Luego una guerra.
En
aquellos dos años -que eran
la
quinta parte de toda mi vida-,
yo
había experimentado
sensaciones distintas.
Imaginé
más tarde
lo que
es la lucha en calidad de
hombre.
Pero
como tal niño,
la
guerra, para mí, era tan sólo:
suspensión
de clases escolares,
Isabelita
en bragas en el sótano,
cementerios
de coches, pisos
abandonados,
hambre indefinible,
sangre
descubierta
en la
tierra o las losas de la calle,
un
terror que duraba
lo que
el frágil rumor de los
cristales
después
de la explosión,
y el
casi incomprensible
dolor
de los adultos,
sus
lágrimas, su miedo,
su ira
sofocada,
que,
por algún resquicio,
entraban
en mi alma
para
desvanecerse luego, pronto,
ante
uno de los muchos
prodigios
cotidianos: el hallazgo
de una
bala aún caliente,
el
incendio
de un
edificio próximo,
los
restos de un saqueo
-papeles
y retratos
en
medio de la calle...
todo es
borroso ahora, todo
menos
eso que apenas percibía
en
aquel tiempo
y que,
años más tarde,
resurgió
en mi interior, ya para
siempre:
este
miedo difuso,
esta
ira repentina,
estas
imprevisibles
y
verdaderas ganas de llorar.
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