domingo, 28 de febrero de 2021

La invención del éxito, la columna de Irene Vallejo en el País Semanal el 28 FEB 2021

El tópico de la inocencia infantil siempre te ha parecido una extraña invención adulta, un efecto colateral de la nostalgia. Del colegio recuerdas más bien las bravuconadas de los líderes y su exuberante picaresca para aprobar exámenes: chuletas tatuadas en la piel bajo las mangas o el reloj, fórmulas grabadas en el boli Bic a punta de compás, apuntes en la papelera, perfeccionadas maniobras de distracción a la autoridad. Quienes aprobaban gracias a esas tretas gozaban de un aura de admiración, mientras que estudiar se consideraba una sumisión burda y sin mérito. Había una clarísima división entre los listos y los empollones, entre los audaces y los obreros del esfuerzo. De adultos, correteando en nuestro patio de recreo digital, seguimos haciendo trampas y falsificando el expediente: fingir es fácil con el filtro adecuado. A través de fotos y frases elegidas, amañamos versiones mejoradas de nosotros mismos. Allí donde chirría hablar de fracaso o soledad, celebramos la multitudinaria fiesta de la realidad maquillada.

En la crónica del significado de las palabras, la evolución del sentido es un espejo de nuestras ideas cambiantes. La mutación del término “éxito” es particularmente reveladora. En latín significaba “desenlace, salida” —de ahí el inglés exit—, asumiendo que el resultado de nuestros afanes es incierto: bueno, malo, o la mezcla de ambos. Todavía en el Siglo de las Luces, Moratín hablaba de “buen éxito” y “éxito infeliz”. Frente a aquella visión equilibrada, sin vencedores o perdedores, hoy solo concebimos el éxito triunfador: ese oscuro objeto de deseo. Para nuestro imaginario colectivo, una buena historia debe tener un final —exit— victorioso, feliz. Más allá del glorioso apogeo, el cuento no tiene nada que contar.

Frente a esta visión, Carlos García Gual señala en La muerte de los héroes que los personajes legendarios siguen siendo fascinantes —y más humanos— cuando envejecen y conocen sus límites. La Odisea narra el regreso de Ulises a Ítaca tras vagabundear durante 10 años de costa a costa, afrontar peligros incontables y amar por el camino, entre otras mujeres y diosas, a la hechicera Circe. Sin embargo, la historia no termina con la conquista del trono y el sosiego hogareño: a Ulises le gustaba más estar volviendo que haber llegado. Quizás por eso, en la Divina comedia Dante recuperó la tradición del último viaje del viejo marino: navegó hacia Hesperia —España—, traspasó las Columnas de Hércules, frontera del mundo conocido, y puso rumbo al sur inexplorado. El anciano héroe y su tripulación habrían muerto en un naufragio del que nadie tuvo noticia.

Curiosamente, la historia de un fracaso puede llegar a ser más consoladora que la de una victoria. Primo Levi evoca en Si esto es un hombre cierto día en Auschwitz, cuando fue obligado a cargar una marmita de 50 kilos llena de comida junto a un joven francés apodado Pikolo. Durante el largo trayecto, Levi recita a su compañero un pasaje del Infierno, de Dante, la arenga de Ulises mientras su navío atraviesa el estrecho de Gibraltar: “Considerad vuestra ascendencia: para la vida animal no habéis nacido, sino para adquirir virtud y ciencia”. Conmovidos, Primo y Pikolo olvidan por un momento la deshumanización del campo de concentración, la salvaje atrocidad de la maquinaria nazi, incluso el peso que acarrean, recordando emocionados al navegante que encara con esfuerzo y orgullo su naufragio final.

