viernes, 31 de enero de 2020

«Canción de amiga», un poema de Ángel González.


Nadie recuerda un invierno tan frío como éste.
Las calles de la ciudad son láminas de hielo.
Las ramas de los árboles están envueltas en fundas de hielo.
Las estrellas tan altas son destellos de hielo.
Helado está también mi corazón,
pero no fue en invierno.
Mi amiga,
mi dulce amiga,
aquella que me amaba,
me dice que ha dejado de quererme.
No recuerdo un invierno tan frío como éste.
Ángel González

jueves, 30 de enero de 2020

«La música última», un poema de Félix Grande

Se moría de una vez naufragando en redondo
entre cuatro paredes y unas gotas de música:
escuchaba el sonido con tan grave avaricia
que creía morirse despacio, desde lejos.

Quería lamer la música, el son de su existencia
chocando años y años por las peñas del mundo;
quería lamer el dulce estrépito de aquella
vida, que le agredía alejándose en círculos.

Pensar, sufrir y amar eran un mismo espasmo.
Vio rostros: de personas, de ciudades, de ideas.
Atolondrado, quiso perdonar -¿perdonar?-.
… Se apagaba, escuchando la música famélica.

Se le reunían todas sus alucinaciones
en una melodía inexperta y gravísima.
Se le formaba el feto de su cero en el alma,
un cero melancólico, como un brocal sin sombra.

Él, su vida, su historia, su edad, su estilo, todo
devenía cero; era el fino cataclismo,
la gran caries. Y oía unas gotas de música
maravillosa y torpe, anónima y genial.

Se oía nacer, oía las canciones de boda
de sus antepasados remotos, el chirrido
de las camas abuelas, bisabuelas, fundiéndose
en la pasión frenética de la continuidad.

Cerrábanse las puertas, tragaluces, ventanas;
los precintos lo hacían cada vez más recluso;
pronto sería el recluso completo e infi nito;
la cárcel infi nita se cerraba sobre él.

Lamía y lamía aquella música de los astros,
de la tierra y los siglos, de su barrio y su vida,
de su alcoba y su adiós. Se moría lamiendo
la música que sobre su calavera goteaba.

El caso de los viejitos voladores, un cuento de Adolfo Bioy Casares


Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora. El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció “porque el destino lo quiso”.

En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.

Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más atractivos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.

En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.

La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.

Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.

“En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas” me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.

Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre “Ni idea” y “El hombre me suena”), pero finalmente un adolescente me dijo “Es una de las glorias de nuestra literatura”. No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: “¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura”. CONTINUAR LEYENDO

martes, 28 de enero de 2020

Dormido entre rosas, un poema, una canción de Carlos Cano


Dormido entre rosas y encajes de hilo,
soñando en los lirios que vienen del Sur,
buscando en la noche los claveles fríos
del amor prohibido vive el andaluz.
Sombrero en los ojos, pañuelo esmeralda,
fuego en las pestañas ¡menudo valor!
Quedó en el olvido tal vez las razones
aquél pasodoble que en Madrid cantó,
Cuentan que en las noches de luna de mayo
entre lo malvado de la oscuridad,
se pinta los ojos, se muerde los labios
y abanico en mano se pone a cantar:
Ay rosa, Málaga bella, biznaga de mi pasión,
donde yo aprendí a querer donde conocí el amor.
Ay rosa, Málaga bella, biznaga del corazón.
¿De qué me sirve volver? ¿De qué me sirve volver?
Si el amor se marchitó.
Preguntan las rosas ¿por qué fue al exilio?
Preguntan los lirios ¿por qué no volvió?
Tan sólo la luna y el amargo vino
saben los motivos de su corazón.
Cuentan que por rojo, por republicano,
que andaba enredao con un militar,
cuatro señoritos de pistola en mano
sin voz lo dejaron en la madrugá.

martes, 21 de enero de 2020

La pastilla de jabón, un cuento de Juan José Millás.


