Daniela Kantor |
Un alargado grito, un llamado; algo que se escuchó con toda claridad desde el viaducto hasta el vaciadero municipal de basuras, y aún más allá, interrumpió la sosegada siesta de los ranchos. Nosotros, que desde el mediodía estábamos tratando de pescar algunas viejas, levantando con la parsimonia necesaria las piedras de la costa luego de haber enturbiado el agua, también lo oímos. Prestamos atención entonces y volvimos a escuchar:
-¡Eh! ¡Julián, Segundo, Gertrudis, Gabino, doña Trinidad! ¡Vengan todos!
Buscamos al autor de los gritos y enseguida lo distinguimos. Nicolás agitaba los brazos y volvía a repetir sus alaridos, desde la copa inmensa de un sauce.
-¡Petróleo! -exclamó-. ¡Es petróleo!
Sinceramente creo que aunque había escuchado alguna vez esa palabra no conocía exactamente su significado. Por eso quizás El Laucha y yo, a pesar de los gritos, no prestamos mayor interés al asunto. Por el momento nos preocupaban las viejas; alguien había ofrecido comprárnoslas a razón de dos por quince centavos y además nos gustaba meter los pies en el agua. Eso era bueno. Incluso creo que El Laucha, o yo mismo, no recuerdo bien, dijimos:
-Nicolás ya está machao de nuevo.
Nos encogimos de hombros. El agua estaba buena y si juntábamos unas veinte viejas más ya alcanzaría para algo: una camiseta de Boca Juniors que quería El Laucha y también para esa careta de burro que a mí me gustaba para Carnaval. Era una linda careta la que había visto, grande, de largas orejas suaves y a la que creo, por añadidura, vendían con un pito, para Carnaval.
De modo que seguimos tratando de sacar el mayor número de viejas posible, por la costa, aguas abajo. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario