lunes, 31 de agosto de 2020

"EL BANNQUETE". Un cuento del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.

Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.

Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción. CONTINUAR LEYENDO



sábado, 29 de agosto de 2020

Vendrán las lluvias suaves, un cuento de Raid Bradbury

El reloj continuó con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. "Las siete y uno, el desayuno, ¡las siete y uno!"

En la cocina, el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido interior ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos, dieciséis tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca.

"Hoy es 4 de agosto de 2026", dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina, "en la ciudad de Allendale, California". Repitió la fecha tres veces para que todos la recordaran. "Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario del casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y electricidad".

En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos.

"Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, ¡ocho y uno!" Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó suavemente: "Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy..." Y la lluvia caía sobre la casa vacía, despertando ecos.

Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado. 

Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.

A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra. Una pala de aluminio los llevó a la pileta, donde recibieron un chorro de agua caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el distante mar. Los platos sucios cayeron en la lavadora caliente y salieron perfectamente secos.

"Nueve y quince", cantó el reloj, "hora de limpiar".

De los reductos de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños animales de la limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones. Golpeaban contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras, absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores, volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se esfumaron. La casa estaba limpia.

"Las diez". Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie. Durante la noche, la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros de distancia.

"Las diez y quince". Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas, llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca. Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.

Quedaban las cinco zonas de pintura; el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una delgada capa de carbón. CONTINUAR LEYENDO

Con la cara hacia arriba, un cuento de Stephen Crane.

 

I

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó el ayudante, inquieto y agitado.

—Enterrarlo —respondió Timothy Lean.

Los dos oficiales bajaron la vista hacia el cuerpo de su compañero, que yacía tendido a sus pies. Tenía el rostro azulado; los ojos brillantes miraban al cielo. Por encima de las dos siluetas de pie, se oía el silbido de las balas, y en la cima de la loma, la postrada infantería Spitzbergen disparaba rítmicas descargas cerradas.

—No crees que sería mejor… —empezó a decir el ayudante—. Podríamos dejarlo aquí hasta mañana.

—No —dijo Lean—. No voy a poder sostener nuestra posición más de una hora. Tengo que retroceder y debemos enterrar al viejo Bill.

—Por supuesto —replicó el ayudante de inmediato—. ¿Tus hombres tienen herramientas de trinchera?

Lean gritó en dirección a la pequeña línea de fuego, y dos hombres se acercaron lentamente, con un pico y una pala. Se quedaron mirando en dirección a los tiradores apostados de Rostina. Las balas restallaban cerca de sus oídos.

—Cava aquí —ordenó Lean, de mal humor.

Los hombres, obligados a bajar la vista hacia el césped, empezaron a darse prisa y a sentir miedo pues no podían ver de dónde venían las balas. El golpe seco del pico golpeando contra la tierra resonaba entre el rápido estallido de las balas cercanas. Al poco rato, el otro soldado raso empezó a cavar con la pala.

—Supongo —dijo el ayudante, despacio— que deberíamos buscar en la ropa… cosas.

Lean asintió. Juntos, ensimismados en forma extraña, observaron el cadáver. Entonces, Lean agitó los hombros, como si se despertara de improviso.

—Sí —respondió—, será mejor que veamos qué tiene.

Se puso de rodillas y acercó las manos al cuerpo del oficial muerto. Pero las manos le temblaron sobre los botones de la chaqueta. El primer botón tenía un color rojo ladrillo debido a la sangre seca, y Lean, al parecer, no se atrevía a tocarlo.

—Vamos, sigue —dijo el ayudante, con voz ronca.

Lean extendió la mano rígida y sus dedos manipularon con torpeza los botones manchados de sangre. Por fin se levantó con la cara pálida. Encontró un reloj, un silbato, una pipa, una bolsa de tabaco, un pañuelo, un pequeño estuche de naipes, y papeles. Miró al ayudante. Se hizo un silencio. El ayudante sentía que se había portado como un cobarde al permitir que Lean llevara a cabo por sí solo la deprimente tarea. CONTINUAR LEYENDO

Canción de amor, un poema de Rainer María Rilke

¿Cómo sujetar mi alma para
que no roce la tuya?
¿Cómo debo elevarla
hasta las otras cosas, sobre ti?
Quisiera cobijarla bajo cualquier objeto perdido,
en un rincón extraño y mudo
donde tu estremecimiento no pudiese esparcirse.

