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sábado, 19 de julio de 2025

"LA POESÍA NO VENDE MOTOS". Juan José Millás, El Correo de Andalucía 8 JUL 2025

A veces me pregunto por qué la poesía no tiene la capacidad de penetración de la prosa. Si la poseyera, el mundo sería mejor. No se sabe de ningún código penal que se haya escrito con intenciones de carácter lírico. ¿Por qué? Quizá porque la lírica busca la absolución más que el castigo, aunque pocas personas se castiguen tanto como los poetas. De hecho, son dados (y dadas) a las migrañas. Silvia Plath habla en uno de sus versos de un “huracán de migrañas”. Piénsenlo bien, “huracán de migrañas”. Si una sola te puede amargar el día, cómo será recibirlas en forma de tormenta. Reparen, sobre todo, en el ojo del huracán, que en las migrañas suele ser tu propio ojo.

La poesía tiene esa capacidad de atravesarte. Dice Darío Jaramillo en otro verso: “Son las dos de la tarde / y el sol hierve transparente a 30 grados”. ¡Qué sencillez!, ¿no? Son dos versos tan simples, tan descriptivos, que podrían pasar por pura prosa. Pero uno los lee en el metro y tiene que levantar la vista del libro porque ha sabido de repente lo que significa que sean las dos de la tarde y que el sol hierva a 30 grados. Lo había experimentado desde la infancia, pero había ignorado su sentido hasta el momento de leerlo. A ningún juez se le ocurriría firmar una sentencia con esta precisión: “En Madrid, a 7 de julio de 2024. Son las dos de la tarde y el sol hierve a 30 grados”. Si alguno se atreviera a hacerlo, lo sacaríamos a hombros, incluso el condenado se prestaría a participar del homenaje.

¡Ah, la poesía! Dice Louise Glück: “Mi alma / hecha añicos por el esfuerzo / de intentar ser parte de la tierra…”.

“Mi alma hecha añicos por intentar ser parte de la tierra…”. Jamás le he escuchado algo semejante a un ecologista. La ecología no penetra porque está hecha en prosa.

Me pregunto con qué palabras dictaría una sentencia de muerte un juez poeta. Y me contesto que o dejaría de ser poeta o dejaría de ser juez. La judicatura es compatible con casi todo, menos con la lírica. Puedes ser juez y albañil, juez y mecánico, juez y atleta, incluso juez y parte, pero no puedes ser juez y bardo al mismo tiempo como no se puede ser a la vez mosca y araña.

¿Por qué (vuelvo al principio) la poesía tiene menos capacidad de penetración que la prosa? ¿Por qué no es habitual redactar en octosílabos un contrato de compraventa de una moto, o en alejandrinos un certificado de defunción? Porque la poesía es peligrosa. No vende motos y tiene el poder de resucitar a los muertos.

martes, 6 de mayo de 2025

"LIBROS INFANTILES DEL PASADO PARA TRANSFORMAR EL PRESENTE". Gustavo Puerta Leisse (El Confidencial)

"Hasta la reciente publicación de 'Radio Benjamin', editada por Lecia Rosenthal, pocas personas sabían que el filosofo alemán Walter Benjamin escribió para el público infantil. Algunos pocos especialistas repararon en ello sin darle mayor importancia, se conformaban con argüir que se trataba un oficio alimenticio al cual tuvo que someterse el pensador judío en un período de especial instabilidad económica y personal. Pocos han sido capaces de relacionar los distintos escritos que dedicó a los juguetes, los libros para niños, el teatro infantil y sus reflexiones sobre sus primeros años de vida en Berlín como un aspecto constitutivo de su trayectoria intelectual."

[...] "Leer estos programas evidencia el rigor, respeto e imaginación de este pensador, de su estimación del niño como interlocutor y de la exigencia y satisfacción que esta actividad le suponía. Al terminar el volumen sentimos cierto desasosiego cuando contrastamos la actitud del filosofo berlinés con, por ejemplo, la condescendencia, facilismo y estupidez con la que los escritores (y algunos de ellos Académicos de la Lengua) Mario Vargas Llosa, Luis Mateo Díez, Javier Marías, Arturo Pérez Reverte, Almudena Grandes, Enrique Vila Matas y Juan Marsé acometieron el encargo de escribir cuentos infantiles para la editorial Alfaguara.

