban sentados con la espalda contra el garaje.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Morgan.

– Tenemos que coger a ese hijo de puta -dije-. ¡Es una vergüenza para este barrio!

– ¿Quién? -preguntó Hass.

– Simpson -dije.

– Sí -dijo Hass-, tiene demasiadas pecas. Me pone nervioso.

– No es eso -dije.

– ¿Ah, no? -dijo Morgan.

– No. Ese hijo de puta asegura que la semana pasada se folló a una chica debajo de mi casa. ¡Es una cochina mentira! -dije.

– Seguro que sí -dijo Hass.

– No sabe joder -dijo Morgan.

– Lo que sí sabe es decir jodidas mentiras -dije.

– No aguanto a los mentirosos -dijo Hass, soltando un aro de humo.

– No me gusta oír esas tonterías de un tipo con pecas -dijo Morgan.

– Bueno, entonces quizá deberíamos ir a verle -sugerí.

– ¿Por qué no? -dijo Hass.

– Venga -dijo Morgan. Bajamos por la calle de Simpson y allí estaba, jugando al balonmano contra la puerta del garaje.

– Eh -dije-, ¡mirad quién está jugando consigo mismo!

Simpson cogió la pelota al rebote y se volvió hacia nosotros.

– ¿Qué hay, chicos?

Lo rodeamos.

– Te has follado a alguna chica debajo de alguna casa últimamente? -le preguntó Morgan.

– Nnno

– ¿Cómo qué no? -preguntó Hass.

– No sé.

– No creo que nunca te hayas jodido a nadie más que a ti mismo -dije.

– Tengo que entrar ya -dijo Simpson-. Mi madre ha dicho que tengo que fregar los platos.

– Tu madre tiene platos en el chocho -dijo Morgan. Nos reímos. Nos acercamos un poco a Simpson y sin más le propiné un fuerte derechazo en el estómago. Se dobló hacia adelante, sujetándose la tripa. Se quedó así medio minuto, luego se enderezó. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 6 de junio de 2021

Diálogo petrarquista en torno a las bibliotecas, un artículo de Juan Mata y Andrea Villarrubia

Gozo y esperanza: Me gustaría que las rutinas pedagógicas se desvanecieran definitivamente, y los alumnos aprendieran a saciar sus preguntas no sólo en el agua de los libros de texto, sino en los muchos libros escritos para ellos y que les aguardan pacientes.

Razón: Para que eso suceda es preciso que esos libros estén a su alcance y que alguien los instruya en su valor y en su uso.

Gozo y esperanza: Sueño con aulas que sean el eco de las bibliotecas y con bibliotecas que ofrezcan respuestas a las preguntas de las aulas. Una biblioteca no se habilita instalando en una habitación anaqueles más o menos colmados de libros y fijando un rótulo en la puerta que la anuncie. Una biblioteca pide mentes despabiladas, miradas curiosas, manos inquietas, y pide sobre todo profesores que sepan trazar caminos que las hermanen y sepan dar razones para transitarlos.

Razón: No corren buenos tiempos para esa aventura.

Gozo y esperanza: La tarea es ardua, pero ¿por qué no confiar en la inteligencia de los profesores? ¿Y por qué no alentar su pasión?

Razón: A menudo, los mejores deseos topan con el corsé de los horarios, los paupérrimos presupuestos de los centros, la insuficiencia de espacios, la indiferencia general, y con las propias acomodaciones de los profesores.

Gozo y esperanza:¿Y por qué habría que acatar esa fatalidad en silencio? Las bibliotecas se convierten en lugares palpitantes cuando los profesores, aun de modo precario, consiguen que sus alumnos nuevos vean en ellas una posibilidad dichosa de descubrimientos y logran que las incluyan en sus itinerarios.

Razón: Salvo para fines inmediatos y prácticos, resulta harto difícil que los alumnos dirijan sus pasos hacia la biblioteca por propia iniciativa.

Gozo y esperanza: Hay que hacerles seductora esa visita. En el tablero de corcho de la biblioteca del IES Alfonso XI, de Alcalá la Real, se fija cada lunes un poema de los mejores autores (José Hierro, Alejandra Pizarnik, W.H. Auden, Wislawa Szymborska...), escogido a su vez de un libro que ha de estar obligatoriamente en las estanterías. No fue un hechizo inmediato, pero al cabo de los años se ha conseguido que un numeroso grupo de alumnos, de todas las edades y sin una previa afición por la poesía, inicie el primer recreo de la semana desplazándose a la biblioteca para leer la primicia y recoger una copia para su uso privado. En los cinco años de la experiencia han sido expuestos unos 150 poemas, que constituyen una antología extraordinaria. Rara ha sido la semana en que el libro de referencia no ha sido prestado una o dos veces. Para muchos alumnos, el inaugural y desinteresado contacto con la poesía ha tenido lugar en la biblioteca del instituto y muchos de ellos han iniciado allí su fervor por los versos, lo que supone una recompensa. Si luego algún profesor ha continuado en las aulas la lectura y el comentario de los poemas, la misión de la biblioteca queda plenamente atestiguada. CONTINUAR LEYENDO



sábado, 5 de junio de 2021

Levantar los tejados, un artículo de Irene Vallejo

El antiguo mito griego nos enseñó a buscar la verdad: es el símbolo de quienes queremos ver, aunque nos duela la vista