Pero todo aquello que tocamos, tú y yo,
nos une, como un golpe de arco,
que una sola voz arranca de dos cuerdas.
¿En qué instrumento nos tensaron?
¿Y qué mano nos pulsa formando ese sonido?
¡Oh, dulce canto!

miércoles, 26 de agosto de 2020

Tres poemas de Ernesto Cardenal

Como latas de cerveza vacías

Como latas de cerveza vacías y colillas
de cigarrillos apagados, han sido mis días.
Como figuras que pasan por una pantalla de televión
y desaparecen, así ha pasado mi vida.
Como automóviles que pasaban rápidos por las carreteras
con risas de muchachas y músicas de radios…
Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos
y las canciones de los radios que pasaron de moda.
Y no ha quedado nada de aquellos días, nada,
más que latas vacías y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas, boletos rotos,
y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.

Me contaron

Me contaron que estabas enamorada de otro
y entonces me fui a mi cuarto
y escribí este artículo contra el Gobierno
por el que estoy preso.

Al perderte

Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido:
yo porque tú eras lo que yo más amaba
y tú porque yo era el que te amaba más.
Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo:
porque yo podré amar a otras como te amaba a ti
pero a ti no te amarán como te amaba yo.

«Al fin, algo de noche», un poema de Ángel González

Cuelga la noche su sombrío velamen
en las jarcias del miedo
y avanza con su negra arboladura
de lejos impulsada por la aurora.

Rompe el mar— o su ausencia— en el recuerdo.

Balizado de astros,
el altísimo mástil cabecea:

aire en el aire,
tiempo a la deriva,
obra muerta de sueños que la luz desvanece.

Su capitán, el viento.

Insomne pasajero de las sombras,
yo me dejo llevar por sus designios
cantando alegre en la popa.

domingo, 23 de agosto de 2020

"Sombras, censuras y tabús en los libros infantiles", un libro del escritor, investigador literario y editor venezolano Fanuel Hanán Díaz. Lo ha publicado en España este año Ediciones de la Universidad Castilla-La Mancha.

 ÍNDICE

1. La censura en el discurso para la infancia

2. ¿Existen temas tabús en la literatura infantil?

3. La sombra en el discurso para la infancia

4. Lo políticamente correcto

5. Realidad y realismo social y crítico

6. Lecturas retadoras

7. El lenguaje simbólico para retratar la realidad

8. Mediación y temas difíciles

9. Libros perturbadores: una categoría a la sombra

10. ¿Nuevos temas difíciles para la LIJ?

11. Bibliografía


jueves, 20 de agosto de 2020

La salud de los enfermos, un cuento de Julio Cortázar.

Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.

Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá. CONTINUAR LEYENDO

martes, 18 de agosto de 2020

El cuento del joven marinero, un cuento de Isak Dinesen (Baronesa Karen Christenze von Blixen-Finecke] Dinamarca: 1885-1962)

El bricbarca Charlotte había zarpado de Marsella y navegaba rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero llamado Simón, en la cubierta mojada y balanceante, se sujetaba a un obenque y miraba hacia las nubes viajeras y la verga del mastelerillo del palo mayor.
Un ave, buscando refugio en el mástil, se había enredado las patas en una driza suelta de algún aparejo, y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El chico de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de un lado a otro.

Por su propia experiencia en la vida, había llegado a la convicción de que en este mundo cada cual debía cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás. Pero aquella lucha muda, mortal, lo tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se preguntaba qué clase de ave sería. En los últimos días habían venido a posarse numerosas aves en las jarcias del bricbarca: golondrinas, codornices y un par de halcones peregrinos; le parecía que esta vez se trataba de un halcón peregrino. Recordaba que hacía muchos años, en su país, cerca de su casa, vio una vez un halcón peregrino posado en una piedra, a poca distancia, y echar a volar. A lo mejor era la misma ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá y ahora está aquí».

