Lo primero que se distingue de la turba que grita mi nombre con una mezcla de fanatismo y horror es la escandinava cabeza pelirroja de Olaf Stamm, el cura, que está allí supuestamente para controlar los ánimos y garantizar que se me aprehenda con las garantías de ley. Que se ejemplarice la punición del más execrable de los pecados, pero que el pueblo no manche sus manos.
No me sorprende reconocer a la cocinera entre el gentío. La disculpo. El rostro moreno sobreexpuesto al sol y a la tristeza ni siquiera gesticula. Está allí porque tiene que estar. ¿En qué otro lugar podría aguardar por la reaparición de la hija, la meserita de ocho años, cuyo colmillo izquierdo yo guardo en calidad de obsequio? Si la cocinera tocara a mi puerta con seria amabilidad, yo le devolvería el colmillo para que por lo menos tuviera algo de la hija, un recuerdo.
Pero así, con brutalidad, yo no cedo.
Piensan que voy a quebrarme, que mi condición de extranjero constituye un terreno abonado para el escarnio, que traigo de otras culturas vicios y taras que practico en mi enfermiza intimidad.
En todo caso, el cura es también un extranjero y trae sus propios vicios y sus propias supervivencias. Si lo acogen es por el negocio redondo que les ofrece desde su atril cada domingo: la eterna salvación. Yo, que conozco mejor el tedioso asunto de la eternidad, no prometo nada. Ni jodo, ni que me jodan. Negocio justo.
Hasta ayer vivía bien acá. No tenía planes de moverme del Beni, por lo menos hasta que se hiciera indisimulable e incómoda la persistencia de mi relativa juventud. No siempre puedo fingir. No siempre quiero fingir. La autenticidad es para mí un lujo, algo que otros desperdician y gastan sin un proyecto. La autenticidad debería ser un proyecto existencial, o por lo menos político. Esto es algo que la niña intuyó desde el comienzo y por eso me atreví a hacer lo que hice.
¡Que salga el maldito!, grita alguien de la turba. Es una voz aguda de mujer. La cocinera permanece quieta, en silencio, dignísima en la tragedia. A ratos me entra la duda de si ella estaba enterada.
¡Salí, hijo de puta!, grita un hombre.
Espío por la hendidura que ha dejado un piedrazo en la madera gastada de la ventana de cuatro hojas. Los cuellos gritan, se inflaman, brotan venas importantes que, sin embargo, en este momento, no me despiertan apetito alguno. No estoy nervioso por ellos. Esta inquietud responde a otras causas.
La niña desapareció hace dos noches. Las primeras barridas de la Policía dieron con un grupo de maleantes de poca monta. Los soltaron después de masacrarlos y comprobar que, aunque ubicaban a la meserita, no tenían la más pálida idea de su paradero.
Fue el propio Stamm, con sus terrores eclesiásticos, quien se personó en la Comandancia para comentar sus sospechas. La anterior vez, con el caso de la gringa pelirroja (¿qué cuentas pendientes tendré yo con los pelirrojos?), fue también el mismísimo Stamm quien sugirió mi nombre como un dato a tomar en cuenta. No se armó ninguna turba aquella vez, y hasta pude hacerme el ofendido, el dolorido por semejante insinuación. Además, la Embajada quedó contenta con el informe forense: la gringa se había electrocutado intentando tumbar mangos maduros de un árbol más frondoso que el que Olaf Stamm cultivaba en el edén de su imaginación. La varilla metálica con la que la infortunada intentaba robar esos frutos había hecho contacto con un cable de alta tensión que atravesaba el follaje y, como dicen por estos lares, “chau majau”.
El único que podía atribuirme una muerte con ese método era el cura Stamm, que sus conocimientos tendrá y eso se lo concedo. CONTINUAR LEYENDO
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