viernes, 30 de abril de 2021

Encrucijada, un poema de Federico García Lorca

¡Oh, qué dolor el tener
versos en la lejanía
de la pasión, y el cerebro
todo manchado de tinta!

¡Oh, qué dolor no tener
la fantástica camisa
del hombre feliz: la piel
-alfombra de sol- curtida!

(Alrededor de mis ojos
bandadas de letras giran.)

¡Oh, qué dolor el dolor
antiguo de la poesía,
este dolor pegajoso
tan lejos del agua limpia!

¡Oh, dolor de lamentarse
por sorber la vena lírica!
¡Oh dolor de fuente ciega
y molino sin harina!

¡Oh, qué dolor no tener
dolor y pasar la vida,
sobre la hierba incolora
de la vereda indecisa!

¡Oh, el más profundo dolor,
el dolor de la alegría,
reja que nos abre surcos
donde el llanto fructifica!

(Por un monte de papel
asoma la luna fría.)
¡Oh dolor de la verdad!
¡Oh dolor de la mentira!

miércoles, 28 de abril de 2021

"LA IDENTIDAD", un cuento de Elena Poniatowska.

Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.

Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:

-Ya sé, le voy a regalar mi nombre.
FIN

domingo, 25 de abril de 2021

Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo. Cuento II – El conde Lucanor. Juan Manuel

Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo que estaba muy preocupado por algo que quería hacer, pues, si acaso lo hiciera, muchas personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si dejara de hacerlo, creía él mismo que también se lo podrían censurar con razón. Contó a Patronio de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en este asunto.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que encontraréis a muchos que podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os hizo de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor -continuó Patronio-, me gustaría mucho que pensarais en la historia de lo que ocurrió a un hombre bueno con su hijo.

El conde le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo Patronio:

-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos años, era de muy fino entendimiento. Cada vez que el padre quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como hay pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo algunos proyectos que eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde, habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes, más inclinados están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero no saben cómo los han de terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe. Pues bien, aquel mozo, por la sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de vida con su hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía obrar en futuras empresas.

»Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Un día de mercado dijo el padre que irían los dos allí para comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer la carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga alguna, se encontraron con unos hombres que ya volvían. Cuando, después de los saludos habituales, se separaron unos de otros, los que volvían empezaron a decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo, pues los dos caminaban a pie mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal sin carga, no era muy sensato que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en la cabalgadura.

»Así continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres, los cuales, cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie, mientras el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De nuevo preguntó el buen hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho, y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre mandó a su hijo bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.

»Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado a los más duros trabajos, iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le parecía lo que decían estos otros, replicándole el hijo que, en su opinión, decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con él en la cabalgadura para que ninguno caminase a pie.

»Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a decir que la bestia que montaban era tan flaca y tan débil que apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos, contestándole el joven que, a su juicio, decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas palabras:

»-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú decías que te parecía bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste que eso sí estaba bien. Después encontramos otro grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba bien, y por ello te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor. Como nos encontramos con otros que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te pareció que era mejor ir los dos montados. Pero ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos montados en esta única bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha sucedido así, quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron; luego también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo esto para enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás algo que todos aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen provecho de ella te criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa mala acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que creas que más te beneficia y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a menos que sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de las veces la gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a pensar en lo más conveniente.

»Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis hacer, temiendo que os critiquen por ello y que igualmente os critiquen si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño o provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no os dejéis engañar por la fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces de guardar un secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de hacer y dejad que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si seguís estas recomendaciones en todos vuestros asuntos y después los encontráis útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de hacerlos por miedo a las críticas de la gente.

El consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le fue muy provechoso.

Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:
Por críticas de gentes, mientras que no hagáis mal,
buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar.

FIN

sábado, 24 de abril de 2021

LA RANA QUE QUISO SER COMO EL BUEY. Una fábula de Cayo Julio Fedro.

El majestuoso y corpulento buey se paseaba por el campo, y pasó junto a una pequeña rana. Ésta quedó admirada de tanta grandeza, y sintió envidia. ¿Por qué era ella tan insignificante, si otros animales podían ser tan grandes? Pensó entonces que bastaba proponerse ser enorme para conseguirlo. Y se dispuso a hacer la prueba. Abrió cuanto pudo la boca y aspiró profundamente, inflándose.

- ¿Soy tan grande como el buey? – preguntó entonces a otras ranas.

- Ni con mucho – le contestaron.

Volvió a intentarlo otra vez y se hinchó un poco más.

- ¿Y ahora?

- Te falta mucho – respondieron sus hermanas.

Una tercera vez intentó la prueba. Pero la piel estirada no resistió más y, al inflarse nuevamente, el animalito estalló con el esfuerzo. Así murió la rana infeliz, henchida de vanidad.

Moraleja: Tal sucede con aquéllos que quieren aparentar lo que no son.

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Se puede complementar con la lectura del segundo consejo que da don Quijote a Sancho, cuando los duques, a modo de burla, lo envían a gobernar la ínsula Barataria:
Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que pueda imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey.
También, con la moraleja incluida, en la versión de La Fontaine:
El mundo está lleno de gente que no es más sabia:
Todo burgués quiere edificar al modo de los grandes señores
Todo pequeño príncipe tiene embajadores
Todo marqués quiere tener pajes.

jueves, 22 de abril de 2021

La niña invisible. Un cuento de Tove Jansson

Una tarde oscura y lluviosa estaba la familia sentada en el porche limpiando setas. Toda la mesa estaba cubierta con papel de periódico y en el centro habían puesto un quinqué de petróleo. Aunque los rincones del porche estaban a la sombra. 

My ha vuelto a coger lactarios rojos, dijo el padre. El año pasado cogió falsas oronjas. 

Esperemos que este año haya más rebozuelos, dijo la madre. O, por lo menos, crualgas. 

La esperanza nunca se pierde, señaló la Pequeña My riendo por lo bajo. 

Y siguieron limpiando en un tranquilo silencio. 

De pronto se oyeron unos golpecitos en los cristales y, sin esperar, entró Too-ticki en el porche sacudiéndose el agua del chubasquero. Después, mantuvo la puerta abierta y girándose hacia la lluvia llamó: Ven, entra. 

¿A quién traes?, preguntó el Mumintroll. 

Es Ninni, respondió Too-ticki. La cría se llama Ninni. Seguía aguantando la puerta mientras esperaba. Nadie entraba. 

Bueno, exclamó Too-ticki encogiéndose de hombros. Si le da vergüenza entrar, que se quede ahí fuera. 

Pero se mojará, dijo la madre del Mumintroll. 

No sé si eso importa cuando se es invisible, respondió Too-ticki a la vez que entraba y se sentaba. 

La familia entera dejó de limpiar setas a la espera de una explicación. 

Ya sabéis que la gente se vuelve invisible con facilidad si se le asusta a menudo, explicó Tooticki mientras se comía una amanita cesárea que parecía un bonito copo de nieve. Pues a Ninni la asustó de mala manera una señora que la tenía que cuidar, aunque no la quería. Vi a la mujer y era tremenda. No malhumorada, eso se puede entender. Era simplemente fría como el hielo e irónica. CONTINUAR LEYENDO



domingo, 18 de abril de 2021

Historia apenas entrevista, un poema de Ángel González

Con tristeza
el caminante
–alguien que no era yo, porque lo estaba
viendo desde mi casa- recogió su polvoriento
equipaje, se santiguó, y anduvo algo.
Luego dejó de andar, volvió la cara,
y miró largamente al horizonte.
Iba ya a proseguir quién sabe a dónde,
cuando vio a alguien que venía a lo lejos.
Su rostro reflejó cierta esperanza, después una terrible
alegría. Quiso gritar un nombre, pero
su corazón no pudo resistirlo,
y cayó muerto sobre el polvo,
a ambos lados el trigo indiferente.
Una mujer llegó, besó llorando
su boca, y dijo:
Ya no puedes oírme,
pero juro
que nunca había dejado de quererte.

viernes, 16 de abril de 2021

Harrison Bergeron. Un cuento distópico de Kurt Vonnegut.

Era el año 2081, y todos eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley. Iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro. Nadie era más hermoso que ningún otro. Nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Dirección General de Discapacitación de los Estados Unidos.

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto volvía loca a la gente. Y en este mes, húmedo y frío, los de la DGD se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia totalmente promedio, lo que significa que no era capaz de pensar en nada salvo por breves periodos. Y George, aunque tenía una inteligencia por encima de lo normal, llevaba en la oreja una pequeña radio discapacitadora. La ley lo obligaba a llevarla a todas horas. Estaba sintonizada a un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba un ruido agudo para evitar que las personas como George se aprovecharan injustamente de sus cerebros.