Lamentablemente, hoy en la producción de libros para niños en España prima ese actitud ramplona y mercantil en la que se valora al niño más como un consumidor pasivo que como un sujeto inteligente y sensible, y a la literatura infantil más como un regalo molón que como un género exigente y complejo capaz de nutrir la sensibilidad, curiosidad y forma de ver y estar en el mundo de la generación venidera."


Nota: El artículo trae también recomendaciones sobre libros

lunes, 21 de abril de 2025

“LAS PREGUNTAS SON PELIGROSAS PORQUE ALTERAN EL ORDEN ESTABLECIDO”. Entrevista a Alberto Manguel

Si algo define a Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) es su capacidad para indagar en los aspectos menos evidentes de la cultura, de las formas del libro a las metáforas que se han usado a lo largo del tiempo para describir al lector. Títulos como Breve guía de lugares imaginarios o su ya indispensable Una historia de la lectura dan cuenta de un espíritu al que no intimidan las grandes preguntas ni muestra desprecio por las pequeñas. Su libro más reciente (Curiosidad. Una historia natural, Almadía, 2015) es una exploración –amplia, documentada y libre, en más de un sentido– de ese deseo de saber que nos identifica como seres humanos.

"Las preguntas son peligrosas porque alteran el orden establecido. Por eso en los dogmas políticos y religiosas, toda pregunta tiene su respuesta absoluta. Preguntar es levantar la tapa de la caja de secretos, abrir la puerta prohibida. La curiosidad nos hace transgredir para avanzar. Una sociedad en la que no se hacen preguntas es una sociedad muerta. Es la definición de Auschwitz que el guarda le dio a Primo Levi: “Aquí no hay porqué.”

ACCEDER A LA ENTREVISTA Y AL ARTÍCULO "CURIOSIDAD" DE A. MANGUEL

Fuente: Blog Letras Libres

sábado, 5 de abril de 2025

"LITERATURA SIN MUJERES... ¿TODAVÍA?". La columna de Yolanda Reyes en El tiempo (05 de febrero 2023)

Hay tipos de novela que ya no se escriben: las de espías o las de mar. Tal vez porque corresponden a experiencias del pasado”, escribió Santiago Gamboa en su reciente columna de ‘El Espectador’, y organizó una ruta de tendencias literarias en torno a lo que considera “el predominio de dos formas: la novela negra y sus matices intermedios, y las novelas de autoficción, engastadas en historias (…) de ‘formación’ literaria o de retratos familiares”.

Aunque descreo de las taxonomías literarias casi tanto como de las listas de libros más vendidos, me interesó entender cómo veía reflejadas el autor “las experiencias del presente” en la escritura, y a medida que él iba rastreando paternidades literarias y trazando rutas desde Cervantes, Rilke, Joyce y Borges hasta Knausgård, Vila-Matas, Fresán o Abad, yo me sorprendía al ver que las mujeres estaban tan ausentes de la lista como las novelas de espías.

La excepción de los tres renglones finales, en los que salían “los (sic) que escriben novelas de toda la vida” y se mencionaban a la “gran” Almudena Grandes y la italiana Elena Ferrante”, parecía confirmar el sesgo. No entendí si esa mención de dos escritoras de “novelas de toda la vida” –¿qué significa?– era una generalidad que excusaba el no poder decir algo más específico sobre sus obras, o si se trataba de una “galantería” condescendiente. Comoquiera que sea, la mención es diciente: en el caso de Ferrante, que es un seudónimo, el escritor fantasma puede ser varón. Y en el de Grandes, de cuya obra se puede decir tanto, ya no escribirá más porque se ha muerto.

Me interesa la “lista” de Gamboa porque las bibliotecas, reales e imaginarias, son cartografías para intentar comprender el mundo y darle un orden. Y puesto que las representaciones humanas, transformadas en palabras y símbolos, van creando metáforas de las ideas y de las emociones, y abren –o cierran– mundos posibles, esas taxonomías ilustran los sistemas de clasificación imperantes durante siglos, con sus sesgos invisibles e inconscientes.