La derrota no solo desnuda nuestra ficticia fortaleza, también puede desencadenar sorprendentes epílogos. Cuenta el mito griego que, tras la muerte de Ulises, Penélope visitó a Circe en su isla. Las dos habían amado al héroe ahogado y ambas le habían dado un heredero. En uno de los giros más inesperados y modernos de la leyenda antigua, cada una se enamora del hijo de la otra y, muy civilizadamente, las antiguas rivales se emparejan con sus jovencísimos novios cruzados, convirtiéndose en insospechadas consuegras. Todo un ejemplo de las posibilidades infinitas de ese relato extraño y zarandeado que son nuestras vidas: el éxito no es la única salida.


viernes, 26 de febrero de 2021

PATRIA ES HUMANIDAD (José Martí), un poema de Mario Benedetti

La manzana es un manzano
y el manzano es un vitral
el vitral es un ensueño
y el ensueño un ojalá
ojalá siembra futuro
y el futuro es un imán
el imán es una patria
patria es humanidad

el dolor es un ensayo
de la muerte que vendrá
y la muerte es el motivo
de nacer y continuar
y nacer es un atajo
que conduce hasta el azar
los azares son mi patria
patria es humanidad

mi memoria son tus ojos
y tus ojos son mi paz
mi paz es la de los otros
y no se si la querrán
esos otros y nosotros
y los otros muchos más
todos somos una patria
patria es humanidad

una mesa es una casa
y la casa un ventanal
las ventanas tienen nubes
pero sólo en el cristal
el cristal empaña el cielo
cuando el cielo es de verdad
la verdad es una patria
patria es humanidad

yo con mis manos de hueso
vos con tu vientre de pan
yo con mi germen de gloria
vos con tu tierra feraz
vos con tus pechos boreales
yo con mi caricia austral
inventamos una patria
patria es humanidad

Mario Benedetti
Geografías (1984) 

jueves, 25 de febrero de 2021

Nuestro primer cigarro, un cuento de Horacio Quiroga

Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte.

Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Lucía decía a mamá:

—¡Qué extraño…! Tengo las cejas hinchadas.

Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía, pues después de un rato contestó:

—Es cierto… ¿No sientes nada?

—No… Sueño.

Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta especie hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires.

Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. ¡Esta vez nuestra tía —¡casualmente nuestra tía!— enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.

Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía.

Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso terrenal.

Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.

Pasábamos el día entero huroneando por la quinta, bien que las higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre un fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética primó siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando a medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a la par que científica. CONTINUAR LEYENDO


FORGES Y LA LECTURA


 

lunes, 22 de febrero de 2021

Pauline de S., un cuento de Marcel Proust


Ilustración: Ricardo Figueroa
Me enteré un día de que mi vieja amiga Pauline de S., afectada desde hacía tiempo por un cáncer, no pasaría el año y que se daba cuenta de esto con tal nitidez que el médico, incapaz de engañar su robusta inteligencia, le había admitido la verdad. Pero ella sabía también que hasta el último mes y salvo un imprevisto y siempre posible accidente conservaría su presencia de espíritu e incluso cierta actividad física. Ahora que sabía de sus últimas ilusiones disipadas me era muy penoso ir a verla. Una tarde sin embargo me decidí a ir el día siguiente. Aquella noche no me pude dormir. Las cosas se me presentaban ahora como debían presentársele a ella misma, tan cerca de la muerte, al revés de como se nos aparecen en lo habitual. Incluso los placeres, las diversiones, las vidas, los trabajos singulares ahora insignificantes, insípidos, irrisorios, ridícula, pavorosamente ínfimos e irreales: solamente reales y en primer plano las meditaciones sobre la vida y el alma, las profundidades emocionales de las artes donde sentimos que descendemos al corazón mismo de nuestro ser, la bondad, el perdón, la piedad, la caridad, el arrepentimiento. Llegué a su casa engrandecido, en uno de esos minutos en los que uno no siente más que el alma, el alma que se me desbordaba, despreocupado de lo demás, listo para el llanto. Entré. Estaba sentada en su sillón de siempre cerca de la ventana y a su rostro no lo impregnaba la tristeza que sí tenía en mi imaginación desde días atrás. El adelgazamiento, la palidez enfermiza eran puramente físicos. Los rasgos habían conservado su expresión sarcástica. Tenía en la mano un panfleto político que soltó cuando entré. Charlamos una hora. La brillante conversación seguía como en el pasado ejerciéndose a expensas de las distintas personas conocidas. Un acceso de tos después del cual escupió un poco de sangre la detuvo. Cuando se repuso me dijo:

—Váyase, querido amigo, quisiera no estar cansada esta noche pues espero a algunas personas para cenar. Pero procuremos vernos en estos días. Reserve un palco para una matinée. El teatro de noche me cansa demasiado.