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero de momento ella no recordaba por qué.

En la pantalla había unas bailarinas.

Una chicharra sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron aterrados, como ladrones que oyen una campana de alarma. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 15 de abril de 2021

Por supuesto, un cuento de Shirley Jackson (1916-1965).

Muchos no tomaban en serio a la norteamericana Shirley Jackson (1916-1965) como escritora. Ella misma cuenta que cuando fue al hospital a parir a su tercer hijo, el oficinista le preguntó cuál era su oficio. Ella contestó: "escritora". El oficinista la miró unos segundos y luego anotó: "ama de casa". Jackson es bastante conocida por un cuento, "La lotería", que causó escándalo cuando se publicó en el 1948. Pero escribió muchos otros cuentos de calidad, como "Por supuesto" (1949), un cuento breve que nos recuerda que muchas veces no sabemos quiénes son nuestros vecinos... ni cuánta paciencia necesitaremos para llevarnos bien con ellos.


POR SUPUESTO

La señora Tylor, en plena mañana de limpieza casera, era demasiado educada como para salir a mirar al balcón de la entrada principal, pero no vio ninguna razón para no curiosear por las ventanas; mientras pasaba la aspiradora, mientras fregaba los platos o incluso mientras hacía las camas del piso de arriba, cada vez que sus pasos la llevaban cerca de una ventana de la fachada sur de la casa, alzaba ligeramente las cortinas o se situaba a un lado y movía la persiana. Lo único que alcanzaba a ver, en realidad, era el camión de transportes frente a la casa y las diversas idas y venidas de los empleados de mudanzas; el mobiliario —lo que alcanzaba a ver de él— parecía fino.

La señora Tylor terminó las camas y bajó para empezar a preparar el almuerzo. En el breve espacio de tiempo que le llevó recorrer la distancia entre la ventana del dormitorio principal y la ventana de la cocina, un taxi se había detenido frente a la casa contigua a la suya y un chiquillo corría ya arriba y abajo por la acera. La señora Tylor calculó la edad del pequeño; unos cuatro años, probablemente, aunque era pequeño para su edad; un niño bastante a la medida de su hija pequeña, pensó.

Volvió la atención a la mujer que se apeaba del taxi y se sintió más tranquila. La mujer llevaba un traje tostado de aspecto elegante, un poco gastado y tal vez un poco demasiado claro de color para un día de mudanzas, pero de buen corte; la señora Tylor asintió satisfecha por encima de las zanahorias que estaba pelando. Gente agradable, evidentemente.

Carol, la hija menor de la señora Tylor, estaba apoyada en la valla frente a la casa de los Tylor, observando al niño de la casa de al lado. Cuando el niño dejó de ir de aquí para allá, Carol le dijo: “¡Hola!” El pequeño alzó la vista, retrocedió un paso y respondió: “¡Hola!” La madre del niño miró a Carol, echó un vistazo al hogar de los Tylor y se volvió hacia su hijo. Después, dijo a Carol: “¡Ey, hola!” La señora Tylor sonrió en la cocina. Después, siguiendo un súbito impulso, se secó las manos con una toallita de papel, se quitó el delantal y salió a la puerta principal de la casa. CONTINUAR LEYENDO

martes, 13 de abril de 2021

Coser y contar. La columna de Irene Vallejo en El País (11/04/2021)

La metáfora del tejido es constante en la creación verbal: bordamos un discurso, hilvanamos ideas, hilamos palabras

El silencio y el estrépito. Eras solo una niña. Recuerdas a tu madre, después del trabajo, absorta en sus dos mundos cotidianos: los libros y la costura. Con el dedal o la lectura, todo era sigilo. Otras veces, la casa entera temblaba sacudida por ese tableteo entrañable de la máquina de coser o la de escribir. Siempre, el gesto de concentración. Enhebrar el hilo en el ojo de la aguja, fijar los ojos en las hebras de las líneas. Años después, leerías a Carmen Martín Gaite en El cuento de nunca acabar: “Ponerse a contar es como empezar a coser; es ir una puntada detrás de otra, sean vainicas o recuerdos”. Trenzando lana o letras, aquellos gestos paralelos anudaban mundos.