Empecé a desconfiar de aquella pastilla de jabón al comprobar que no se gastaba con el uso. La había comprado en la perfumería de siempre y era de la marca que suelo utilizar desde años; todo en ella parecía tan normal que tardé dos semanas en advertir que no cambiaba de tamaño. Pasé de la sorpresa a la preocupación cuando, tras espiar su comportamiento durante algunos días, me pareció que empezaba a crecer. Cuanto más la usaba, más crecía.

Entretanto, mis parientes y amigos empezaron a decir que me notaban más delgado. Y era verdad; la ropa me venía ancha y las cejas se me habían juntado por efecto de un encogimiento de la piel. Fui al médico y no encontró nada, pero certificó que, en efecto, estaba perdiendo masa corporal. Aquel día, mientras me lavaba las manos, miré con aprensión la pastilla y comprendí que se alimentaba de mi cuerpo. La solté como si se hubiera convertido en un sapo y me metí en la cama turbado por una suerte de inquietante extrañeza.

Al día siguiente la envolví en un papel, me la llevé a la oficina y la coloqué en los lavabos. A los pocos días, vi que la gente empezaba a disminuir. Mi jefe, que era menudo y tenía la costumbre de lavarse las manos cada vez que se la estrechaba una visita, desapareció del todo a los dos meses. Le siguieron su secretaria y el contable. En la empresa se comenta que han huido a Brasil tras perpetrar algún desfalco.

La pastilla ha crecido mucho. Cuando haya desaparecido el director general, que además de ser gordo es un cochino que se lava muy poco, la arrojaré al wáter y tiraré de la cadena. Si no se diluye por el camino, se la comerán las ratas cuando alcance las alcantarillas. Seguro que nunca les ha llegado un objeto comestible con tanto cuerpo.

FIN

lunes, 20 de enero de 2020

Tus hijos no son tus hijos, un poema del poeta, filósofo y artista libanés Khalil Gibran.

Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.

No vienen de ti,
sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.

Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos,
pues ellos tienen sus propios pensamientos.

Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas,
porque ellos
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.

Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerles semejantes a ti,
porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.

Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas,
son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero,
sea para la felicidad.

domingo, 19 de enero de 2020

El témpano de Kanasaka, un cuento del chileno Francisco Coloane.

Las primeras noticias las supimos de un cúter lobero que encontramos fondeado detrás de unas rocas en Bahía Desolada, esa abertura de la ruta más austral del mundo, el Canal Beagle, a donde van a reventar las gruesas olas que vienen rodando desde el Cabo de Hornos.

–Es el caso más extraño de los que he oído hablar en mi larga vida de cazador –dijo el viejo lobero Pascualini, desde la borda de su embarcación, y continuó–: Yo no lo he visto; pero los tripulantes de una goleta que encontramos ayer, de amanecida, en el Canal Ocasión, estaban aterrados por la aparición de un témpano muy raro en medio del temporal que los sorprendió al atravesar el Paso Brecknock; más que la tempestad, fue la persecución de aquella enorme masa de hielo, dirigida por un fantasma, un aparecido o qué sé yo, pues no creo en patrañas, lo que obligó a esa goleta a refugiarse en el canal.

El Paso Brecknock, tan formidable como la dura trabazón de sus consonantes, es muy corto; pero sus olas son tan grandes, se empinan como cráteres que van a estallar junto a los peñones sombríos que se elvantan a gran altura y caen revolcándose de tal manera, que todos los navegantes sufren una pesadilla al atravesarlo.

–Y esto no es nada– continuó el viejo Pascualini, mientras cambiaba unos cueros por aguardiente con el patrón de nuestro cúter–; el austríaco Mateo, que me anda haciendo la competencia con su desmantelado Bratza, me contó haber visto al témpano fantasma detrás de la Isla del Diablo, esa maldita roca negra que marca la entrada de los brazos noroeste y suroeste del Canal Beagle. Iniciaban una bordada sobre este último, cuando detrás de la roca apareció la visión terrorífica que pasó rozando la obra muerta del Bratza.