—¿En qué teatro? —le pregunté.

—En el que quiera usted; salvo su aburrido Hamlet o Antígona, ya sabe mis gustos, una obra alegre, algún Labiche si lo ponen por el momento o en su defecto una opereta.

Me fui atónito. Supe por nuevas visitas que la lectura del Evangelio y de La imitación, la música y la poesía, las meditaciones, el arrepentimiento de las injurias pronunciadas o el perdón de las injurias recibidas, las citas con pensadores, sacerdotes, personas cercanas o antiguos enemigos, o las citas consigo misma, estaban ausentes de la casa en la que terminaba su vida. No hablo del ablandamiento físico en sí mismo pues estaba demasiado nerviosa y era demasiado dura como para poder sentirlo. A menudo me preguntaba si aquella no era una actitud, una máscara, si una parte de la vida que me escondía no era la que tenía que haber sido. Supe después que no, que con los otros y hasta consigo misma era como conmigo y como antes. Me pareció que había en ello un endurecimiento, una aberración única. Qué insensato era yo, que vi la muerte tan de cerca y sin embargo retomé mi vida frívola. ¡De qué me sorprendí si ella nunca dejó de estar frente a mis ojos! Todos nosotros, mientras estemos y sin que el médico nos condene aún, acaso no lo sepamos y es que con certeza moriremos. No obstante, los hay —y muchos son— que meditan sobre la muerte para dejar dignamente la vida.

Marcel Proust

jueves, 18 de febrero de 2021

Ladrón de sábado, un cuento de Gabriel García Márquez

 Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.

A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y. mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.

A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.

En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.

Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.

FIN

martes, 16 de febrero de 2021

20 libros clásicos de apenas 200 páginas para leer en un solo día (Librotea de El País)

Leer a los clásicos es una de las asignaturas pendientes de muchos lectores. Entre las innumerables novedades que llegan a las librerías, encontrar un hueco para completar las obras de algunos de los grandes nombres de la literatura puede ser una tarea complicada. Muchas veces hemos leído algo de ellos, otras hemos intentado sumergirnos en sus obras magnas pero la falta de tiempo, el volumen de sus páginas y la exigencia del día han hecho que abandonemos su lectura antes de acabarlas.

Para solventar ese problema, y hacer que rompamos esa barrera con algunos de los autores que todos deberíamos haber leído, una buena estrategia es empezar por objetivos mucho más asequibles. La puerta de entrada a un escritor inmortal puede ser su obra más conocida, sí, pero también una obra breve que, no por menor extensión atesora una calidad literaria más exigua. No es lo mismo intentar entrar en Dostoievski con las más de mil páginas de Los hermanos Karamazov que, por ejemplo, con las poco más de 200 de El jugador. De esta forma, quizás, más tarde seamos capaces de afrontar las obras más extensas del genio ruso.

Al igual que con Dostoievski, muchos asocian literatura rusa con libros extensísimos que se les hacen cuesta arriba, pero hay mucho más que descubrir para los que sean un poco perezosos. Primer amor, de Turguénev, por ejemplo, un prodigio que no llega a las 150 páginas. Y de Pushkin, otro enorme autor ruso, tenemos La hija del capitán, que nos puede llevar luego a Eugenio Oneguin. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 15 de febrero de 2021

Esperanza, un poema de Ángel González

Esperanza,
araña negra del atardecer.
Tu paras
no lejos de mi cuerpo
abandonado, andas
en torno a mí,
tejiendo, rápida,
inconsistentes hilos invisibles,
te acercas, obstinada,
y me acaricias casi con tu sombra
pesada
y leve a un tiempo.

Agazapada
bajo las piedras y las horas,
esperaste, paciente, la llegada
de esta tarde
en la que nada
es ya posible…
Mi corazón:
tu nido.
Muerde en él, esperanza.


domingo, 14 de febrero de 2021

Un ardid, un cuento deGuy de Maupassant

El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise-longue y decía:

-No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no lo quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!… Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

-En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no se le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

-No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.