Por citar un ejemplo obvio, recuerdo la bibliografía que recibí en la universidad (quizás la misma leída por Gamboa), en la que no figuraban, más que como excepciones meritorias, un par de mujeres. Si como dice Rebecca Solnit, “las bibliotecas contienen todas las historias que se han contado, existen bibliotecas fantasma con todas las historias que no se han contado”, y “los fantasmas superan a los libros por una cifra inimaginablemente vasta”.

Sirve poco de consuelo saber que en todos los oficios fue igual y que los rescates de algunas mujeres borradas de los oficios, las ciencias y las artes es una tarea arqueológica, con muchas huellas perdidas o simplemente inexistentes. Ese es el pasado, a pesar de los esfuerzos para darle otras lecturas, y hace parte inevitable del presente: de lo que somos (o no fuimos). Sin embargo, así como nos enseña Kuhn sobre los paradigmas científicos que hacen crisis y son reemplazados por otros que reorganizan paulatinamente la experiencia, ningún sistema de clasificación está a salvo de la experiencia cambiante y compleja que es la vida, y que se refleja, cada vez de formas más hermosas y diversas, en la literatura.

Si, como afirma Siri Hustvedt, dividimos, clasificamos y creamos fronteras, a menudo inconscientes, conviene interrogar las listas para rastrear los órdenes simbólicos que nos impiden ampliar nuestras miradas, y sospechar, con toda la curiosidad intelectual, de lo que encaje en taxonomías inamovibles.

En tiempos de fronteras cambiantes y porosas, la literatura está abriendo rutas que expanden nuestras formas de escribir y de leernos, y que están explorando, es importante decirlo, las mujeres.

domingo, 16 de marzo de 2025

"LOS SUEÑOS SIEMPRE HAN FORMADO PARTE DE LA LITERATURA". José Daniel Martínez (Universidad de Murcia) en The Conversation ES

Una de las páginas del manuscrito de Alicia
en el país de las maravillas
 de Lewis Carroll en 1864

 “Creí escuchar una voz que me decía: Macbeth, tú no puedes dormir, porque has asesinado al sueño. Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor, el sueño, descanso de toda fatiga: el alimento más dulce que se sirve a la mesa de la vida”.

Es curioso citar al personaje de la tragedia de Shakespeare, que ha perdido la capacidad de soñar, justo cuando vamos a hablar de quienes sí sueñan en los libros. Pero precisamente esa incapacidad lo define: deja claro quién es, qué ha hecho y por qué tiene que pagar.

Macbeth no puede probar “el alimento más dulce que se sirve a la mesa de la vida”, pero muchos otros personajes lo han hecho.

La literatura onírica, es decir, aquella que apela a los sueños para desarrollar parte de su trama, nos ha acompañado desde siempre. De hecho, los eventos asociados con el sueño literario han sido el foco de mi estudio. A lo largo de la historia, los sueños han servido como premoniciones, justificaciones e incluso como espacios de exploración de la realidad y la imaginación.

Premoniciones en la literatura onírica

Desde tiempos antiguos, la interpretación de los sueños se considera un proceso divino, otorgando a la experiencia onírica un carácter sagrado y profético.

Tanto en los relatos épicos como en las escrituras sagradas, los sueños han sido representados como mensajes de los dioses para advertir o guiar a los mortales. Este aura premonitoria ha marcado profundamente la literatura.

Uno de los ejemplos más antiguos de este fenómeno aparece en la épica de Homero, La Odisea. Penélope, esposa de Ulises, espera el regreso de su marido mientras es pretendida por numerosos hombres. Y de repente un sueño premonitorio le anticipa su vuelta. Lo interesante es que esta experiencia no le sucede necesariamente cuando está dormida, sino despierta. Así, con ese conocimiento, Penélope se convierte en un símbolo de paciencia, astucia e inteligencia, en la viva imagen de la representación de la espera para reunirse con su amado.

