La pequeña cabaña de troncos, con una chimenea de palos, el techo de tablas torcidas prensadas con travesaños y su “grieta” de arcilla, tenía una única puerta y, directamente opuesta, una ventana. Esta última, sin embargo, estaba tapiada; nadie podía recordar una época en la que no lo hubiera estado. Y nadie sabía por qué permanecía cerrada de esa manera; desde luego no se debía a una aversión de su ocupante hacia la luz y el aire, pues en las contadas ocasiones que algún cazador cruzó por ese solitario rincón, al recluso se le había visto asoleándose en la puerta de entrada, al menos cuando el cielo le proporcionaba el sol necesario. Imagino que habrá muy pocas personas vivas que hayan conocido alguna vez el secreto de esa ventana, pero yo soy una de ellas, como verán.
-"No es posible crecer en la intolerancia. El educador coherentemente progresista sabe que estar demasiado seguro de sus certezas puede conducirlo a considerar que fuera de ellas no hay salvación. El intolerante es autoritario y mesiánico. Por eso mismo en nada ayuda al desarrollo de la democracia." (Paulo Freire). - "Las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo." (Antonio Machado). - “La ética no se dice, la ética se muestra”. (Wittgenstein)
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jueves, 25 de noviembre de 2021
LA VENTANA TAPIADA. Un cuento de Ambrose Bierce
En 1830, sólo a unas cuantas millas de distancia de lo que es ahora la gran ciudad de Cincinati, se extiende un bosque inmenso y casi intacto. La región fue escasamente habitada por gente de la frontera, espíritus inquietos que no en poco tiempo levantaban casas relativamente habitables en medio de la soledad y alcanzaban un grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia para después, impelidos por algún misterioso impulso de su naturaleza, abandonarlo todo y avanzar más hacia el oeste, para encontrar allí nuevos peligros y privaciones en su esfuerzo por recuperar las exiguas comodidades a las que habían renunciado de manera voluntaria. Muchos ya habían abandonado la región para irse a lugares más remotos, pero entre los que aún quedaban había uno que pertenecía a aquellos que llegaron primero. Vivía solo en una casa de troncos rodeada completamente por el inmenso bosque, con una lobreguez y un silencio de los que él parecía formar parte, pues ninguno lo había visto sonreír ni pronunciar una palabra innecesaria. Sus sencillas necesidades las cubría vendiendo pieles de animales salvajes en el pueblo del río, pues no cultivaba ni una sola cosa en esa tierra que, de ser necesario, él podría haber reclamado como propia por derecho de posesión pacífica. Había evidencias de “mejoras”: algunos acres del terreno circundante a la casa habían sido despejados de árboles, cuyos troncos quedaban medio ocultos por los nuevos brotes que surgían para reparar la destrucción llevada a cabo por el hacha. Aparentemente, el entusiasmo de aquel hombre por la agricultura se había extinguido con una débil llama, expirando en cenizas de expiación.
Se decía que el hombre se llamaba Murlock. Por su apariencia parecía de setenta años, pero en realidad tendría unos cincuenta. Algo además del peso de los años había tenido que ver con su envejecimiento. Tenía blancos el pelo y la larga y espesa barba, hundidos los ojos grises y sin brillo, el rostro arrugado de una manera particular, con pliegues que parecían pertenecer a dos sistemas que se interceptaran. De físico era alto y enjuto, con los hombros encorvados como si soportaran un gran peso. Nunca lo vi personalmente; estos detalles los aprendí de mi abuelo, a quien también le oí la historia del hombre cuando yo era un muchacho. Él lo conoció cuando vivía por los alrededores en aquella época pasada.
Un día encontraron a Murlock en su cabaña, muerto. No era época ni lugar para jueces de instrucción ni para periódicos, y supongo que se resolvió que el hombre había muerto por causas naturales o eso fue lo que me habrán dicho, y lo que habré recordado. Sólo sé que probablemente para cumplir con un sentido de compensación de las cosas, el cuerpo fue enterrado cerca a la cabaña, a un lado de la tumba de su mujer, quien lo había precedido desde hacía tantos años que la tradición local apenas si había conservado un atisbo de su existencia. Así se cierra el capítulo final de esta historia verdadera; exceptuando, claro está, la circunstancia de que muchos años después, en compañía de un alma igualmente intrépida, penetré hacia el lugar y osé acercarme lo suficiente a la cabaña en ruinas para tirarle una piedra, y alejarme corriendo para huir de ese fantasma que todo informado muchacho de los alrededores sabía que rondaba por el lugar. Pero existe un capítulo anterior, proporcionado por mi abuelo. CONTINUAR LEYENDO
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