El médico exclamó con acento asombrado:

-¡Al contrario, señora! Nosotros somos los que tenemos la inspiración después… ¡pero ustedes!… Mire usted, voy a contarle una aventura que le sucedió a una paciente mía, a la que yo creía impecable, una verdadera virtud salvaje. El suceso ocurrió en una capital de provincia. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 12 de febrero de 2021

El sueco, un cuento de Ernesto Cardenal

Yo soy sueco. Y hago notar en primer lugar esta peculiaridad de que soy sueco porque a ello se debió todo el extraño caso de mi vida, el acontecimiento verdaderamente increíble, que hoy me propongo relatar. Yo soy sueco, pues, como iba diciendo, y me llamo Eric Hjalmar Ossiannilsson. Sucedió que vine, aún joven, por el año 1897 a esta pequeña república de Centroamérica (en la que aún me encuentro), con el objeto de buscar una curiosa especie de la familia de las Iguanidae, que yo considero descendiente muy directa del dinosaurio. Mi viaje fue, sin embargo, con tal mala suerte, que apenas había acabado de cruzar la frontera cuando caí preso. Por qué caí preso no se espere que lo explique; que he concentrado toda mi mente durante años tratando de explicármelo sin ningún éxito y creo que no hay nadie en el mundo que lo sepa. El país estaba entonces en revolución y mi aspecto nórdico causaría suspicacias, además de que yo no podía hacerme entender de nadie por desconocer el idioma; aunque es evidente que ninguna de estas causas por sí solas son suficientes para caer preso. Pero, en fin, ya he dicho que es completamente inútil tratar de explicárselo; sencillamente, caí preso.

De nada me sirvió el que en un idioma imperfecto tratara de hacerles ver que yo era sueco. Mi convicción de que el representante de mi país llegaría a rescatarme se desvaneció con el tiempo, cuando descubrí que ese representante no solo no podía entenderse conmigo, porque no sabía sueco y jamás había tenido la menor relación con mi país, sino que también era un anciano de más de noventa años y enfermo y que además a menudo caía preso. Allí en la cárcel conocí a un sinnúmero de personalidades importantes de la república, que también acostumbraban a menudo a caer presos: expresidentes, senadores, militares, señoras respetables y obispos, y aún una vez incluso el mismo jefe de policía. La llegada de estas personas, que ocurría generalmente en grandes grupos, ocasionaba toda clase de disturbios en la cárcel; visitantes, mensajes, envío de viandas, sobornos al carcelero, motines y, a veces, hasta fugas. A causa de esa constante afluencia de presos, la situación de nosotros, los que teníamos ya un carácter más per­manente en la cárcel, era continuamente modificada. De una celda individual, relativamente confortable, me pasaban a una sala en la que encerraban a cien o doscientas personas, o si no, un agujero en el que difícilmente cabía un cuerpo. Lo que era peor, si había demasiados huéspedes en la cárcel y todas las celdas estaban llenas, me trasladaban a la cámara de tortura, que tal vez estaba desocupada por no tener ningún castigado. Pero digo mal, sin embargo, cuando digo la cárcel, pues eran muchas y frecuentemente se nos cambiaba de una a otra. Yo creo haberlas recorrido casi todas. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 11 de febrero de 2021

SOLEDADES, un poema de Mario Benedetti recitado por él mismo.


Ellos tienen razón
esa felicidad
al menos con mayúscula
no existe
¡ah! pero si existiera con minúscula
seria semejante a nuestra breve
presoledad

después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad

ya sé que es una pobre deformación
pero lo cierto es que en ese durable minuto
uno se siente
solo en el mundo

sin asideros
sin pretextos
sin abrazos
sin rencores
sin las cosas que unen o separan
y en esa sola manera de estar solo
ni siquiera uno se apiada de uno mismo

los datos objetivos son como sigue

hay diez centímetros de silencio
entre tus manos y mis manos
una frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos

claro que la soledad no viene sola

si se mira por sobre el hombro mustio
de nuestras soledades
se verá un largo y compacto imposible
un sencillo respeto por terceros o cuartos
ese percance de ser buenagente

después de la alegría
después de la plenitud
después del amor
viene la soledad

conforme
pero
qué vendrá después
de la soledad

a veces no me siento
tan solo
si imagino
mejor dicho si sé
que mas allá de mi soledad
y de la tuya
otra vez estás vos
aunque sea preguntándote a solas
qué vendrá después
de la soledad.

miércoles, 10 de febrero de 2021

El León, el Lobo y la Zorra, un cuento-fábula recopilada por Jean de La Fontaine

 Un León decrépito, paralítico, y al cabo ya de sus días, pedía el remedio para la vejez. A los reyes no se les puede decir imposible. Envió a buscar médicos entre todas las castas de animales, y de todas partes llegaron los doctores, bien provistos de recetas. Muchas visitas le hicieron, pero faltó la de la Zorra, que se mantuvo encerrada en su guarida. Un Lobo, que también hacía la corte al monarca moribundo, denunció al ausente camarada. El rey mandó que en el acto hicieran salir a la Zorra de su madriguera, y la llevaran a su presencia. Llegó, se presentó, y sospechando que el Lobo había llevado el chisme, habló así al León:

-Mucho temo, señor, que informes maliciosos hayan achacado a falta de celo la demora de mi presentación. Quiero que sepas, pues, que estaba peregrinando, en cumplimiento de cierta promesa que hice por tu salud, y he podido tratar en mi viaje con varones expertos y doctos, a quienes he consultado sobre la postración que te aqueja y aflige. Lo único que te falta es calor: los años lo han gastado.

-¿Y qué tengo que hacer? -preguntó el León.

-Que te apliquen la piel caliente y humeante de un Lobo, desollándolo vivo. Es remedio excelente para una naturaleza desfallecida. Ya verás qué camiseta interior tan buena te proporciona el señor Lobo.

Pareció bien el remedio al monarca, y mandó desollar en el acto al Lobo. Lo descuartizaron e hicieron tajadas. Cenó de ellas el León y se abrigó con su pellejo.

Se puede adular sin chismes y sin exponerse a ser descubiertos. Los chismosos son castigados con mucha frecuencia.

FIN

Fables, 1668

martes, 9 de febrero de 2021

Definiendo el amor, un poema de Francisco de Quevedo

Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo;
enfermedad que crece si es curada.

Este es el niño Amor, este es su abismo.
¿Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!

lunes, 8 de febrero de 2021

"Hay que leer siempre lápiz en mano", George Steiner

Notas de Vladimir Nabokov a La metamorfosis de Kafka

En efecto. Y lo repito: casi es posible definir al judío como aquel que siempre lee lápiz en mano porque está convencido de ser capaz de escribir un libro mejor que el que está leyendo. Es una de las grandes arrogancias culturales de mi pequeño y trágico pueblo.

Hay que tomar notas, hay que subrayar, hay que luchar contra el texto, escribiendo al margen: “¡Qué estupideces! ¡Vaya ideas!”. No hay nada tan fascinante como las notas marginales de los grandes escritores. Es un diálogo vivo. Erasmo dijo : “El que no tiene libros destrozados es que no los ha leído”. Es in extremis pero encierra una gran verdad. Tener unas obras completas es recibir a un invitado a quien damos las gracias y de quien también toleramos los defectos, que incluso llegan a gustarnos. Y, años más tarde, por esnobismo o arrogancia de mandarín, tratamos de ocultar los rastros de lecturas equivocadas o falsas interpretaciones. ¡Pero es una tontería! Las puertas de la poesía se me abrieron cuando mi padre me regaló, a orillas del Sena, en los muelles -costaba cuatro perras, nadie lo quería-, Los Trofeos de José María de Heredia. Aquí la tengo, mi primera edición de Heredia. Todavía hoy sigo sintiendo que tengo una enorme deuda con ese señor muy estirado, muy pomposo, muy académico, y a pesar de todo gran poeta. El hallazgo de un libro puede cambiar una vida. Estoy (he contado esta anécdota varias veces) en la estación de Fráncfort, entre un tren y otro y -eso solo podía ocurrir en Alemania, donde había buenos libros en los quioscos- veo un libro; no conozco el nombre del autor: CELAN. El nombre de Paul Celan me intriga. Abro el libro en el quiosco mismo y me topo con esta primera frase: “En los ríos, al norte del futuro…”. Casi pierdo el tren. Y cambió mi vida para siempre. Sabía que es libro escondía algo inmenso que iba a formar parte de mi vida.