En muchas lenguas, “texto”, “textura” y “textil” son palabras que comparten el mismo origen. La metáfora del tejido es constante en la creación verbal: bordamos un discurso, hilvanamos ideas, hilamos palabras, urdimos planes, nos devanamos los sesos, desovillamos enredos, nuestros relatos tienen trama, nudo y desenlace. El nombre de los antiguos bardos de los poemas homéricos —rapsodas— significaba “zurcidores de cantos”. En las historias más antiguas de la humanidad encontramos el rastro de remotas tejedoras. La mitología griega cuenta la trágica victoria de Aracne, una mujer que componía maravillosas narraciones sobre las páginas en blanco de la tela. Sus obras eran tan bellas que las ninfas acudían a admirarlas. Orgullosa de su habilidad, desafió a Atenea a un torneo de bordado. La diosa representó en su tapiz a las divinidades olímpicas en toda su majestad; la irreverente Aracne ridiculizó al mismísimo padre Zeus en sus torpes atropellos amorosos: Europa, Dánae y otras. Humillada por el descaro y la pericia de la joven, Atenea juró venganza y Aracne, aterrada, se ahorcó. Entonces la diosa la transformó en una araña que, terca, extrajo de su propio cuerpo un hilo con el que crear delicadísimos encajes. Siglos después, en Las mil y una noches, Sherezade diría: “El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada”.

En las culturas tradicionales, los tejidos albergan significados, recuerdos, símbolos, mensajes: son escrituras. Los incas usaban quipus —cuerdas con flecos de distintos colores y grosor— para conservar leyes o leyendas. Sus libros estaban redactados con nudos y hebras, en un código que recuerda al de los ábacos. En el siglo XVI, los españoles, inquietos ante unos textos que les resultaban incomprensibles, ordenaron que los quipus fueran destruidos. Solo se han salvado algunos cientos, aún hoy enigmáticos e indescifrables. La conquista erradicó ese originalísimo alfabeto de hilo, un idioma de redes, secuencias y vínculos que parece anticiparse al lenguaje de la programación informática. Del mundo precolombino sí sobrevivió el telar de cintura, que relaciona simbólicamente el acto de tejer con el parto. Se ata como un cordón umbilical a un árbol, y el cuerpo que lo sujeta se mece moviendo la lanzadera mediante contracciones rítmicas. El parto, igual que la creación, necesita gestos de costurera: se corta un cordón, se cosen los desgarros de la madre y el ombligo se convierte en nuestro primer nudo. Como soñó Remedios Varo en su pintura mexicana Bordando el manto terrestre, el mundo fue —tal vez­— engendrado por mujeres que hablaban y tejían.

Una urdimbre íntima entrelaza tejido, escritura y maternidad. En La flor de mi secreto, de Pedro Almodóvar, la cámara retrata a la protagonista, Leo, a través de la máquina de escribir, y su rostro se adivina tras la celosía de las teclas. Después de un intento de suicidio, la novelista regresa a su pueblo natal para recuperar la salud. Arropada por su madre, su cuerpo frágil se dibuja detrás de un visillo con calados. Poco a poco, siente renacer su alegría y su deseo de escribir, sentada en la solana con las vecinas, escuchando sus anécdotas y cantos, mientras sus manos expertas se afanan en el encaje y resuena el traqueteo musical de los bolillos. La algarabía de ese tapiz de hebras y palabras le devuelve a la vida. En la costura, como en la escritura, no hay que dar puntadas sin hilo.

El Bosco, un poema de Eduardo Galeano

Un condenado caga monedas de oro.
Otro cuelga de una llave inmensa.
El cuchillo tiene orejas.
El arpa ejecuta al músico.
El fuego hiela.
El cerdo viste toca de monja.
En el huevo, habita la muerte.
Las máquinas manejan a la gente.
Cada cual en lo suyo.
Cada loco con su tema.
Nadie se encuentra con nadie.
Todos corren hacia ninguna parte.
No tienen nada en común, salvo el miedo mutuo.
—Hace cinco siglos, Hieronymus Bosch pintó la globalización —comenta John Berger.

domingo, 11 de abril de 2021

Rip Van Winkle, un cuento de Washington Irving.