Esto despertó en él un sentimiento de simpatía y de tragedia; siguió mirando al ave con el corazón en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros para reírse de él; empezó a pensar cómo podía trepar por las jarcias para ayudar al halcón. Se echó el pelo hacia atrás, se subió las mangas, miró por toda la cubierta y empezó a trepar. Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo oscilante.

Al llegar a lo alto del mástil comprobó que era, efectivamente, un halcón peregrino. Cuando su cabeza llegó a la altura del ave, esta dejó de debatirse y lo miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que sujetarla con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la driza. Se asustó al mirar hacia abajo; pero a la vez pensó que no se lo había ordenado nadie, que era su propia aventura, y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora; como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo fueran todo uno. Justo cuando la hubo liberado, el ave le dio un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo sangre y estuvo a punto de soltarla. Se enfadó con ella y le dio una ligera cachetada; a continuación se la metió en el interior de la chaqueta y bajó.

Cuando llegó a la cubierta, se encontraban allí el piloto y el cocinero mirando; le preguntaron a voces a qué había subido al mástil. Él estaba tan cansado que tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón y lo enseñó, mientras este permanecía quieto entre sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír y se fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió y se quedó mirándola. Al cabo de un rato pensó que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza cubierta, así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre un rollo de lona. Poco después empezó a ordenarse las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y de repente echó a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón».

Cuando regresó el Charlotte, Simón se enroló en otro barco; y dos años más tarde era un avispado marinero de la goleta Hebe, fondeada en Bodo, en la costa norte de Noruega, donde había entrado a cargar arenque. CONTINUAR LEYENDO


Espejismo, un artículo de Irene Vallejo publicado en El País el 16/08/2020.

El día del descubrimiento, tu hijo jugaba frente al espejo. Súbitamente, entre muecas y piruetas, se detuvo en un instante mudo, con la mirada absorta. Abrió los ojos y entendió, de pronto, que el niño de rizos disparatados al otro lado del cristal no era otro que él mismo. Estalló en carcajadas mientras exploraba su reflejo, y su mente atravesó una misteriosa frontera: había aprendido en qué consiste tener un cuerpo. Acababa de estrenar su imagen y había que bailar para celebrarlo. No era la danza de la lluvia, sino del yo.

Una escena así —inocente, tierna, ególatra— es en realidad un fenómeno reciente. Los espejos de nuestros antepasados estaban hechos de metal bruñido, que se volvía opaco con el paso del tiempo. Apenas reflejaba nada más que sombras y contornos, por eso san Pablo escribió: “Vemos como en un espejo, oscuramente”. En el siglo XIII se inventó el cristal azogado, pero durante muchos siglos fue una posesión cara y prohibitiva, un lujo de ricos cuyas inquietantes imágenes provocaban asombro y extrañeza.

Un antiguo relato japonés cuenta la historia de un cestero que acababa de perder a su padre, a quien tanto se parecía físicamente. Un día de feria, su mirada se posó en una mercancía nunca vista: un disco de metal brillante y pulido. El cestero creyó que su padre le sonreía desde el espejo y, maravillado, pagó con sus ahorros la extraña alhaja. Ya en casa, lo escondió en un baúl. Todas las mañanas interrumpía su trabajo y subía al desván a contemplarlo. Cierta vez, su mujer lo siguió hasta el escondite e, intrigada, tomó el objeto, miró y vio reflejado el rostro de una mujer. Gritó a su marido: “Me engañas, tienes una amante y vienes a mirar su retrato”. “Te equivocas, aquí veo a mi padre otra vez vivo, y eso alivia mi dolor”. “¡Embustero!”, contestó ella. Los dos acusaron al otro de mentir y se hicieron amargos reproches. Una anciana tía quiso interceder en la disputa y juntos subieron al granero. La mediadora contempló el disco metálico y sacudiendo la mano dijo a la esposa: “Bah, no tienes que preocuparte, solo es una vieja”. Según la leyenda, es difícil mirarse en el espejito, espejito, sin trampas, sin filtros, con todas nuestras fragilidades a cuestas. Allí tendemos a ver no solo la imagen que tenemos, sino la que tememos.