Criaturas sedientas de saber, nacemos con un apetito insaciable de curiosidad. Ya en la infancia deseamos explorar, mirar, recibir explicaciones, pues intuimos que cada pregunta nos aúpa hacia la edad adulta. De hecho, los signos de interrogación recuerdan a una escalera de caracol que serpea hacia lo alto de una torre. Durante toda la vida sentimos la atracción de esos torreones oscuros —los misterios y los secretos—. Cuando la realidad se difumina envuelta en la noche y la bruma, como en una novela policiaca o una película noir, queremos ver, entender, abrir los cerrojos con la ganzúa de nuestros propios ojos.

De esta sed bebe la fascinación actual por la novela negra, un género joven que aflora —según los estudiosos— en la imaginación febril de Edgar Allan Poe. Esas tramas laberínticas se agazapan en las calles hacinadas y oscuras de la ciudad industrial, la jungla de asfalto donde es posible el crimen anónimo y el enigma sobre la identidad del asesino. El crash bursátil y financiero de 1929 dio vida a la literatura negra contemporánea, con su crudo retrato de las turbias conspiraciones urdidas en siniestros sótanos, las nubes de humo y la niebla venenosa que ocultan el delito. Desde entonces, en cada crisis económica vuelve a germinar el noir para recordarnos que esas sucias cloacas no son sino una extensión de los lujosos despachos de la riqueza y el poder.

La palabra “detective” contiene una antigua raíz latina que significa “levantar el tejado”. Descubrir algo implica retirar aquello que lo esconde: detective es quien ve más allá de las fachadas y máscaras. Su oficio consistiría en imitar al Diablo Cojuelo, protagonista de la novela picaresca de Luis Vélez de Guevara. En un momento memorable de nuestro Barroco, encaramado a medianoche a la torre de una iglesia, el demonio ofrece a su acompañante enseñarle todo lo que sucede en la Babilonia española, “y levantando los techos de los edificios, por arte diabólica, se descubrió la carne del pastelón de Madrid, como entonces estaba, patentemente, y tanta variedad de sabandijas racionales”. Al retirar el hojaldre de los tejados, afloran las mezquindades humanas.

Este afán por ver y desvelar que alimenta la ficción policiaca tiene un precedente en la antigua Grecia, allí donde nacieron la democracia y la filosofía. En una ciudad asolada por la peste, Edipo investiga la muerte del rey de Tebas, sucedida años atrás en extrañas circunstancias. Como Sam Spade o Lisbeth Salander, Edipo es terco, violento, perspicaz y desarraigado: abandonado al nacer, no conoce sus verdaderos orígenes ni sus raíces familiares. Una y otra vez sufre presiones para abandonar sus pesquisas (“si en algo valoras tu vida, no investigues”), pero persiste hasta encontrar la verdad, por dolorosa que sea. Tras interrogar a los testigos del crimen, emerge en la memoria de Edipo el recuerdo de una confusa pelea en una encrucijada, de la que huyó tras golpear a un desconocido. Atormentado, descubre que él mismo —sin saberlo— asesinó a su padre y, después, se casó con su madre, cometiendo así parricidio e incesto. Tras el terrible hallazgo, se arranca los ojos. En un impactante giro final, Edipo resulta ser a la vez investigador, juez y asesino.

Igual que en la obra de Sófocles, nuestro mundo vuelve a afrontar una epidemia cuya crudeza y mortandad nos sobrecogen cada día. Ante el horror, algunos han esgrimido que las imágenes de la catástrofe debían quedar ocultas. Las tablas y los números desnudos han escondido los rostros del sufrimiento, arrojando toneladas de frías cifras sobre los estragos de la muerte. Como nos recuerda el fotoperiodista Gervasio Sánchez, la sociedad necesita una memoria de la tragedia, una documentación respetuosa pero irrenunciable de las aristas sensibles del dolor. Ciertas voces lúgubres intentan desprestigiar el saber de los expertos y el papel de la prensa, que siguen siendo los imprescindibles detectives para alzar telones y tejados. El antiguo mito griego nos enseñó a buscar y reclamar la verdad: es el símbolo de quienes queremos ver, aunque nos duela la vista y la vida.

jueves, 3 de junio de 2021

Kilómetro 11, un cuento de Mempo Giardinelli que versa sobre las víctimas de la dictadura argentina

Para Miguel Ángel Molfino

–Para mí que es Segovia –dice Aquiles, pestañeando, nervioso, mientras codea al Negro López–. El de anteojos oscuros, por mi madre que es el cabo Segovia.