Nos despedimos del viejo Pascualini y nuestro “Orión” tomó rumbo hacia el Paso de Brecknock.

Todos los nombres de esas regiones recuerdan algo trágico y duro: La Piedra del Fi–nado Juan, Isla del Diablo, Bahía Desolada, El Muerto, etc., y sólo se atenúan con la sobriedad de los nombres que pusieron Fitz–Roy y los marinos del velero francés Romanche, que fueron los primeros en levantar las cartas de esas regiones estremecidas por los vendavales de la conjunción de los océanos Pacífico y Atlántico. CONTINUAR LEYENDO

Gran constatación


viernes, 17 de enero de 2020

CONTRIBUCIÓN A LA ESTADÍSTICA, un poema de la poeta polaca Wislawa Szymborska

De cada cien personas,
las que todo lo saben mejor:
cincuenta y dos,
las inseguras de cada paso:
casi todo el resto,
las prontas a ayudar,
siempre que no dure mucho:
hasta cuarenta y nueve,
las buenas siempre,
porque no pueden de otra forma:
cuatro, o quizá cinco,
las dispuestas a admirar sin envidia:
dieciocho,
las que viven continuamente angustiadas
por algo o por alguien:
setenta y siete,
las capaces de ser felices:
como mucho, veintitantas,
las inofensivas de una en una,
pero salvajes en grupo:
más de la mitad seguro,
las crueles
cuando las circunstancias obligan:
eso mejor no saberlo
ni siquiera aproximadamente,
las sabias a posteriori:
no muchas más
que las sabias a priori,
las que de la vida no quieren nada más que cosas:
cuarenta,
aunque quisiera equivocarme,
las encorvadas, doloridas
y sin linterna en lo oscuro:
ochenta y tres,
tarde o temprano,
las dignas de compasión:
noventa y nueve,
las mortales:
cien de cien.
Cifra que por ahora no sufre ningún cambio.


martes, 14 de enero de 2020

El Nabo. Cuento Popular Ruso recogido por Alekséi Nikoláyevich Tolstói.

Había una vez un viejo que plantó un nabo chiquitito y le dijo:

—Crece, crece, nabito, ¡crece dulce! Crece, crece, nabito, ¡crece fuerte!

Y el nabo creció dulce y fuerte y grande. ¡Enorme!

Un día, el viejo fue a arrancarlo. Tiró y tiró, pero no pudo arrancarlo.

Entonces llamó a la vieja.

La vieja tiró de la cintura del viejo. El viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. De modo que la vieja llamó a la nieta.

La nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. Entonces la vieja llamó al perro.

El perro tiró de la nieta, la nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. Entonces el perro llamó al gato.

El gato tiró del perro, el perro tiró de la nieta, la nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. Entonces el gato llamó al ratoncito.

El ratoncito tiró del gato, el gato tiró del perro negro, el perro tiró de la nieta, la nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron, con todas sus fuerzas, hasta que por fin (púmbate) . . . .¡arrancaron el nabo!

¡Y qué maravilla era aquel nabo!

Más tarde, hicieron con él una rica sopa.

Y hubo suficiente para el viejo, para la vieja, para la nieta, para el perro, para el gato y para el ratoncito…

¡Y aún sobró un poquito de sopa para la persona que les acaba de contar este cuento!

FIN

Desde AQUÍ podéis acceder a una versión más elaborada y con ilustraciones.

lunes, 13 de enero de 2020

Biblioteca Virtual del Banco de la República (Colombia)


Fortuna, un poema de la poeta uruguaya Ida Vitale

Por años, disfrutar del error
y de su enmienda,
haber podido hablar, caminar libre,
no existir mutilada,
no entrar o sí en iglesias,
leer, oír la música querida,
ser en la noche un ser como en el día.
No ser casada en un negocio,
medida en cabras,
sufrir gobierno de parientes
o legal lapidación.
No desfilar ya nunca
y no admitir palabras
que pongan en la sangre
limaduras de hierro.
Descubrir por ti misma
otro ser no previsto
en el puente de la mirada.
Ser humano y mujer, ni más ni menos.

https://www.culturagenial.com/es/ida-vitale-poemas/

sábado, 11 de enero de 2020

"REQUIEM". Un poema de Anna Ajmátova


Réquiem 

1935-1940 

Ningún cielo extranjero me protegía, 
ningún ala extraña escudaba mi rostro, 
me erigí como testigo de un destino común, 
superviviente de ese tiempo, de ese lugar. 