La siguiente relación se encontró entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker, un anciano caballero de Nueva York que se interesó profundamente por la historia de las colonias holandesas de la provincia y las costumbres de los descendientes de los primitivos pobladores. Sus investigaciones históricas no se efectuaban, sin embargo, entre libros, sino entre seres humanos, pues en los primeros no abundaban sus temas favoritos, mientras que los encontraba en los viejos burghers y aun más en sus mujeres, que poseían enormes tesoros de aquel folklore, tan valioso para el verdadero historiador. En cuanto hallaba una auténtica familia holandesa, cuidadosamente encerrada entre sus cuatro paredes, en su casa de techo bajo, construida casi debajo de la ancha copa de algún árbol, la consideraba como un pequeño volumen y la estudiaba con el celo de un ratón de biblioteca.

De todas estas investigaciones resultó una historia de la provincia bajo los gobernadores holandeses, que se publicó hace unos años. Existen numerosas opiniones acerca del verdadero carácter literario de ese libro, que, a decir verdad, no es lo que debería ser. Su mérito principal consiste en la escrupulosa exactitud, de la que se dudó al aparecer, pero que ha sido demostrada después sin lugar a dudas. Se le admite ahora en todas las bibliotecas de historia como un libro cuya autoridad es indiscutible.

Aquel anciano caballero murió poco después de publicar su obra y, ahora que ha desaparecido, puede decirse, sin ofender su memoria, que su tiempo hubiera estado mucho mejor empleado si se hubiera dedicado a tareas más importantes. Tendría que seguir sus inclinaciones personales, de acuerdo con métodos propios y, aunque alguna que otra vez molestó a sus vecinos y ofendió a amigos, por los cuales sentía gran afecto, hoy se recuerdan sus errores y locuras más con lástima que con rencor y algunos empiezan a sospechar que nunca tuvo la intención de ofender a nadie. De cualquier modo que los críticos aprecien su memoria, la tienen en muy alta estima muchas personas cuya opinión puede compartirse, particularmente ciertos confiteros que en su admiración han llegado a reproducir su efigie en los pasteles de Año Nuevo, dándole así una oportunidad de hacerse inmortal, casi equivalente a la que proporciona una medalla de Waterloo o de la Reina Ana. CONTINUAR LEYENDO

Nota: Publicado en 1819, este relato es considerado el primer cuento de la literatura norteamericana. Está ambientado en los días previos a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Este relato sigue muy presente en la cultura de Estados Unidos y, de hecho, la historia se sigue contando entre los niños, que aún disfrutan con la leyenda del viejo Rip van Winkle.


sábado, 10 de abril de 2021

Cumpleaños, un poema de Ángel González

Yo lo noto: cómo me voy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.

Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!

Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.

jueves, 8 de abril de 2021

El yesquero, un cuento de Hans Christian Andersen





Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo.

Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ¡Uf!, ¡qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho.

-¡Buenas tardes, soldado! -le dijo-. ¡Hermoso sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la manera de tener todo el dinero que desees.

-¡Gracias, vieja bruja! -respondió el soldado.

-¿Ves aquel árbol tan corpulento? -prosiguió la vieja, señalando uno que crecía a poca distancia-. Por dentro está completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verás un agujero; te deslizarás por él hasta que llegues muy abajo del tronco. Te ataré una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.

-¿Y qué voy a hacer dentro del árbol? -preguntó el soldado.

-¡Sacar dinero! -exclamó la bruja-. Mira; cuando estés al pie del tronco te encontrarás en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran más de cien lámparas. Verás tres puertas; podrás abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarás en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de café; pero no te apures. Te daré mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rápidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberás entrar en el otro aposento; en él hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa más el oro, puedes también obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en él tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. ¡A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te hará ningún daño, y podrás sacar de la caja todo el oro que te venga en gana.

-¡No está mal!-exclamó el soldado-. Pero, ¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrás para ti.

-No -contestó la mujer-, ni un céntimo. Para mí sacarás un viejo yesquero, que mi abuela se olvidó ahí dentro, cuando estuvo en el árbol la última vez.

-Bueno, pues átame ya la cuerda a la cintura – convino el soldado.

-Ahí tienes -respondió la bruja-, y toma también mi delantal azul.

Se subió el soldado a la copa del árbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lámparas.

Y abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirándolo fijamente.

-¡Buen muchacho! -dijo el soldado, cogiendo al animal y depositándolo sobre el delantal de la bruja. Se llenó luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allí estaba el perro de ojos como ruedas de molino.

