miércoles, 16 de junio de 2021

El extraño caso de Benjamin Button, un cuento de F. Scott Fitzgerald

Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.

Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.

Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con esta o aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.

La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.

A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.

El señor Roger Button, presidente de Roger Button y Compañía, Ferretería Mayorista, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.

—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!

El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué…?

—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.

—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.

El doctor Keene frunció el entrecejo.

—Diantre, sí, supongo… en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.

—¿Mi mujer está bien?

—Sí.

—¿Es niño o niña?

—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como este mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de cualquiera.

—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?

—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verlo ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!

Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio. CONTINUAR LEYENDO

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