El Negro observa rigurosamente al tipo que toca el bandoneón, frunciendo el ceño, y es como si en sus ojos se proyectara un montón de películas viejas, imposibles de olvidar.

La escena, durante un baile en una casa de Barrio España. Un grupo de amigos se ha reunido a festejar el cumpleaños de Aquiles. Son todos ex presos que estuvieron en la U–7 durante la dictadura. Han pasado ya algunos años, y tienen la costumbre de reunirse con sus familias para festejar todos los cumpleaños. Esta vez decidieron hacerlo en grande, con asado al asador, un lechón de entrada y todo el vino y la cerveza disponibles en el barrio. El Moncho echó buena la semana pasada en el Bingo y entonces el festejo es con orquesta.

Bajo el emparrado, un cuarteto desgrana chamamés y polkas, tangos y pasodobles. En el momento en que Aquiles se fija en el bandoneonista de anteojos negros, están tocando “Kilómetro 11”.

–Sí, es –dice el Negro López, y le hace una seña a Jacinto.

Jacinto asiente como diciendo yo también lo reconocí.

Sin hablarse, a puras miradas, uno a uno van reconociendo al cabo Segovia.

Morocho y labiudo, de ojitos sapipí, siempre to-aba “Kilómetro 11” mientras a ellos los torturaban. Los milicos lo hacían tocar y cantar para que no se oyeran los gritos de los prisioneros.

Algunos comentan el descubrimiento con sus compañeras, y todos van rodeando al bandoneonista. Cuando termina la canción, ya nadie baila. Y antes de que el cuarteto arranque con otro tema, Luis le pide, al de anteojos oscuros, que toque otra vez “Kilómetro 11”.

La fiesta se ha acabado y la tarde tambalea, como si el crepúsculo se hiciera más lento o no se decidiera a ser noche. Hay en el aire una densidad rítmica, como si los corazones de todos los presentes marcharan al unísono y sólo se pudiera escuchar un único y enorme corazón.

Cuando termina la repetición del chamamé, nadie aplaude. Todos los asistentes a la fiesta, algunos vaso en mano, otros con las manos en los bolsillos, o abrazados con sus damas, rodean al cuarteto y el emparrado semeja una especie de circo romano en el que se hubieran invertido los roles de fiera y víctimas.

Con el último acorde, El Moncho dice:

–De nuevo –y no se dirige a los cuatro músicos, sino al bandoneonista–. Tocalo de nuevo.

–Pero si ya lo tocamos dos veces –responde este con una sonrisa falsa, repentinamente nerviosa, como de quien acaba de darse cuenta de que se metió en el lugar equivocado.

–Sí, pero lo vas a tocar de nuevo.

Y parece que el tipo va a decir algo, pero es evidente que el tono firme y conminatorio del Moncho lo ha hecho caer en la cuenta de quiénes son los que lo rodean.

–Una vez por cada uno de nosotros, Segovia –tercia El Flaco Martínez. CONTINUAR LEYENDO


"LEER X LEEER. TEXTOS PARA LEER DE TODO, MUCHO Y YA". Plan Nacional de Lectura (Argentina)

Viajando por esos mundos virtuales he encontrado una recopilación de lecturas titulada "Leer X leer", y la verdad es que me he quedado sorprendido por la cantidad de textos que se muestran, así como por su calidad y por los diferentes estilos que aparecen. Hay poesía, cuentos y relatos cortos. Desde aquí podéis acceder a la publicación de la que os dejo el índice de títulos y autores.