(1961)

En lugar de un prólogo 

En los terribles años del terror de Yezhov (1) hice cola durante siete meses 
delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me "reconoció". 
Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que 
naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento 
que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos 
todas en voz baja): 

-¿Y usted puede describir esto? 

Y yo dije: 

-Puedo. 

Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.

Dedicatoria

Un dolor semejante podría mover montañas, 
e invertir el curso de las aguas, 
pero no puede hacer saltar estos potentes cerrojos
que nos impiden la entrada a las celdas
atestadas de condenados a muerte... 
Para algunos puede soplar el viento fresco, 
para otros la luz solar se desvanece en el ocio, 
pero nosotras, asociadas en nuestro espanto, 
sólo escuchamos el chirriar de las llaves 
y las pisadas de las recias botas de la soldadesca. 
Como si nos levantáramos para misa primera, 
día a día recorríamos el desierto, 
andando la calle silenciosa y la plaza, 
para congregarnos, más muertas que vivas. 
El sol había declinado, el Neva se había opacado 
y la esperanza cantaba siempre a lo lejos. 
¿Que sentencia se dictó?... Ese gemido, 
ese repentino fluir de lágrimas femeninas, 
señala a una distinguiéndola del resto,
como si la hubieran derribado,
arrancándole el corazón del pecho. 
Entonces déjenla ir, trastabillando, a solas. 
¿En dónde estarán ahora mis innombrables amigas 
de aquellos dos años de estadía en el infierno? 
¿Qué espectros se burlan de ellas ahora, en medio 
de la furia de las nieves siberianas, 
o en el círculo nublado de la luna? 
¡A ellas les lloro, Hola y Adiós!

Introducción 

 Era aquella una época en que sólo los muertos 
podían sonreír, liberados de las guerras; 
y el emblema, el alma de Leningrado, 
pendía afuera de su casa-prisión; 
y los ejércitos de cautivos, 
pastoreados en los patios ferroviarios, 
se evadían de la canción entonada por el silbato de la máquina, 
cuyo refrán iba así: ¡Váyanse parias! 
Las estrellas de la muerte pendían sobre nosotros. 
Y Rusia, la inocente, la amada, se contorsionaba
bajo las huellas de botas manchadas de sangre, 
bajo las ruedas de las Marías Negras. 

Llegaron al amanecer y te llevaron consigo. 
Ustedes fueron mi muerte: yo caminaba detrás. 
En el cuarto oscuro gritaban los niños, 
la vela bendita jadeaba. 
Tus labios estaban fríos de besar los iconos, 
el sudor perlaba tu frente: ¡Aquellas flores mortales! 
Como las esposas de las huestes de Pedro el Grande me pararé 
en la Plaza Roja y aullaré bajo las torres del Kremlin. 

2
Apaciblemente fluye el Don Apacible (2); 
hasta mi casa se escurre la luna amarilla. 
Brinca el alféizar con su gorra torcida 
y se detiene en la sombra, esa luna amarilla. 
Esta mujer está enferma hasta la médula, 
esta mujer está completamente sola, 
con el marido muerto, y el hijo distante 
en prisión. Rueguen por mí. Rueguen. 

3
No, no es la mía: es la herida de otra gente. 
Yo nunca la hubiera soportado. Por eso, 
llévense todo lo que ocurrió, escóndanlo, entiérrenlo. 
Retiren las lámparas... 
Noche.  