-Mejor harías no mirándome así -le dijo-. Te va a doler la vista.

Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal.

Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como sí fuesen ruedas de molino.

-¡Buenas noches! -dijo el soldado llevándose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo había visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: «Bueno, ya está visto», cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. ¡Señor, y qué montones de oro! Habría como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapán de las pastelerías y todos los soldaditos de plomo, látigos y caballos de madera de balancín del mundo entero. ¡Allí sí que había oro, palabra!

Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ¡No era poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó

-¡Súbeme ya, vieja bruja!

-¿Tienes el yesquero? -preguntó la mujer.

-¡Caramba! -exclamó el soldado-, ¡pues lo había olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del árbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.

-¿Para qué quieres el yesquero? -preguntó el soldado.

-¡Eso no te importa! -replicó la bruja-. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.

-¿Conque sí, eh? -exclamó el mozo-. ¡Me dices enseguida para qué quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza!

-¡No! -insistió la mujer.

Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, se lo colgó de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad.

Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero. CONTINUAR LEYENDO

martes, 6 de abril de 2021

BARBA AZUL, un cuento recopilado por Charles Perrault

En otro tiempo vivía un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles muy adornados y carrozas doradas; pero, por desgracia, su barba era azul, color que le daba un aspecto tan feo y terrible que no había mujer ni joven que no huyera a su vista.

Una de sus vecinas, señora de rango, tenía dos hijas muy hermosas. Le pidió una en matrimonio, dejando a la madre la elección de la que había de ser su esposa. Ninguna de las jóvenes quería casarse con él y cada cual lo endosaba a la otra, sin que la otra ni la una se resolvieran a ser la mujer de un hombre que tenía la barba azul. Además, aumentaba su disgusto el hecho de que se había casado con varias mujeres y nadie sabía lo que de ellas había sido.

Barba Azul, para trabar con ellas relaciones, las llevo con su madre, tres o cuatro amigos íntimos y algunas jóvenes de la vecindad a una de sus casas de campo en la que permanecieron ocho días completos, que emplearon en paseos, partidos de caza y pesca, bailes y tertulias, sin dormir apenas y pasando las noches en decir chistes. Tan agradablemente se deslizó el tiempo, que a la menor le pareció que el dueño de la casa no tenía la barba azul y que era un hombre muy bueno; y al regresar a la ciudad celebraron la boda.

Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su esposa que se veía obligado a hacer un viaje a provincias, que como poco duraría seis semanas, siendo importante el asunto que a viajar le obligaba. Le rogó que durante su ausencia se divirtiese cuanto pudiera, invitara a sus amigas a acompañarla, fuera con ellas al campo, si de ello gustaba, y procurara no estar triste.

-Aquí tienes, añadió, las llaves de los dos grandes guardamuebles. Estas son las de la vajilla de oro y plata que no se usa diariamente; las que te entrego pertenecen a las cajas donde guardo los metales preciosos; estas las de los cofres en los que están mis piedras y joyas, y aquí te doy el llavín que abre las puertas de todos los cuartos. Esta llavecita es la del gabinete que hay al extremo de la gran galería de abajo. Ábrelo todo, entra en todas partes, pero te prohíbo penetrar en el gabinete; y de tal manera te lo prohíbo, que si lo abres puedes esperarlo todo de mi cólera.

Le prometió atenerse exactamente a lo que acababa de ordenarle; y él, después de haberla abrazado, se metió en el carruaje y emprendió su viaje.

Las vecinas y los amigos no esperaron a que les llamasen para ir a casa de la recién casada, pues grandes eran sus deseos de verlo todo, deseo que no se atrevieron a realizar estando el marido, porque su barba azul les espantaba. Nada más llegar se pusieron a recorrer los cuartos, los gabinetes, los guardarropas, siendo sorprendente la riqueza de cada habitación. Subieron enseguida a los guardamuebles, donde no se cansaron de admirar el número y belleza de los tapices, camas, sofás, papeleras, veladores, mesas y espejos que reproducían las imágenes de la cabeza a los pies y en los que los adornos, los unos de cristal, de plata dorados los otros, eran tan bellos y magníficos que iguales no se habían visto. No cesaban de ponderar y envidiar la dicha de su amiga, que no se divertía viendo tales riquezas, pues la dominaba la impaciencia por ir a abrir el gabinete de abajo. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 5 de abril de 2021

