sábado, 11 de enero de 2020

"REQUIEM". Un poema de Anna Ajmátova


Réquiem 

1935-1940 

Ningún cielo extranjero me protegía, 
ningún ala extraña escudaba mi rostro, 
me erigí como testigo de un destino común, 
superviviente de ese tiempo, de ese lugar. 

(1961)

En lugar de un prólogo 

En los terribles años del terror de Yezhov (1) hice cola durante siete meses 
delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me "reconoció". 
Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que 
naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento 
que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos 
todas en voz baja): 

-¿Y usted puede describir esto? 

Y yo dije: 

-Puedo. 

Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.

Dedicatoria

Un dolor semejante podría mover montañas, 
e invertir el curso de las aguas, 
pero no puede hacer saltar estos potentes cerrojos
que nos impiden la entrada a las celdas
atestadas de condenados a muerte... 
Para algunos puede soplar el viento fresco, 
para otros la luz solar se desvanece en el ocio, 
pero nosotras, asociadas en nuestro espanto, 
sólo escuchamos el chirriar de las llaves 
y las pisadas de las recias botas de la soldadesca. 
Como si nos levantáramos para misa primera, 
día a día recorríamos el desierto, 
andando la calle silenciosa y la plaza, 
para congregarnos, más muertas que vivas. 
El sol había declinado, el Neva se había opacado 
y la esperanza cantaba siempre a lo lejos. 
¿Que sentencia se dictó?... Ese gemido, 
ese repentino fluir de lágrimas femeninas, 
señala a una distinguiéndola del resto,
como si la hubieran derribado,
arrancándole el corazón del pecho. 
Entonces déjenla ir, trastabillando, a solas. 
¿En dónde estarán ahora mis innombrables amigas 
de aquellos dos años de estadía en el infierno? 
¿Qué espectros se burlan de ellas ahora, en medio 
de la furia de las nieves siberianas, 
o en el círculo nublado de la luna? 
¡A ellas les lloro, Hola y Adiós!

Introducción 

 Era aquella una época en que sólo los muertos 
podían sonreír, liberados de las guerras; 
y el emblema, el alma de Leningrado, 
pendía afuera de su casa-prisión; 
y los ejércitos de cautivos, 
pastoreados en los patios ferroviarios, 
se evadían de la canción entonada por el silbato de la máquina, 
cuyo refrán iba así: ¡Váyanse parias! 
Las estrellas de la muerte pendían sobre nosotros. 
Y Rusia, la inocente, la amada, se contorsionaba
bajo las huellas de botas manchadas de sangre, 
bajo las ruedas de las Marías Negras. 

Llegaron al amanecer y te llevaron consigo. 
Ustedes fueron mi muerte: yo caminaba detrás. 
En el cuarto oscuro gritaban los niños, 
la vela bendita jadeaba. 
Tus labios estaban fríos de besar los iconos, 
el sudor perlaba tu frente: ¡Aquellas flores mortales! 
Como las esposas de las huestes de Pedro el Grande me pararé 
en la Plaza Roja y aullaré bajo las torres del Kremlin. 

2
Apaciblemente fluye el Don Apacible (2); 
hasta mi casa se escurre la luna amarilla. 
Brinca el alféizar con su gorra torcida 
y se detiene en la sombra, esa luna amarilla. 
Esta mujer está enferma hasta la médula, 
esta mujer está completamente sola, 
con el marido muerto, y el hijo distante 
en prisión. Rueguen por mí. Rueguen. 

3
No, no es la mía: es la herida de otra gente. 
Yo nunca la hubiera soportado. Por eso, 
llévense todo lo que ocurrió, escóndanlo, entiérrenlo. 
Retiren las lámparas... 
Noche.  

4 
Ellos debieron haberte mostrado —burlona, 
delicia de tus amigos, ladrona de corazones, 
la niña más traviesa del pueblo de Pushkin— 
esta fotografía de tus años aciagos, 
de cómo te colocas junto a un muro hostil, 
entre trescientos andrajosos en fila, 
tomando una porción de tu mano 
y el hielo del Año Nuevo reducido a brasa por tus lágrimas. 
¡Vean el chopo de la prisión doblegándose! 
Ningún ruido. Ni un ruido. Aun así, cuántas 
vidas inocentes se están terminando. 

5 
Durante diecisiete meses he gritado 
llamándote al redil. 
Me arrojé a los pies del verdugo. 
Eres mi hijo, convertido en espectro. 
La confusión se apodera del mundo 
y carezco de fuerzas para distinguir 
entre una bestia y un ser humano, 
o en qué día se deletrea la palabra ¡matar! 
Nada queda, salvo flores polvosas, 
un tintineante incensario y huellas 
que conducen a ninguna parte. Noche de piedra, 
cuya brillante y gigantesca estrella 
me mira fijamente a los ojos, 
prometiéndome la muerte. ¡Ay, pronto! 

6
Las semanas escapan de la mente, 
dudo que haya sucedido: 
cómo dentro de tu prisión, pequeño, 
las noches blancas se paralizaron en llamas: 
y todavía, mientras tomo aliento, 
ellos posan sus ojos de buitre 
sobre lo que la gran cruz les muestra: 
este cuerpo de tu muerte.

La sentencia 

La palabra cayó como una piedra 
en mi pecho viviente. 
Lo confieso: estaba preparada 
y de algún modo lista para la prueba. 
Tanto que hacer el día de hoy: 
matar la memoria, asesinar el dolor, 
convertir el corazón en roca 
y todavía disponerse a vivir de nuevo. 

No hay silencio. El festín del cálido verano
trae rumores de juerga. 
¿Desde hace cuánto adivinaba yo 
este día radiante, esta casa vacía? 