Nuestra época, hechizada por la publicidad y deslumbrada por las redes sociales, nos invita a mirarnos sin pausa: cada día, posamos ante el móvil y compartimos con el mundo más de un millón de autorretratos. Sin embargo, durante los milenios ciegos, antes de los reflejos, de la fotografía, de los vídeos, la mayoría de los seres humanos ignoraban el aspecto de su propio rostro y los rastros que arañaba el arado del tiempo. Nuestros antepasados apenas podían intuirse en un estanque, en el fondo brillante de una olla metálica o en un atisbo de cristal. No se conocían, no se veían. En las mansiones de los poderosos, la adulación de los pintores halagaba sus vanidades embelleciendo los retratos. Ahora, rodeados de espejos y cámaras, caemos en la misma tentación de falsear nuestra apariencia con las herramientas de un programa informático o los retoques de una aplicación. La cruda realidad nos asusta y nos disgusta. En la marea veraniega de la obsesión por los cuerpos perfectos, fabricamos espejismos —fuertes, esbeltos, bellos—, quizá porque solo sabemos amarnos cuando somos irreconocibles.

Según la mitología clásica, Narciso se enamoró de sí mismo cuando se acercó a beber de un río. Creía que bajo la superficie le sonreía otra persona, pero, cada vez que acercaba la mano para acariciarla, enturbiaba el agua y el deseado rostro se rompía. Insensible al resto del mundo, seducido sin saberlo por su propia imagen, Narciso se dejó morir postrado sobre su reflejo. En el lugar de su muerte brotó una flor, el narciso, con pétalos blancos que aún parecen inclinarse en busca de un espejo para su propia belleza. Hoy, como en la leyenda griega, llevamos la contraria a la máxima bíblica: no amamos al prójimo como a nosotros mismos, sino que nos amamos —y nos fotografiamos— como si fuéramos otro.

lunes, 17 de agosto de 2020

La mujer más hermosa de la ciudad, un cuento de Charles Bukowski

Cass era la más joven y hermosa de cinco hermanas. Cass era la mujer más hermosa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decían que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una máquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no les sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: “No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y nada dentro…” Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.

Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidiaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza parecía, por el contrario, realzarla.

Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 14 de agosto de 2020

La fábula de los ciegos, un cuento de Hermann Hesse

Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.

FIN

jueves, 13 de agosto de 2020

EVELINE, un cuento de James Joyce

Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contra las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba sentada.

Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.

¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:

-En la actualidad está en Melbourne.

Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba. CONTINUAR LEYENDO

martes, 11 de agosto de 2020

LA EDUCACIÓN COMO LECTURA, un artículo de Juan Mata

Cualquier reflexión en torno a la educación y la lectura debería partir del hecho de que la lectura ha dejado de presentarse con la «L» mayúscula que la ha caracterizado prácticamente hasta la segunda mitad del siglo XX y se ofrece ahora con una modesta «l» minúscula que, no obstante, la ha hecho más accesible y plural. Más contradictoria también. Esa «minuscularidad» de la lectura tiene el inconveniente, o quizá la ventaja, de presentarla como una práctica cultural cada vez más compleja y más vulnerable. Por otra parte, la educación, tal como se ha venido entendiendo hasta nuestros días, se consideraba la puerta que permitía el acceso al caudal de los libros y, por tanto, de la gran cultura, cuyo fruto cierto era la emancipación individual y social. Educación y lectura constituían un emparejamiento indudable, prometedor. Ya no ocurre exactamente igual. Esa consideración humanista de la educación y la lectura ha perdido influencia. No constituye ya la principal referencia de los discursos pedagógicos o literarios, aunque sigue inspirando la actividad de miles de personas en todo el mundo. La cuestión ahora es dilucidar si la educación puede seguir haciendo algo por la lectura. Y en qué términos. Tratar de aclarar algunos de esos extremos, aquellos en los que están en juego el porvenir de una relación tenida hasta ahora como incuestionable, es el propósito de este artículo. ACCEDER AL ARTÍCULO


lunes, 10 de agosto de 2020

LA CUESTA DE LAS COMADRES, un cuento de Juan Rulfo.

 

Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos.

Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más, pero donde estaban desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.

Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo.

Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los Torricos.

El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro.

El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la sal de tequesquite, para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de echarle tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.

Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a cada rato ese viento lleno del olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 8 de agosto de 2020

El retrato oval, un cuento de Edgar Allan Poe.

 

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

A Leonor, un poema de Amado Nervo.

Tu cabellera es negra como el ala
del misterio; tan negra como un lóbrego
jamás, como un adiós, como un «¡quién sabe!»
Pero hay algo más negro aún: ¡tus ojos!

Tus ojos son dos magos pensativos,
dos esfinges que duermen en la sombra,
dos enigmas muy bellos… Pero hay algo,
pero hay algo más bello aún: tu boca.

Tu boca, ¡oh sí!; tu boca, hecha divinamente
para el amor, para la cálida
comunión del amor, tu boca joven;
pero hay algo mejor aún: ¡tu alma!

Tu alma recogida, silenciosa,
de piedades tan hondas como el piélago,
de ternuras tan hondas…
Pero hay algo,
pero hay algo más hondo aún: ¡tu ensueño!

Literatura infantil en contextos críticos de desplazamiento: El Programa “Leer con migrantes” por Evelyn Arizpe.


Literatura, mediadores y la condición humana

Contar cuentos es una actividad humana fundamental, invaluable para entender la experiencia individual y colectiva, para construir el conocimiento y para enseñar, inspirar y soñar. Los cuentos y la literatura para niños no son sólo el primer paso para el desarrollo del lenguaje y la adquisición de competencias esenciales, sino también para la construcción de un sentido del “yo” y de la pertenencia, a la vez, que crean conexiones con los “otros” y con sus mundos. La coyuntura entre la pertenencia y las conexiones con los otros ayudan al lector a mirarse a sí mismo, situarse y reflexionar ante lo que ve a su alrededor; a establecer lazos entre el pasado y el presente; y a mirar hacia el futuro. Por ello, los libros y los cuentos pueden ser herramientas potentes y amables de cohesión comunitaria y transformación social.

Por su aparente sencillez, generalmente se considera que los cuentos y la literatura infantil y juvenil (LIJ) están dirigidos a los lectores más pequeños o, incluso, a los que todavía no saben leer. Sin embargo, el lenguaje literario y la combinación estética de las palabras y el arte visual (el caso especial de los llamados libros álbum), comunican significados a distintos niveles cognitivos y afectivos. Esto significa que los libros pueden ser disfrutados por grupos de cualquier edad, independientemente de sus competencias lectoras, aun cuando aborden temas difíciles y utilicen recursos narrativos complejos. 

Tradicionalmente, los libros para niños se encuentran y se leen en la familia, la escuela, la biblioteca y otras instituciones culturales, pero las condiciones globales de migración y desplazamiento exigen también su presencia y uso en espacios diferentes, a menudo transitorios. En los contextos frágiles, donde se reúnen grupos e individuos que han tenido que dejar su lugar de origen —ya sea debido a conflictos armados, desastres naturales, violencia o pobreza—, confluyen experiencias traumatizantes, pero también confluye una riqueza de lenguas, culturas y tradiciones distintas que pueden recogerse y contenerse a través de contar y leer historias. Así, la LIJ se convierte en un recurso valioso para ayudar a crear un espacio en estas comunidades emergentes donde se propicien momentos compartidos de esparcimiento y de interacción social y cultural. 

Desde hace décadas, varias organizaciones internacionales han reconocido el potencial de la LIJ para promover el entendimiento y la paz. Así, en 1953 —después de la Segunda Guerra Mundial—, se creó en Suiza la Organización Internacional para el Libro Juvenil (ibby), con el fin de crear “puentes” a través de los libros. El uso de libros en contextos históricos complejos o “de crisis” se ha llevado a cabo en otros entornos. Los estudios de la antropóloga francesa Michèle Petit (1) recogen muchas de estas instancias, especialmente en Sudamérica. En El arte de la lectura en tiempos de crisis, dice que la lectura puede volverse un espacio acogedor para pensar, reflexionar y reconstruir la identidad; recuperar algo de lo perdido y enfrentar lo nuevo. Más recientemente, en 2013, con la ayuda de ibby, se creó la biblioteca de libros álbum sin palabras, conocidos también como “libros mudos” (Silent Books), en la isla de Lampedusa. Sin la barrera del lenguaje escrito y a través de las imágenes (2) estos libros ofrecen un momento de sosiego y placer a los miles de niños y jóvenes migrantes que han cruzado el mar Mediterráneo, intentando llegar a Europa desde países de África y del Medio Oriente. (3) 