La experiencia de un libro es la más peligrosa y la más apasionante que hay. Obviamente, un libro puede corromper; es absurdo no reconocerlo abiertamente. Hay lecciones de sadismo en los libros, hay lecciones de crueldad política, de racismo. Y como pienso que Dios es el tío de Kafka (estoy convencido), no nos pone las cosas fáciles. Parece ser que, poco antes de morir, Sartre -que no era muy dado a prodigarse en elogios- dijo: “Solo uno de nosotros sobrevivirá: Céline”. Lo dijo Sartre. Es evidente que Proust y Céline se dividen la lengua francesa moderna. No hay un tercero. Y pensar que Dios ha permitido a ese asesino antisemita, a ese hooligan, a ese gángster del alma que fue Céline como escritor (no lo era en la vida real, lo que complica aún más las cosas), crear una nueva lengua y luego escribir De un castillo a otro y Norte (dos obras maestras shakespearianas, a mi juicio), me llena de desazón. Me deja muy agradecido y muy enfadado a la vez. Y trato de apartar de mí ciertos libros que son un veneno destructor.

George Steiner
Un largo sábado
Conversaciones con Laure Adler

domingo, 7 de febrero de 2021

Los amos, un cuento del dominicano Juan Bosch

Crueldad, miseria humana tanto física como espiritual…


Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.

-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.

Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.

Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.

Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.

-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.

-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.

-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.

Don Pío caminó arriba.

-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.

-Arrímese pa aquel lao y la verá.

Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.

-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío.

-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.

-¿La calentura?

-Unjú, me ta subiendo.

-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito…

-¿Va a traérmela? -insistió la voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.

-¿Va a buscármela, Cristino?

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.

-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el frío.

-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.

Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.

-Si: ya voy, don -dijo.

-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don Pío.

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.

-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.

El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.

-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.

Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.

-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien.

Ella asintió con la mirada.

-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.

FIN

viernes, 5 de febrero de 2021

Al dolor del parto, un poema de la poeta costarricense Ana Istarú (1995).

Hola dolor, bailemos.

Serás mi amante breve

en este día.

Tu sirena de barco,

tus anillos sonoros en mi boca:

ya lo sé.

Oh bestia de Jehová,

muerdes a quemarropa.

Hola dolor.

Baillemos, qué más da.

Ya te miraré arder, rabioso,

solo en tu ronda

y yo botando espuma por los pechos,

gozando al reyezuelo,

oliendo el grito de oro

del niño que parí.

 

(De Verbo madre, 1995)


 


jueves, 4 de febrero de 2021

Elogio de la suegra, un artículo de Irene Vallejo publicado en El País el 28 de enero de 2021

El virus ha arrebatado a los mayores la infancia de los más pequeños, abriendo ausencias y distancias

Mucho antes del actual descrédito de la clase política ya era costumbre despotricar contra la familia política. Atávicamente, acogemos con suspicacia los parentescos sobrevenidos. La incorporación más reciente a esta nómina es el cuñado, orador de sobremesa convertido en paradigma del tipo insoportable con recetas infalibles para cualquier dilema. El cuñadismo —hoy, una categoría mental— es el último eslabón de un recelo con milenios de historia.

La víctima más antigua de este prejuicio es, sin duda, la suegra, cuyo desprestigio remonta a sociedades donde las recién casadas dejaban su hogar para vivir en la casa del marido. Se creía que la joven esposa estaba condenada a enemistarse con la matrona, idea abonada por otra ancestral creencia: la eterna rivalidad entre mujeres, incapaces de crear vínculos de colaboración. Hace 23 siglos, el dramaturgo romano Terencio estrenó su comedia La suegra. En ella, Sóstrata es acusada —sin causa— de haber provocado la ruptura entre su hijo y Filomena, su atormentada esposa. Cuajada de secretos e intrigas, la obra reflexiona sobre la ligereza con que todos endilgan la culpa a Sóstrata, y da voz a su queja: “No es fácil justificarse: todos están convencidos de que todas las suegras son malvadas”. El tópico sigue tan vivo que, a principios del siglo pasado, inspiró el nombre de un juguete, el matasuegras, así llamado en alusión —dicen los lexicógrafos— a la lengua larga y venenosa de las madres políticas.