A la muerte 

 Vendrás de todos modos. ¿Por qué no ahora? 
Cuánto he esperado. Vienen los malos tiempos. 
He apagado la luz y abierto la puerta 
para ti, porque eres mágica y sencilla. 
Asume, por tanto, la forma que más te plazca, 
apunta y dispárame un tiro envenenado, 
o estrangúlame como un eficiente asesino, 
o bien inféctame —el tifo sería mi suerte—, 
o irrumpe del cuento de hadas que escribiste, 
aquél que estamos cansados de oír día y noche, 
en el que los guardias azules trepan las escaleras 
guiados por el conserje, pálido de miedo. 
Todo me da lo mismo. El Yenisei se arremolina, 
la Estrella del Norte cintila como cintilará siempre, 
y el destello azul de los ojos de mi amado 
está oscurecido por el horror final. 

9 
Ya la locura levanta su ala 
para cubrir la mitad de mi alma. 
¡Ese sabor del vino hipnótico! 
¡Tentación del oscuro valle! 

Ahora todo está claro. 
Admito mi derrota. El lenguaje 
de mis delirios en mi oído 
es el lenguaje de un extranjero. 

Inútil caer de rodillas 
e implorar piedad. 
Nada que cuente, excepto mi vida, 
es mío para llevármelo: 
no los ojos terribles de mi hijo, 
no la cincelada flor pétrea 
del dolor, no el día de la tormenta, 
no la tribulación en la hora de visita, 
no la querida frialdad de sus manos, 
no la sombra agitada en los árboles de lima. 
no el fino canto del grillo 
en la consoladora palabra de la partida. 
(Mayo 4 de 1940)

10 
Crucifixión 

 “No llores por mí, madre, 
cuando esté en la tumba.” 


Un coro de ángeles glorificó aquella hora, 
la bóveda celeste se disolvió en llamas. 
“Padre, ¿por qué me has abandonado? 
Madre, te lo ruego, no llores por mí…”

II 

María Magdalena se dio un golpe de pecho y sollozó. 
Su discípulo amado se quedó inmóvil, con el gesto 
      petrificado. 
Su madre permaneció aparte. Nadie miró dentro 
de sus ojos secretos. Ninguno se atrevió. 

(1940-43) 

 Epílogo 

I 

He entendido cómo los rostros se vuelven huesos, 
cómo acecha el terror debajo de los párpados, 
cómo el sufrimiento inscribe sobre las mejillas 
las duras líneas de sus textos cuneiformes, 
cómo los lucientes rizos negros o los rubios cenizos 
se vuelven plata deslustrada de la noche a la mañana, 
cómo las sonrisas se esfuman de los labios sumisos, 
y el miedo tiembla con una risita entre dientes.
Y no sólo ruego por mí, 
sino por todos los que permanecieron afuera de la prisión 
conmigo en el amargo frío o en el ardiente verano 
debajo de este insensato muro rojo. 

II 

Con el año nuevo regresa la hora del recuerdo. 
Te veo, te oigo, te escucho dibujando cerca: 
a aquél que tratamos de auxiliar en la caseta del centinela 
y que ya no camina sobre esta preciosa tierra, 
y aquélla que agitaría su bella melena 
y exclamaría: es como volver al hogar. 
Quiero enunciar los nombres de aquella muchedumbre, 
pero se llevaron la lista y ahora está perdida. 
Les he tejido una vestimenta hecha 
de palabras pobres, las que alcancé a oír, 
y me asiré con firmeza a cada palabra y a cada mirada 
todos los días de mi vida, incluso en mi nueva 
      desgracia, 
y si una mordaza cegara mi boca torturada, 
por la que gritan cien millones de gentes,
entonces déjenlos rezar por mí, como yo rezo 
por ellos en esta víspera del día de mis recuerdos. 
Y si mi patria alguna vez consiente 
en fundir un monumento en mi nombre, 
estaré orgullosa de que se honre mi memoria, 
pero sólo si el monumento no se coloca 
cerca del mar donde mis ojos se abrieron por vez 
     primera 
—mi último lazo con él hace mucho está disuelto— 
tampoco en el jardín del Zar, cerca del tocón sagrado, 
donde una sombra adolorida acecha la tibieza de mi cuerpo, 
sino aquí, donde soporté trescientas horas 
de fila ante las implacables barras de hierro. 
Porque aun en la muerte venturosa tengo miedo 
de olvidar el clamor de las Marías Negras, 
de olvidar el chirrido de esa odiosa puerta 
y a la vieja aullando como bestia herida. 
Y desde mis inmóviles cuencas de bronce, 
la nieve se derretirá como lágrimas, goteando 
      lentamente, 
y una paloma arrullará en alguna parte, una y otra vez, 
mientras los barcos navegan suavemente sobre el 
      caudaloso Neva. 

(Marzo de 1940) 

A manera de epílogo 

Y allá donde inventan los sueños 
no hubo suficientes para nosotros. 
Vimos uno y había en él 
la fuerza de la primavera al llegar. 
No repitas lo que fue dicho antes, 
tu alma es rica. 
Puede ser que la poesía misma 
sea la única cita admirable.

NOTAS:

(1) Nikolai Yezhov, jefe de la policía política (NKVD) de 1936 a 1938, período signado por las grandes purgas del Estalinismo. Fue sustituido por Beria en 1938 y ejecutado en 1939, víctima de la insaciable bestia que él mismo ayudó a criar.

(2) El río Don sirve a la poeta como alegoría de una pisoteada Rusia; Ajmátova cita la novela de Shólojov, El Don Apacible, para ironizar en torno al Realismo Socialista, al contrastarlo con el escenario real del pueblo ruso.

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