Según las cifras, México es un país con “una excepcional dinámica migratoria” (4) en un mundo donde se calcula que hay más de 200 millones de migrantes. Es-ta dinámica se refleja tanto en la emigración hacia Estados Unidos y la inmigración centroamericana como en la “repatriación” desde Estados Unidos. Históricamente, México ha sido un país de origen, tránsito y destino de migrantes, pero también ha sido un país de desplazamientos internos. Esto ha dado lugar, por ejemplo, a que grupos indígenas tengan que trasladarse lejos de sus comunidades, para trabajar como jornaleros o en maquiladoras. Como en el resto del mundo, en el contexto mexicano, los migrantes y desplazados enfrentan riesgos de salud y de bienestar corporal y mental. Los más vulnerables de esta población migrante son los niños y jóvenes, quienes en ocasiones viajan solos, además de verse afectados por la interrupción de su educación escolar. La Dirección General de Publicaciones (DGP) de la Secretaría de Cultura reconoció que esta situación requería de una respuesta específica y que podía funcionar como base el ya bien establecido Programa Nacional de Salas Lectura (PNSL). 

Muchos dirán que las personas migrantes o desplazadas tienen necesidades más importantes que leer o mirar libros, y aunque es obvio que tienen que ocuparse de buscar trabajo, comida y vivienda, tanto los adultos como los niños y jóvenes necesitan también momentos de respiro y distracción. Sin embargo, no basta con ofrecer o regalar un libro, por bueno y bonito que sea. Cuando se trata de contextos difíciles, donde quizá hagan falta las competencias lectoras o incluso lingüísticas, y donde se han perdido las palabras y la concentración debido al trauma, lo más importante puede ser el acompañamiento antes, durante y después de la lectura. En otras palabras: el papel de un mediador que dé forma a un espacio, sean cuales sean las circunstancias donde se lea, que cree un foro hospitalario donde los lectores se sientan cómodos y respetados, y donde se suscite una interacción acogedora y humana. Un mediador que facilita el acercamiento al libro, guía la selección de textos, estimula la lectura y el diálogo de forma sensible e invita a compartir emociones y formas de expresión distintas puede ser una inspiración para seguir adelante. De nuevo nos podemos remitir a las palabras de Petit cuando se refiere a los mediadores: 

…dan vida a espacios de pensamiento y también de libertad, de sueño, de cosas inesperadas. Con sus palabras, sus voces, su energía, hacen deseable la apropiación de la cultura, al facilitar a esos niños o adolescente la comprensión de que existe un tesoro: las obras de las cuales podrán echar mano, en las que algunos cuentacuentos, escritores o artistas expresaron lo más profundo de la experiencia humana de un modo estético. (5)

Esto es lo que el Programa “Leer con migrantes” intenta lograr, tanto por medio de los libros y la literatura como por la injerencia del mediador: abrir un espacio acogedor y flexible en donde los niños y los jóvenes, y otras personas desplazadas, puedan disfrutar, compartir y recuperar su dignidad como seres humanos. 

En los apartados siguientes, se expondrán algunos de los estudios que sirvieron como antecedentes para crear el Programa, como también algunas de las bases teóricas en las que se fundamenta. Se detallarán sus objetivos, estructura, implementación y seguimiento. Se dará cuenta también de la Red de Investigación “Literatura infantil en contextos críticos de desplazamiento”, a la cual también pertenece la Dirección General de Publicaciones. Finalmente, y para concluir, se ofrecerá una prospectiva sobre los caminos que pueden abrirse a futuro a partir de estos proyectos. CONTINUAR LEYENDO

 

viernes, 7 de agosto de 2020

Algunas peculiaridades de los ojos, un cuento de Philip Dick


Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada.

Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato.

Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí enseguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:

… sus ojos pasearon lentamente por la habitación.

Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.

… sus ojos se movieron de una persona a otra.

Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie.

¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:

… a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.

Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:

… sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven. CONTINUAR LEYENDO


EL NIÑO-ESTRELLA, un cuento de Oscar Wilde.

Había una vez dos pobres leñadores que volvían a su casa a través de un gran pinar. Era invierno, y hacía una noche de intenso frío. Había una espesa capa de nieve en el suelo y en las ramas de los árboles; la helada hacía chasquear continuamente las ramitas a ambos lados a su paso; y cuando llegaron a la cascada de la montaña la encontraron suspendida inmóvil en el aire, pues la había besado el rey del hielo. 

Tanto frío hacía que ni siquiera los pájaros ni los demás animales entendían lo que ocurría. -¡Uf! -gruñía el lobo, mientras iba renqueando a través de la maleza con el rabo entre las patas-, hace un tiempo enteramente monstruoso. ¿Por qué no toma medidas el gobierno?

-¡Uit!, ¡uit!, ¡uit! -gorjeaban los verdes pardillos-, la vieja tierra se ha muerto, y la han sacado afuera con su blanca mortaja. 

-La tierra se va a casar, y este es su traje de novia -se decían las tórtolas una a otra cuchicheando. Tenían las patitas rosas llenas de sabañones, pero sentían que era su deber tomar un punto de vista romántico sobre la situación. 

-¡Tonterías! -refunfuñó el lobo-. Os digo que la culpa la tiene el gobierno, y si no me creéis os comeré. 

El lobo tenía una mente completamente práctica, y siempre tenía a punto un buen razonamiento. -Bueno, por mi parte -dijo el picoverde, que era un filósofo nato- no me interesa una teoría pormenorizada de explicaciones. Las cosas son como son, y ahora hace un frío terrible. 

Y, ciertamente, hacía un frío terrible. Las pequeñas ardillas, que vivían en el interior del gran abeto, no hacían más que frotarse mutuamente el hocico para entrar en calor, y los conejos se hacían un ovillo en sus madrigueras, y no se aventuraban ni siquiera a mirar afuera. Los únicos que parecían disfrutar eran los grandes búhos con cuernos. Tenían las plumas completamente tiesas por la escarcha, pero no les importaba, y movían en redondo sus grandes ojos amarillos, y se llamaban unos a otros a través del bosque: 

-¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Qué tiempo tan delicioso tenemos! 

Los dos leñadores seguían su camino, soplándose con fuerza los dedos y golpeando con sus enormes botas con refuerzos de hierro la nieve endurecida. En una ocasión se hundieron en un ventisquero profundo y salieron tan blancos como molineros cuando las muelas están moliendo el trigo; y una vez resbalaron en el hielo duro y liso donde estaba helada el agua de la tierra pantanosa, y se les cayeron los haces de su carga, y tuvieron que recogerlos y volverlos a atar; y otra vez pensaron que habían perdido el camino, y se apoderó de ellos un gran terror, pues sabían que la nieve es cruel con los que duermen en sus brazos. Pero pusieron su confianza en el buen San Martín, que vela por todos los viajeros, y volvieron sobre sus pasos, y caminaron con cautela, y al fin llegaron al lindero del bosque, y vieron allá abajo en el valle, a sus pies, las luces del pueblo en el que vivían. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 1 de agosto de 2020

La noche del féretro, un cuento de Francisco Tario

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:

—Necesito un féretro.

Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.

El empleado dijo:

—Pase usted.

Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.

Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:

—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.

La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.

El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.

De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:

—El finado es robusto, ¿sabe? 

Fue entonces cuando pensé: 

"Me llevará sin duda". 

En efecto, prorrumpió:

—Creo que me convenga éste.

Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante... CONTINUAR LEYENDO

Las cuatro estaciones de Vivaldi cantadas. Tertulia musical

Indudablemente, no hay mejor instrumento musical, que la voz humana. Escuchen y vean ésta maravilla!!! Las 4 estaciones de Vivaldi


Un paseo con van Gogh - Arte y música para disfrutar (Tertulia de arte y musical)



Un paseo con van Gogh nos lleva por la vida del genial pintor holandés través de sus cuadros y pinturas. La música y las imágenes nos conducen y nos sumergen en el mundo de color, sol, sueños y tormentos de Vincent van Gogh

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