Los hombres habían muerto. Era normal. Tanto se habían odiado que se habían destruido. También las mujeres habían muerto, incapaces de soportar tanto sufrimiento. Sólo quedaban los niños.
Lo primero de todo era nombrar un Rey. El mundo tenía que subsistir y alguien debía gobernarlo.
Se reunieron aquella tarde en la plazuela.
—Yo seré el Rey.
—No, tú, no, que eres muy pequeño todavía y te pegarán los otros chicos más grandes que tú.
—Pero cuando sea Rey, nadie me pegará, porque los guardias les darán con las porras y les harán correr.
—No, porque como los niños serán más grandes, podrán más que los guardias, les quitarán las porras y luego te pegarán a ti con ellas.
—Y como yo seré el Rey, mandaré que los metan en la cárcel y que los cierren con llaves y cerrojos y candados y de todo para que ya no me peguen.
—Y tampoco puedes ser Rey, porque no tienes corona ni nada.
—Me hago una de cartón y la forro con papel de plata.
—Los reyes no llevan corona de plata. Es de oro con cristales de colores verdes y azules y rojos.
—No son cristales. Son piedras.
—¡Cristales!
—¡Piedras!
—Las piedras están en los ríos y no son verdes ni azules. Los peces sí que son azules y verdes y de más colores.
Y tanto insistió y tanto sabía que le hicieron Rey.
—¡Viva el Rey!
—¡Viva!
También había que hacer una reina, pero no podía ser porque tenían que ser mayores y casarse, así que había que esperar.
Los hombres, antes de destruirse, estaban gobernados por reyes, y esos reyes tenían carrozas y caballos, y cazaban en los montes y pescaban en los lagos y cuando paseaban por las grandes avenidas que no eran aún ruinas, las gentes daban gritos de entusiasmo, agitaban las manos en señal de saludo y miles de banderas flameaban sobre las cabezas de todos los que llenaban las avenidas.
Él, antes de ser Rey, pero siendo niño ya, más aún que ahora, lo había presenciado todo subido sobre los hombros fuertes de su padre. Y ahora que era Rey, necesitaba un caballo y una carroza. CONTINUAR LEYENDO
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