Uno de los libros más conmovedores de la Biblia narra precisamente la honda amistad entre dos mujeres de distinta sangre: Noemí y su nuera Rut. Al quedar las dos viudas, Noemí decide volver a Belén, su ciudad natal, y anima a la moabita Rut a regresar junto a su madre. Pero Rut responde: “No insistas en que te deje: donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios”. Extranjera y pobre, Rut sale a espigar tras los segadores. El rico propietario de los campos se enamora de ella y le ofrece matrimonio. Cuando les nace un hijo, Noemí, que no es pariente del bebé, lo mece en su regazo, haciendo de nodriza. Las mujeres de Belén le dicen: “Este niño será el consuelo de tu vejez, pues te lo ha dado tu nuera que tanto te ama”.

La ridícula caricatura de la suegra parece obviar que hoy la sociedad se tambalearía sin los cuidados y el afecto generacional que trenzan las abuelas con sus nietos. Una arista callada y particularmente dolorosa de la pandemia que sufrimos es la separación forzosa de los niños y sus abuelos. Como un distópico flautista de Hamelín, el virus ha arrebatado a los mayores la infancia de los más pequeños, abriendo ausencias y distancias.

En la película Cuentos de Tokio, de Yasujiro Ozu, una pareja de jubilados emprende un largo viaje para visitar a sus hijos, pero ellos, muy ocupados, no tienen tiempo de atenderlos. Al cabo de unos días se han convertido en una carga que todos intentan quitarse de encima. Solo la nuera viuda, Noriko, muestra cariño por sus suegros, y pide unos días de permiso en el trabajo para acompañarlos. Sutil y contenido, Ozu medita sobre la vejez, la gratitud y los frágiles lazos que tejen las familias. La tristeza que emana de este filme es universal, a todos nos escuece la memoria por esas veces en que defraudamos a los nuestros: compañías negadas, muros de distancia que levantaron nuestras prisas o el trabajo, ausencias en momentos que importaban. Durante años hemos reclamado la ayuda de los abuelos con los niños; ahora, en las residencias, los mayores sufren como nadie la soledad y el miedo.

Todos los parentescos se construyen, se cuidan, se cultivan. Los anglosajones denominan in-law —afectos por imperativo legal— a quienes nosotros llamamos parientes políticos, dando una oportunidad al diálogo y al acuerdo. Frente a los viejos estereotipos, cada pareja forja con su suegra, igual que Sóstrata, Noemí o Noriko, peculiares equilibrios, que son únicos, para sostener ese triángulo íntimo. Como en cualquier relación, nos ayudará evitar otras figuras geométricas: las mentes cuadradas y los círculos viciosos.

miércoles, 3 de febrero de 2021

Un señor muy viejo con alas enormes, un cuento de Gabriel García Márquez

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

FIN

martes, 2 de febrero de 2021

Te quiero, un poema escrito y recitado por Mario Benedetti


Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro

tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero

y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola

te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.

lunes, 1 de febrero de 2021

Interesante entrevista a Irene Vallejo, autora de "El infinito en un junco" en El Confidencial Digital ECD

Gracias por poner los libros en prime time.

No esperaba en absoluto esta acogida. Suponía que el tema no tenía un gran atractivo para el gran público, y ha sido una sorpresa. Son los lectores quienes han colocado los libros en primera plana.

El éxito de su ensayo demuestra que las humanidades importan a pie de calle.

Supongo que cuando sucede un fenómeno de este estilo es porque había un público huérfano con inquietudes no canalizadas. Lo escribí sin aspiraciones de éxito. Por una parte, el ensayo siempre ha sido hermano menor de la literatura, sobre todo frente a la narrativa. Por otra, el tema no era ni de actualidad, ni político. Pensaba en un interés para un público determinado, pero no me imaginaba esta acogida, y todo esto me ha hecho reflexionar. Hay más sed de humanidades en el debate público de lo que pensábamos. Si se arrincona un tema es difícil que su ausencia sea motivo de conversación.

