martes, 15 de enero de 2019

Muerte de un semidios. Un cuento de Fernando Quiñones.

De Matías Uvero, el hombre de Jerez que murió inexplicablemente va a hacer hoy veintinueve años, no puede decirse que bebiera.

—Allí: de ésa.

Desclavaba despacio los ojos del suelo, miraba un instante a la bota sin señalarla, con aquella acuosa mirada sin fondo, y El Tili, Jeromo o Marianito ya entendía cuál era de entre tantas. En seguida, Matías se llevaba a los labios la copa recién llegada. Pero no estaba propiamente bebiendo, sino reponiendo o trasegando: incorporándose —algo de lo que era ya su misma sustancia—. El vino se integraba al momento, se repartía por todo su gran cuerpo blando, que era como una cuba especial y viviente entre las de la bodega, barril con piel en lugar de duelas y carne en vez de madera de roble. Volumen, quietud, contenido y emanación de Matías, se identificaban con los de los toneles que, durante su vida entera, habían compuesto su paisaje laboral.

Emperador del panzudo, inmóvil ejército de las botas, Gran Lama en el espirituoso Tíbet del vino y los licores, la materia y el ser del viejo conocedor hacía tiempo ya que no pertenecían de lleno al mundo de los hombres: ochenta años de bodega y más de cien kilos o litros en una estatura no muy alta, pueden mucho. Demasiado. Sin duda, la añeja afirmación de que el oficio destiñe sobre la persona que lo ejecuta, se había quedado corta para Matías, que no le parecía ya a muchos un personaje de las bodegas, sino como un fragmento material de ellas.

La panza henchida, bajo la eterna pana negra, era la de una de las cubetas de trasiego; los contados movimientos del hombre en su salón, parecían marcar el lentísimo pulso del tiempo que se espesa bajo las naves y telarañas bodegueras; el reflejo de los ojos, glaucos y opacos de cataratas, guardaba un algo de las masas líquidas ambarinas que apenas se entrevén por los agujeros de los toneles y, a veces, lo avivaba fugazmente un claror también quieto tal el de los rayos solares que catedralizan aquellos recintos. Por fin, el olor del alcohol, recóndito y ostentoso al tiempo como un nocturno de Chopin, le circundaba donde estuviese y, desde muy cerca, casi podía distinguirse que era algo más y algo menos que sangre lo que traslucían las rojas venillas superficiales de su cara, que detrás de aquellos semisólidos tejidos cutáneos, de aquellos agolpamientos carmesíes en cuello y mejillas, residían, como clasificadas por añadas y calidades, las ganaderías bravas del alcohol. CONTINUAR LEYENDO

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