viernes, 5 de noviembre de 2021

ASFALTO. Un cuento de Carlos Buiza.

El intenso brillo del sol reverberaba en las calles y en las blancas fachadas de las casas; el hombre deambulaba, sudando, bajo el calor del verano.

—¡Dios, debe hacer mil grados!

Debía andar, sin embargo; el médico le había dicho que cinco o seis kilómetros diarios, por lo menos. Era, quizá, la primera vez que lamentara la corta distancia entre su casa y el trabajo. Veía de vez en cuando algunas personas apresuradas que huían del calor de la calle, visiones fugaces que desaparecían por cualquier esquina. La goma del bastón y la guarda metálica de su pierna derecha, escayolada, establecían un ritmo de percusión, lleno también de calor y abotargamiento. El sombrero de esterilla le protegía, pero hacía bajar por su frente gotas de sudor que él enjugaba de vez en cuando, deteniéndose.

«Es un día agobiante…, un día de infierno», pensaba el hombre.

Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.

Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una esquina. Alargó el bastón para ahuyentarle, y el perro cambió de dirección, cruzando la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente, pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la pierna se hundía también en la pastosa mezcla.

—¡Maldita sea, debo ser imbécil! —dijo en voz alta.

Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio cuenta que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de movimiento.

Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser que recibiese ayuda.

Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.

—Tendré que esperar…

Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión. La calle seguía solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del perro que él mismo había espantado momentos antes.

Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultados. Ahora esperaba, simplemente. «Esto, pensaba, me pasa por estúpido; ¿quién me manda pasear a estas horas?… Aunque la culpa no es mía…, el alquitrán no debería derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos no de esta forma.» Pero, fuese como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir. CONTINUAR LEYENDO

No hay comentarios:

Publicar un comentario