Estas páginas compradas, leídas y premiadas son, también, una manera elegante de ir a contracorriente de una corriente que no habla de libros, sino de Netflix; ni de humanidades, sino de eficiencia…

Estudié Filología Clásica que, dentro de las Letras, ya parece una opción particularmente insensata, y me pasé muchos años de carrera y doctorado teniendo que explicarle a mucha gente por qué es bueno que existan estos estudios y estas materias. Quienes las elegimos estamos sometidos a un asedio constante. Si algo me ha enseñado la experiencia es que, cuando se defienden las humanidades o la importancia de los clásicos del mundo antiguo, nada se puede dar por hecho. Merece la pena razonar las explicaciones trascendiendo los argumentos de autoridad. Esta batalla hay que librarla e intentar argumentarla bien, porque demasiada gente no entiende la pervivencia de las humanidades, o quizás las sientan tan lejanas y distantes que crean que no tienen nada que ver con el mundo contemporáneo.

En el camino de la argumentación, es bueno que nos preguntemos cuáles son los motivos que hacen que las humanidades sean necesarias, vitales e iluminadoras. La obligación de los humanistas es ser capaces de mostrar el atractivo del mundo clásico y divulgar con acierto las razones de su vigencia, porque allí está el contrapunto que nos explica quiénes somos. La experiencia acumulada de la historia está directamente ligada a las proyecciones del futuro.

Parece que si al pueblo le ofreces caviar, el pueblo no es tonto.

Siempre he pensado que hay que escribir confiando en la inteligencia de los lectores, y no bajando el listón de entrada. Las cuestiones que aborda El infinito en un junco yo las había trabajado como investigadora, y había publicado una tesis con el lenguaje académico habitual. Pero tenía la sensación de que podía suscitar interés más allá del círculo de los especialistas y me plantee escribirlo. Mi reto era contar la historia de una forma que fuera atractiva y, hasta cierto punto, adictiva. Que se pudiera leer con el placer con el que se lee una novela. Hice una renovación de la forma del ensayo histórico o humanístico, como queramos llamarlo, inspirándome en modelos anglosajones y en ensayos españoles que en los últimos años han revolucionado el panorama, como Librerías, de Jorge Carrión, o La España vacía: viaje por un país que nunca fue, de Sergio del Molino.

Habla usted de una relación estrecha entre humanidades, lectura, diálogo y democracia. ¿Dónde ve usted el quid de la crisis de la democracia?

Parto de la idea de que la democracia es un sistema que reposa en equilibrios frágiles, porque no lo somete todo al poder y al control autoritario. Un modelo de gobierno basado en el consenso es mucho más difícil que el que pivota en el uso de la fuerza. La democracia es un gran diálogo sometido a muchas amenazas, por eso es importante que la palabra fluya con libertad y atienda a los argumentos. El ejemplo de la fragilidad de la democracia es el nacimiento de este sistema en la antigua Grecia, donde fue un experimento breve, porque tuvo muchos adversarios y muchos problemas. Esa fragilidad la convierte en un intento humano asombroso, por eso es necesario alertar constantemente de que no es un sistema que se sostenga por inercia y requiere nuestra protección. La ciudadanía de una democracia debe ser más activa.

El infinito en un junco habla de los libros, pero también de las ideas de las que esos libros han sido portadores, que se habrían perdido si no hubiese existido la forma de plasmarlas y hacerlas perdurar. La crisis de la democracia está muy asociada a la crisis de la palabra y del discurso. Por eso reivindico la importancia de las humanidades y del pensamiento, que son la base del diálogo. Si entre todos tomamos decisiones que nos afectan como sociedad, es muy importante que desarrollemos la capacidad de ponernos en el lugar del otro, y el teatro, la literatura o la filosofía nos dan las herramientas para acertar en esas decisiones. La suerte de la palabra, el lenguaje, el debate, el diálogo y la democracia están muy unidas. Cuando se hiere de muerte a las humanidades y a las normas que rigen las humanidades, se fragmenta la confianza, se extienden los bulos… Si fallan los cimientos esenciales, todo se tambalea. CONTINUAR LEYENDO