jueves, 3 de junio de 2021

Kilómetro 11, un cuento de Mempo Giardinelli que versa sobre las víctimas de la dictadura argentina

Para Miguel Ángel Molfino

–Para mí que es Segovia –dice Aquiles, pestañeando, nervioso, mientras codea al Negro López–. El de anteojos oscuros, por mi madre que es el cabo Segovia.

El Negro observa rigurosamente al tipo que toca el bandoneón, frunciendo el ceño, y es como si en sus ojos se proyectara un montón de películas viejas, imposibles de olvidar.

La escena, durante un baile en una casa de Barrio España. Un grupo de amigos se ha reunido a festejar el cumpleaños de Aquiles. Son todos ex presos que estuvieron en la U–7 durante la dictadura. Han pasado ya algunos años, y tienen la costumbre de reunirse con sus familias para festejar todos los cumpleaños. Esta vez decidieron hacerlo en grande, con asado al asador, un lechón de entrada y todo el vino y la cerveza disponibles en el barrio. El Moncho echó buena la semana pasada en el Bingo y entonces el festejo es con orquesta.

Bajo el emparrado, un cuarteto desgrana chamamés y polkas, tangos y pasodobles. En el momento en que Aquiles se fija en el bandoneonista de anteojos negros, están tocando “Kilómetro 11”.

–Sí, es –dice el Negro López, y le hace una seña a Jacinto.

Jacinto asiente como diciendo yo también lo reconocí.

Sin hablarse, a puras miradas, uno a uno van reconociendo al cabo Segovia.

Morocho y labiudo, de ojitos sapipí, siempre to-aba “Kilómetro 11” mientras a ellos los torturaban. Los milicos lo hacían tocar y cantar para que no se oyeran los gritos de los prisioneros.

Algunos comentan el descubrimiento con sus compañeras, y todos van rodeando al bandoneonista. Cuando termina la canción, ya nadie baila. Y antes de que el cuarteto arranque con otro tema, Luis le pide, al de anteojos oscuros, que toque otra vez “Kilómetro 11”.

La fiesta se ha acabado y la tarde tambalea, como si el crepúsculo se hiciera más lento o no se decidiera a ser noche. Hay en el aire una densidad rítmica, como si los corazones de todos los presentes marcharan al unísono y sólo se pudiera escuchar un único y enorme corazón.

Cuando termina la repetición del chamamé, nadie aplaude. Todos los asistentes a la fiesta, algunos vaso en mano, otros con las manos en los bolsillos, o abrazados con sus damas, rodean al cuarteto y el emparrado semeja una especie de circo romano en el que se hubieran invertido los roles de fiera y víctimas.

Con el último acorde, El Moncho dice:

–De nuevo –y no se dirige a los cuatro músicos, sino al bandoneonista–. Tocalo de nuevo.

–Pero si ya lo tocamos dos veces –responde este con una sonrisa falsa, repentinamente nerviosa, como de quien acaba de darse cuenta de que se metió en el lugar equivocado.

–Sí, pero lo vas a tocar de nuevo.

Y parece que el tipo va a decir algo, pero es evidente que el tono firme y conminatorio del Moncho lo ha hecho caer en la cuenta de quiénes son los que lo rodean.

–Una vez por cada uno de nosotros, Segovia –tercia El Flaco Martínez. CONTINUAR LEYENDO


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