4 
Ellos debieron haberte mostrado —burlona, 
delicia de tus amigos, ladrona de corazones, 
la niña más traviesa del pueblo de Pushkin— 
esta fotografía de tus años aciagos, 
de cómo te colocas junto a un muro hostil, 
entre trescientos andrajosos en fila, 
tomando una porción de tu mano 
y el hielo del Año Nuevo reducido a brasa por tus lágrimas. 
¡Vean el chopo de la prisión doblegándose! 
Ningún ruido. Ni un ruido. Aun así, cuántas 
vidas inocentes se están terminando. 

5 
Durante diecisiete meses he gritado 
llamándote al redil. 
Me arrojé a los pies del verdugo. 
Eres mi hijo, convertido en espectro. 
La confusión se apodera del mundo 
y carezco de fuerzas para distinguir 
entre una bestia y un ser humano, 
o en qué día se deletrea la palabra ¡matar! 
Nada queda, salvo flores polvosas, 
un tintineante incensario y huellas 
que conducen a ninguna parte. Noche de piedra, 
cuya brillante y gigantesca estrella 
me mira fijamente a los ojos, 
prometiéndome la muerte. ¡Ay, pronto! 

6
Las semanas escapan de la mente, 
dudo que haya sucedido: 
cómo dentro de tu prisión, pequeño, 
las noches blancas se paralizaron en llamas: 
y todavía, mientras tomo aliento, 
ellos posan sus ojos de buitre 
sobre lo que la gran cruz les muestra: 
este cuerpo de tu muerte.

La sentencia 

La palabra cayó como una piedra 
en mi pecho viviente. 
Lo confieso: estaba preparada 
y de algún modo lista para la prueba. 
Tanto que hacer el día de hoy: 
matar la memoria, asesinar el dolor, 
convertir el corazón en roca 
y todavía disponerse a vivir de nuevo. 

No hay silencio. El festín del cálido verano
trae rumores de juerga. 
¿Desde hace cuánto adivinaba yo 
este día radiante, esta casa vacía? 

A la muerte 

 Vendrás de todos modos. ¿Por qué no ahora? 
Cuánto he esperado. Vienen los malos tiempos. 
He apagado la luz y abierto la puerta 
para ti, porque eres mágica y sencilla. 
Asume, por tanto, la forma que más te plazca, 
apunta y dispárame un tiro envenenado, 
o estrangúlame como un eficiente asesino, 
o bien inféctame —el tifo sería mi suerte—, 
o irrumpe del cuento de hadas que escribiste, 
aquél que estamos cansados de oír día y noche, 
en el que los guardias azules trepan las escaleras 
guiados por el conserje, pálido de miedo. 
Todo me da lo mismo. El Yenisei se arremolina, 
la Estrella del Norte cintila como cintilará siempre, 
y el destello azul de los ojos de mi amado 
está oscurecido por el horror final. 

9 
Ya la locura levanta su ala 
para cubrir la mitad de mi alma. 
¡Ese sabor del vino hipnótico! 
¡Tentación del oscuro valle! 

Ahora todo está claro. 
Admito mi derrota. El lenguaje 
de mis delirios en mi oído 
es el lenguaje de un extranjero. 

Inútil caer de rodillas 
e implorar piedad. 
Nada que cuente, excepto mi vida, 
es mío para llevármelo: 
no los ojos terribles de mi hijo, 
no la cincelada flor pétrea 
del dolor, no el día de la tormenta, 
no la tribulación en la hora de visita, 
no la querida frialdad de sus manos, 
no la sombra agitada en los árboles de lima. 
no el fino canto del grillo 
en la consoladora palabra de la partida. 
(Mayo 4 de 1940)

10 
Crucifixión 

 “No llores por mí, madre, 
cuando esté en la tumba.” 


Un coro de ángeles glorificó aquella hora, 
la bóveda celeste se disolvió en llamas. 
“Padre, ¿por qué me has abandonado? 
Madre, te lo ruego, no llores por mí…”

II 

María Magdalena se dio un golpe de pecho y sollozó. 
Su discípulo amado se quedó inmóvil, con el gesto 
      petrificado. 
Su madre permaneció aparte. Nadie miró dentro 
de sus ojos secretos. Ninguno se atrevió. 

