Cuando llegó a la ciudad, Ismael deseaba muchas cosas. Hasta le hubiera gustado cambiar de rostro. Le costó mucho en los primeros tiempos saber que realmente estaba en la ciudad, y se consideraba todavía un muchacho de un pueblo incipiente que miraba todas las tardes las vías del tren pensando que al final de ese camino inacabable había una ciudad como de vidrio, oscilando bajo el sol y esperándolo generosamente. Allí al fin nada le sería negado, y estar en la ciudad significaría habitar un mundo lleno de posibilidades.
La ciudad tenía un número limitado de maravillas que fueron rápidamente agotadas en la contemplación. Sintió el desencanto de perderlas pero advirtió a la vez, como una esperanza ínfima, que le quedaban los ojos deslumbrables, aptos para verlas otra vez en el caso de que apareciesen.
A los pocos meses de estar en la ciudad sintió sin comprobarlo claramente, que de todo su antiguo mundo de presentimientos solo le quedaban los símbolos. Probó distintas suertes, trabajó en los oficios más diversos, y advirtió que el tiempo transcurrido se le manifestaba en la necesidad acuciante de los menesteres más inverosímiles. A su tristeza natal se sumó otra, histórica, indescifrable. Sentía que no había hallado su camino y quería ser algo, o por lo menos significar algo y demostrarlo. Alguien le había dicho una vez en una pensión que lo único realmente necesario en el mundo era la vocación. La palabra fue un descubrimiento para él. Justamente era lo que él poseía.
Una vez tuvo la sensación de que en la ciudad fabulosa la gente vivía arrastrando cierto cansancio, indiferente a todo acto de maravilla, a todo intento de salvación. Porque únicamente lo maravilloso salvaba del riesgo de afrontar el destino de las ciudades. Le parecía que en la ciudad estaban realmente todas las cosas buenas del mundo pero que no eran para sus habitantes, condenados a verlas solamente y rozarlas apenas en una marcha inacabable que era como un gran círculo doloroso. Las cosas buenas y milagrosas estaban allí para otros, para uno como él por ejemplo, que viniera desde afuera para disfrutarlas interminablemente. Sin embargo, había advertido que desde hacía mucho tiempo, desde que tenía aquellas necesidades acuciantes, él era igual que ellos y que la llegada de un elegido, como en su momento lo había sido él, era ya improbable. De modo que le quedaba, pues, su capacidad de deslumbramiento, sus ojos, y aunque los ídolos estuviesen derrotados él podría vislumbrar un instante prístino y dar el gran salto que lo redimiera. CONTINUAR LEYENDO
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