En el desfiladero helado, un artículo de Irene Vallejo publicado en El País el 28 de marzo de 2021

Hoy, más que nunca, hay que observar las penas, hablar con el corazón, reír en el desfiladero y atreverse a buscar ayuda

El cuerpo es un símil de la realidad donde habita. Cuando a lo largo y ancho del mundo el confinamiento cerró las calles, empezamos a sufrir contracturas físicas y mentales. Somatizamos los duelos como dolores, y la ansiedad es una secuela cada vez más palpable de este paréntesis angosto e interminable. El miedo, las tensiones, el peso del trabajo y el poso de las soledades se traducen a un lenguaje de carne en nuestras piernas, estómagos, corazones y cabezas. Este malestar encajonado tiene raíces antiguas; “angustia” significaba en latín “desfiladero, lugar estrecho, abismo”. Lo mismo ocurre con la tensión que nos oprime: “estrés” procede de strictus, en el sentido de “estricto, apretado, estreñido”. La tristeza estrangula el aire, enmudece la voz. Hasta que, de pronto, como en un hechizo, ciertas palabras nos permiten abandonar el pasadizo helado y encontrar alivio.

Cuántas veces, tratando de levantar nuestro ánimo, hablamos con nosotros mismos para conjurar el miedo, igual que susurramos al niño temeroso de la oscuridad. Nos decimos que es preciso confiar, ser fuertes, no desistir. Esta capacidad para desdoblarnos en un yo sereno que trata de apaciguar al otro yo es una proeza sorprendente y antigua. Ya Homero contaba en la Odisea que, a veces, el llanto sacudía a Ulises, y entonces escondía la cara tras el manto, humedeciendo la tela en silencio. Al regresar a Ítaca, el navegante encontró su palacio ocupado por extraños y tuvo que mendigar en su propia ciudad. Derrotado, se dijo: “Corazón, sé paciente, en otras ocasiones sufriste reveses más duros, pero aguantaste”. Por primera vez en nuestra cultura, un humano habla no con sus semejantes o con los dioses, sino consigo mismo. El diálogo íntimo nació así, con una llamada a la calma y al sosiego.

Durante estos tiempos tormentosos, los duelos amputados han agudizado nuestro malestar. C. S. Lewis intuyó que el dolor por la muerte de un ser querido se expresa a menudo en el idioma de la angustia. Con más de 50 años, el devoto profesor de Oxford aceptó casarse con la poeta norteamericana Helen Joy Davidman —católica, divorciada y comunista—, que le pidió ayuda para evitar la expulsión del país cuando le denegaron el permiso de residencia. Por sorpresa, ese matrimonio de conveniencia en la madurez desembocó en un inesperado y hondo enamoramiento, que poco después truncaría el cáncer. Cuando ella murió, Lewis escribió en Una pena en observación: “Nadie me había dicho que la pena se viviese como miedo. La misma agitación en el estómago, la misma inquietud. No estoy asustado, pero la sensación es idéntica. Aguanto y trago saliva. Antes tantos caminos y ahora tantos callejones sin salida”. Lo conmovedor es que esas reflexiones anotadas en cuadernos, sus apuntes sobre la tristeza, se convirtieron en un libro que le ayudaría —como a tantas personas, todavía hoy— a escapar de la calle angosta, de la trinchera circular.

La ansiedad es una habitación estrecha. Luis Buñuel lo explicó en su película El ángel exterminador, donde unos amigos se reúnen a cenar en un lujoso salón y después, por una razón inexplicable, no consiguen atravesar el umbral para salir. Según el cineasta, habrían sido atacados por una plaga misteriosa e innombrable. Entre esas cuatro paredes se suceden la desesperación y el humor surrealista: una comedia trágica sobre la asfixia y el desasosiego. Cuando el túnel nos aprisiona, la risa ensancha los pulmones con aire fresco. Conversando con exiliados españoles en México, el director señaló la clave: “Los hombres cada vez se ponen menos de acuerdo y por eso se combaten entre ellos. Pero ¿por qué no se entienden? En la película es lo mismo, ¿por qué no llegan juntos a una solución?”. Según Buñuel, debería asombrarnos no que los personajes sean incapaces de salir, sino que no intenten colaborar. Hoy, más que nunca, hay que observar las penas, hablar con el corazón, reír en el desfiladero y atreverse a buscar ayuda. Hace falta coraje para dar rienda suelta a las palabras enjauladas. No siempre comprendemos cuánta fortaleza se necesita para vivir en la fragilidad.

 


domingo, 4 de abril de 2021

Los libros y la jungla (Literatura, emigración y refugiados). Michèle Petit.

"Los libros y la jungla" es una ponencia impartida por Michèle Petit en el Master sobre lectura que organiza la Universidad Autónoma de Barcelona. La autora es Antropóloga, Ingeniera de investigaciones honoraria del Centro Nacional para la Investigacion Científica (CNRS), París, Francia.

"... Por desgracia, no es tan frecuente. Hace unos veinte años, yo hacía entrevistas con hijos de inmigrantes y les preguntaba siempre si recordaban leyendas, historias o memorias que sus padres les hubiesen contado. Era muy raro. En el exilio de un país a otro, de una lengua a otra, pero también de una región a otra, mucha gente olvida las leyendas que les fueron transmitidas, o les parece que estas pertenecen a una época que no tiene razón de ser, que casi produce vergüenza. Tampoco pueden dar vida a sus recuerdos para evocar la saga familiar. Y el lenguaje ya no sirve sino para lo utilitario, para la designación inmediata de las cosas. O para dar órdenes, pedir o exigir."

“... Solo ahora medimos hasta qué punto fue perniciosa la crisis de la transmisión en una parte importante de las inmigraciones de origen magrebí. Lo mismo que el desconocimiento de la historia y el silencio sobre sus páginas dolorosas. Una parte de los hijos de inmigrados se sienten desarraigados, ajenos al mundo. Benjamin Stora, especialista de la historia colonial y de la inmigración en Europa, señala que “toda la riqueza de una historia islámica anterior (idiomas, culturas, civilización) sigue siendo poco conocida por las nuevas generaciones. Solo sobreviven migajas de conocimientos religiosos, aprendidos desde el ángulo del combate contra el otro, mantenidas como consignas, difundidas por internet con extraordinaria velocidad.” De resultas, “la fabricación identitaria de estos jóvenes se construye con remiendos ideológicos, fascinándose por la violencia, poniendo en tela de juicio a los demás sin ser capaces de ver su propia responsabilidad.”

"...Escuché observaciones similares en Colombia o en Argentina: talleres en los que la literatura, oral o escrita, jugaba un papel esencial. Dichos talleres habían permitido a mujeres indígenas que vivían lejos de sus tierras reencontrar recuerdos, leyendas o cantos olvidados de su propia infancia, compartirlos, evocar las situaciones que vivían con sus bebés. Y tener poco a poco intercambios afectivos y simbólicos más ricos con estos. El año pasado, poco después de los atentados de enero en París, escuché al Profesor Bernard Golse, eximio psiquiatra de niños, decir que este trabajo con los más pequeños y sus padres era una de las mejores prevenciones contra la ulterior radicalización yihadista de una parte de ellos."

"... Sí, en las escuelas, las bibliotecas y en otras partes, tenemos que crear foros para acoger la palabra de estas personas, donde puedan hacer revivir sus cuentos, sus epopeyas, sus cantos. No para encerrarlos ahí, no para asignarlos a quien sabe cuál identidad comunitaria, sino al contrario para compartir y dar a todos el deseo de apropiarse también de otras culturas. Como en Roviés, en la isla de Eubea, donde se celebró hace poco una fiesta en la plaza del pueblo con música árabe y griega: en esa aldea, una asociación y un dueño de hotel se dieron como objetivo principal poner en contacto a los refugiados con la sociedad local, en particular gracias a actividades culturales."

sábado, 3 de abril de 2021

La chivata, un cuento de Luisa Carnés

Cárcel de Ventas
 ¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»). Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar.

No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos.

No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro.

Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra.

No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 2 de abril de 2021

charlie y la fabrica de chocolate, por Roald Dahl




El señor Wonka, dueño de la magnífica fábrica de chocolate, ha escondido cinco billetes de oro en sus chocolatinas. Quienes los encuentren serán los elegidos para visitar la fábrica. Charlie tiene la fortuna de encontrar uno de esos billetes y, a partir de ese momento, su vida cambiará para siempre.