(1940-43) 

 Epílogo 

I 

He entendido cómo los rostros se vuelven huesos, 
cómo acecha el terror debajo de los párpados, 
cómo el sufrimiento inscribe sobre las mejillas 
las duras líneas de sus textos cuneiformes, 
cómo los lucientes rizos negros o los rubios cenizos 
se vuelven plata deslustrada de la noche a la mañana, 
cómo las sonrisas se esfuman de los labios sumisos, 
y el miedo tiembla con una risita entre dientes.
Y no sólo ruego por mí, 
sino por todos los que permanecieron afuera de la prisión 
conmigo en el amargo frío o en el ardiente verano 
debajo de este insensato muro rojo. 

II 

Con el año nuevo regresa la hora del recuerdo. 
Te veo, te oigo, te escucho dibujando cerca: 
a aquél que tratamos de auxiliar en la caseta del centinela 
y que ya no camina sobre esta preciosa tierra, 
y aquélla que agitaría su bella melena 
y exclamaría: es como volver al hogar. 
Quiero enunciar los nombres de aquella muchedumbre, 
pero se llevaron la lista y ahora está perdida. 
Les he tejido una vestimenta hecha 
de palabras pobres, las que alcancé a oír, 
y me asiré con firmeza a cada palabra y a cada mirada 
todos los días de mi vida, incluso en mi nueva 
      desgracia, 
y si una mordaza cegara mi boca torturada, 
por la que gritan cien millones de gentes,
entonces déjenlos rezar por mí, como yo rezo 
por ellos en esta víspera del día de mis recuerdos. 
Y si mi patria alguna vez consiente 
en fundir un monumento en mi nombre, 
estaré orgullosa de que se honre mi memoria, 
pero sólo si el monumento no se coloca 
cerca del mar donde mis ojos se abrieron por vez 
     primera 
—mi último lazo con él hace mucho está disuelto— 
tampoco en el jardín del Zar, cerca del tocón sagrado, 
donde una sombra adolorida acecha la tibieza de mi cuerpo, 
sino aquí, donde soporté trescientas horas 
de fila ante las implacables barras de hierro. 
Porque aun en la muerte venturosa tengo miedo 
de olvidar el clamor de las Marías Negras, 
de olvidar el chirrido de esa odiosa puerta 
y a la vieja aullando como bestia herida. 
Y desde mis inmóviles cuencas de bronce, 
la nieve se derretirá como lágrimas, goteando 
      lentamente, 
y una paloma arrullará en alguna parte, una y otra vez, 
mientras los barcos navegan suavemente sobre el 
      caudaloso Neva. 

(Marzo de 1940) 

A manera de epílogo 

Y allá donde inventan los sueños 
no hubo suficientes para nosotros. 
Vimos uno y había en él 
la fuerza de la primavera al llegar. 
No repitas lo que fue dicho antes, 
tu alma es rica. 
Puede ser que la poesía misma 
sea la única cita admirable.

NOTAS:

(1) Nikolai Yezhov, jefe de la policía política (NKVD) de 1936 a 1938, período signado por las grandes purgas del Estalinismo. Fue sustituido por Beria en 1938 y ejecutado en 1939, víctima de la insaciable bestia que él mismo ayudó a criar.

(2) El río Don sirve a la poeta como alegoría de una pisoteada Rusia; Ajmátova cita la novela de Shólojov, El Don Apacible, para ironizar en torno al Realismo Socialista, al contrastarlo con el escenario real del pueblo ruso.

viernes, 10 de enero de 2020

Mamá Salvaje, un cuento de Guy de Maupassant


I
Hacia mucho tiempo que no había vuelto a Virelonge, quince años ya. Había regresado en el otoño para cazar y me estaba quedando donde mi amigo Serval, que finalmente había podido reconstruir su castillo después de que fuera destruido por los prusianos.