  • ¿Sería fantasma?, George Loring Frost 
  • Desayuno, Jacques Prévert 
  • El oso marrón, Mempo Giardinelli 
  • No hables con la boca llena, José Eduardo González 
  • El anillo encantado, María Teresa Andruetto 
  • El Zoo-ilógico, Edgar Alan García  
  • El maestro carnicero, Anónimo inglés, versión de Neil Philip
  • Gigante de ojos azules, Nazim Hikmet 
  • El candidato, Jorge Londero
  • Un huevo, Anónimo japonés 
  • Para bajar a un pozo de estrellas, Marcial Souto
  • Versos sencillos, José Martí 
  • Fantasma sensible, Lieu Yi-king 
  • Sólo dibujos, Virginia del Río 
  • Historia de un rapto entre ogros, J. Desparmet
  • Vivir para siempre, James George Frazer 
  • Cuadernos de Todo y Nada, Macedonio Fernández
  • Sensemayá (Canto para matar una culebra), Nicolás Guillén 
  • La Pelota, Felisberto Hernández
  • Equivocación, Karel Capek
  • La mala memoria, André Breton 
  • A una nariz, Francisco de Quevedo y Villegas
  • Miedo, Shel Silverstein 
  • Servicio de Correos, Orlando Van Bredam 
  • El bombardero, Ema Wolf
  • El anciano sin memoria, Javier Villafañe 
  • La sentencia, Wu Ch’eng-en 
  • A mí no me engañan las hormigas!, Mark Twain 
  • La intrusa, Pedro Orgambide
  • El animal favorito del señor K, Bertold Bretch 
  • El fin, Frederic Brown 
  • El mal estudiante, Jacques Prévert
  • Don Chico que vuela, Eraclio Zepeda
  • Cuento de horror, Marco Denevi 
  • Pájaros Prohibidos, Eduardo Galeano
  • Volver, Idea Vilariño 
  • Escalofriante, Thomas Bailey Aldrich 
  • Todas las casas, Miguel Hernández 
  • El primer beso, Clarice Lispector 
  • Armadura, Liu Siang 
  • Gatidad, José Emilio Pacheco 
  • Susannah, Katherine Mansfield 
  • La rana que quería ser una rana auténtica, Augusto Monterroso 
  • La Soga, Silvina Ocampo
  • Por qué, Elvio Romero 
  • Cansado de escribir sobre pájaros, Juan Carlos Moisés
  • El elefante, Idries Shah 
  • La chica del kiosco, Elsa Stefánsdóttir
  • La semilla milagrosa, León Tolstoi 
  • Episodio del enemigo, Jorge Luis Borges
  • La casa encantada, Virginia Woolf 
  • Sobre las conductas indecorosas en la mesa de mi señor, Leonardo da Vinci 
  • Redondilla (Sátira filosófica), Sor Juana Inés de la Cruz 
  • Traspaso de los sueños, Ramón Gómez de la Serna 
  • El venerable Veneranda, Carlo Manzoni 
  • Llanto por Ignacio Sánchez Mejía, Federico García Lorca 
  • Rimas XVII, XXI y XXIII, Gustavo A. Bécquer 
  • El Señor de la Peña, Eliseo Diego 
  • Pida la palabra, pero tenga cuidado, Julio Cortázar 
  • En la carpeta, Juan Gelman 
  • Ciencia, Héctor G. Oesterheld
  • Cenizas, Alejandra Pizarnik 
  • Explicar y comentar, Jean Tardieu .
  • Los Estatutos del Hombre, Thiago de Mello 
  • El patriota Ingenioso, Ambrose Bierce 
  • Entre la espada y la pared, Cristina Peri Rossi 
  • Epigramas, Ernesto Cardenal 
  • Espantapájaros 18, Oliverio Girondo 
  • Los nuevos hermanos siameses, Oscar Wilde 
  • Inventario, Juan José Arreola 
  • Breve selección de textos breves, Elías Canetti 
  • El silencio de las sirenas, Franz Kafka 
  • ¡Y si después de tantas palabras...!, César Vallejo 
  • La señorita Wilson, Pedro Orgambide 
  • El magnánimo emperador Chang Hung, Adolfo Pérez Zelaschi 
  • Acerca de la observación de los roedores, Celso Román
  • Corso, Rodolfo J. Walsh 
  • Un día de éstos, Gabriel García Márquez 
  • El alfarero, Héctor Tizón 
  • Inmiscusión Terrupta, Julio Cortázar 
  •  La visita, Jorge Enrique Adoum 
  • Exilio, Héctor G. Oesterheld 
  • La verdad es la única realidad, Francisco Urondo 
  • Construcción, Chico Buarque de Hollanda
  • Evasión, Tsui Mintong
  • El bambú de la ventana, Li Hochu 
  • La resurrección de la carne, Angélica Gorodischer 
  • La seducción, Antonio di Benedetto
  • La casada infiel, Federico García Lorca 
  • Sueño de Federico García Lorca, poeta y antifascista, Antonio Tabucchi .
  • Espantapájaros 21, Oliverio Girondo 
  • ¡Ése soy yo!, Ramón Gómez de la Serna 
  • • Sexa, Luiz Fernando Verissimo 
  • Elegía, Miguel Hernández 
  • Una tarde en familia, Carlos Gardini 
  • La langa, Cesare Pavese
  • Los heraldos negros, César Vallejo 
  • El silencio, Felisberto Hernández 
  • El crimen, Edmundo Valadés 
  • El enfermo profesional, Roberto Arlt 
  • Obdulio Varela o el reposo del centrojás, Osvaldo Soriano 
  • Soneto CXVI, William Shakespeare
  • Doble, Luisa Peluffo
  • La muerte de un héroe, Pär Lagerkvist 
  • Donald, Daniel Salzano