Tuve un accidente en la calle. Un coche me empujó y al caer me golpeé la cabeza contra el suelo. Cuando volví en mí, estaba en la camilla de un hospital. Lo supe antes de abrir los ojos, quizá por el olor a quirófano, por los murmullos médicos, por el roce de las batas sobre los muslos de las enfermeras. «Estoy en un hospital», me dije, e inmediatamente recordé que había salido de casa con dos pares de calcetines. Siempre me pongo dos pares, uno de lana y otro de nailon. El de nailon, por encima del de lana. Me parece que de este modo llevo mejor sujetos los pies. No se trata de nada razonable, de manera que tampoco intentaré explicarlo. Adquirí la costumbre de adolescente, en un internado donde hacía frío, y la costumbre se convirtió en una superstición. Si no me pongo los dos pares, salgo con miedo a que me ocurra algo. Es probable que si el día del accidente hubiera llevado un solo par, el coche me hubiera matado en vez de dejarme sin sentido.
El caso es que estaba sobre la camilla de un hospital, desnudo, lo que significaba que alguien, al quitarme la ropa, se había dado cuenta de mi excentricidad. Mantuve los ojos cerrados, fingiendo que continuaba desmayado, mientras improvisaba una explicación. Se supone que si a alguien le sorprenden con dos pares de calcetines debe justificarse de algún modo. Abrí los ojos y vi a una enfermera sonriéndome. No me reprochó nada.
— ¿Qué ha pasado? —dije para ganar tiempo.
— ¿No lo recuerda usted?
Comprendí que estaba tratando de ver si el golpe me había afectado gravemente y dije la verdad por miedo a que me operaran.
—Me golpeó un coche.
— ¿Se acuerda de cómo se llama?
Dije mi nombre, correctamente al parecer, y después me puso delante de los ojos tres dedos de una mano para comprobar que no veía cuatro o cinco. Enrojecí de vergüenza o de pánico. Temí que de un momento a otro me pusiera delante de la cara un par de calcetines, para que los contara en voz alta. Se asustó al verme enrojecer por si se debía a una subida de tensión. Las secuelas de los golpes en la cabeza pueden aparecer horas más tarde del accidente.
— ¿Estoy en La Paz, en el Ramón y Cajal o en el Gregorio Marañón? —pregunté para demostrar mi cultura hospitalaria. Pensé que de ese modo no sacaría a relucir el asunto de los calcetines.
— ¿En qué ciudad se encuentran esos hospitales? —preguntó ella a su vez.
—En Madrid —respondí dócilmente, siempre con el temor de que la siguiente pregunta fuera la de los calcetines.
De pequeño, cuando salía a la calle, mi madre siempre me preguntaba si llevaba la ropa interior limpia. «Si tienes un accidente, en los hospitales lo primero que hacen es desnudarte. Me imagino que no te gustaría que las enfermeras te vieran con la ropa interior sucia», decía.
Ese temor me ha acompañado siempre. Hasta para ir a por el periódico me pongo ropa limpia. Sin embargo, nunca había calculado el peligro de que me pillaran con dos pares de calcetines, uno encima de otro, y pensé que se trataba de la típica rareza que implicaba alguna clase de perversión venérea, tampoco sabría decir cuál.
— ¿Quiere que avisemos a alguien? —preguntó al fin.
— ¿Me tienen que operar o algo así?
—No, no —dijo riéndose—, está todo en regla, pero es mejor que pase la noche aquí, en observación.
Al poco apareció mi madre y tras cerciorarse de que estaba entero me preguntó si llevaba la ropa interior limpia cuando me atropelló el coche.
—Acababa de cambiarme —dije, lo que la llenó de orgullo, no todo el mundo puede recoger de un modo tan palpable los frutos de su trabajo educativo.
—Pero llevaba dos pares de calcetines —añadí avergonzado.
— ¿Cómo que llevabas dos pares de calcetines? ¿Y eso por qué?
—Por una superstición. Temo que me ocurra algo si salgo con un solo par.
Mi madre me miró con rencor y comprendí que le acababa de asestar uno de los golpes más fuertes de su vida.
— ¡Qué vergüenza! —dijo, y cuando entró la enfermera le contó que en realidad yo era adoptado.
FIN
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