Amo esa región infinitamente. Es uno de esos rincones exquisitos del mundo, que emana a los ojos un encanto sensorial, de esos que se ama hasta físicamente. Guardamos, quienes hemos seducido por su tierra, el recuerdo tierno de ciertos manantiales, ciertos árboles, algunos estanques, algunas colinas, cosas vistas a menudo y que nos conmueven como lo harían los sucesos felices de nuestra vida. Hay momentos en que mi pensamiento vuelve solo a una esquina de ese bosque, o a la desembocadura de un arroyo o a una maleza rebosante de flores, quizás vistas una sola vez en un día jubiloso, que permanecen en nuestro corazón como lo hacen los recuerdos de las mujeres vistas en la calle una mañana de primavera, vestidas con ropas claras y transparentes, que se establecen en nuestra alma y nuestra carne con un deseo inapagable, inolvidable, esa sensación de haber rozado la plenitud.

De Virelogne me encantaba todo, el campo abierto sembrado de pequeños árboles y atravesado por riachuelos que fluían por el suelo como venas llevando sangre a la tierra. ¡Cómo pescábamos ahí cangrejos, truchas, anguilas! ¡Qué delicia de recuerdo! Uno podía bañarse en las playas de sus ríos y ahí aparecían de vez en cuando las caicas, que se asomaban por el alto pasto que crecía al borde de esas pequeñas corrientes de agua.

Estaba yo ahí andando a paso ligero como una cabra, mirando a mis perros olisqueando enfrente mío. Serval estaba a cien metros a mi derecha, atravesando un campo de alfalfas. Rodeé los arbustos del bosque de Saudes y vislumbré de repente una cabaña en ruinas.

Inmediatamente me acordé de la primera vez que la vi, allá por el año 1869, toda limpia, envuelta en viñas, con gallinas caminando frente a su puerta. ¿Hay algo más triste que una casa muerta y su esqueleto en pie, arruinado, siniestro?

Me acordé también que una vieja señora me había dado de beber un vaso de vino ahí adentro, un día que habíamos pasado por ahí exhaustos, y que Serval me había contado la historia de quienes vivían ahí. El patriarca, viejo cazador ilegal, lo había matado la policía. El hijo, un muchacho grandote que yo había visto en otra ocasión, tenía fama de ser un feroz cazador de venados también. Se les llamaba la familia Salvaje.

¿Sería ese su apellido o un apodo?

Llamé a Serval, que se acercó con sus pasos largos de garza, y le pregunté:

“¿Qué pasó con la gente que vivía ahí?”

Y él me contó esta historia. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 9 de enero de 2020

Entrevista a Irene Vallejo, autora del magnífico ensayo El Infinito en un Junco



El Infinito en un Junco es un ensayo insólito que va camino de convertirse en el 'superventas' sorpresa de la temporada. Lleva 5 ediciones, aparece en todas las listas de los mejores del libros del año, acaba de ganar el prestigioso premio 'Ojo Crítico' que concede Radio Nacional, y trata de un tema tan aparentemente alejado de las preocupaciones contemporáneas como es la historia de los libros en el mundo antiguo, en Grecia y Roma.


Irene Vallejo, su autora, ha estado en 'Hoy por Hoy' comentando algunos de los fragmentos de la obra, como por ejemplo, uno en el que se hacía referencia al momento en el que se decubrió la lectura ne voz baja en el siglo IV. "La oralidad todavía sigue acariciando nuestros oídos", explica Vallejo, haciendo referencia a la existencia de la radio, al auge de los podcast, etc.

En cuanto a la importancia de Alejandría y la búsqueda de la posesión de todos los libros del mundo, la escritora indicaba que si ha habido algún momento de la historia en el que se ha estado cerca de lograr el objetivo, fue con la biblioteca de Alejandría. Una biblioteca de la que señala que "uno de sus grandes logros fue la comprensión de la traducción".

"A través de los relatos es como se crean las comunidades. Todos los relatos que vienen desde la antigüedad nos han construido y nos han hecho como somos",comentaba.