En contraste, los sueños se presentan en la Biblia como visiones divinas enviadas durante el sueño real. Un ejemplo claro es la historia de Daniel y Nabucodonosor. El rey babilónico es incapaz de interpretar sus propias visiones. Así que Daniel actúa como el oráculo que descifra sus sueños, vislumbrando el futuro del reino y salvándose de la condena al demostrar su utilidad.

Este patrón se repite en diversas tradiciones literarias: los sueños como presagios de eventos que están por ocurrir, ya sea en la vida de los personajes o en el destino de naciones enteras.

El sueño como herramienta de absolución

Además de ser una fuente de premoniciones, la literatura onírica ha sido utilizada como un recurso para exculpar personajes e incluso a los propios autores. A través del sueño, es posible presentar eventos que de otra manera serían inadmisibles en un contexto social o moral.

Dante Alighieri, en La Divina Comedia, utiliza este recurso para sortear la censura. Su descenso al Infierno es presentado como una experiencia onírica, permitiéndole abordar temas sensibles sin temor a represalias. Gracias a este artificio, Dante puede detallar castigos atroces, criticar a figuras religiosas e incluir a personajes históricos en su relato sin que sus palabras sean interpretadas como una afrenta directa.

Esta estrategia narrativa no solo funciona como una vía de protección para el autor, sino que también refleja una perspectiva teológica. La doctrina católica exculpa los pecados ocurridos durante el sueño, pues se considera que el ser humano no tiene control sobre lo que sueña. En este sentido, el mundo onírico se convierte en un espacio sin consecuencias morales, un territorio donde los personajes pueden actuar sin ser juzgados.

Dante, al relatar su viaje en sueños al Infierno, no solo explora su desviación del camino recto, sino que también emplea el sueño como un escudo narrativo. Gracias a esta perspectiva, el lector puede sumergirse en su visión sin cuestionar demasiado la veracidad de los eventos.

La frontera difusa entre sueño y alucinación

Dentro del vasto campo de la literatura onírica, hay casos donde los sueños se entrelazan con la alucinación, generando narrativas más complejas y desafiantes. Ejemplos emblemáticos de esta fusión son Peter Pan y Alicia en el país de las maravillas.

En Peter Pan, J.M. Barrie transporta a sus lectores a la mágica Tierra de Nunca Jamás, donde los niños nunca crecen. La historia juega constantemente con la percepción de la realidad: ¿es la aventura de Wendy y sus hermanos un sueño o una experiencia real? Al final, la duda persiste, reforzando la idea de que la imaginación infantil y el sueño son casi indistinguibles.

Por otro lado, Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, sumerge al lector en un universo caótico donde la lógica convencional se quiebra. Todo el relato se presenta como una ensoñación de Alicia, pero las reglas del mundo onírico se mezclan con las de la alucinación, creando una experiencia literaria única. La obra desafía al lector a cuestionar qué es real y qué es producto de la mente de la protagonista.

Ambas historias exploran la naturaleza efímera del sueño y su capacidad para desdibujar los límites entre lo tangible y lo imaginario. Más que simples relatos de fantasía, estas obras son reflexiones sobre la mente humana, la percepción de la realidad y la influencia del subconsciente en nuestra experiencia.

A lo largo de la historia, la literatura onírica ha servido como un reflejo de la humanidad, explorando sus miedos, creencias y deseos más profundos. Desde los sueños premonitorios de la antigüedad hasta los relatos que desafían la realidad, el sueño ha sido un recurso narrativo esencial.

A medida que la literatura evoluciona, el papel del sueño continúa expandiéndose, reafirmando su importancia como una herramienta capaz de dar forma a nuestras historias y a nuestra comprensión del mundo.

viernes, 7 de marzo de 2025

"ÉRASE OTRA VEZ: LA AVALANCHA DEL «RETELLING»,NUEVAS FORMAS DE CONTAR EL MISMO CUENTO DE SIEMPRE". Un artículo de Jesús Palacios publicado en El Cultural de elespanol.com el 17 agosto, 2023

Fotograma de la película 'La puerta mágica',
un cuento de hadas moderno para este verano
Cuando llega la canícula y se hace difícil dormir, nada mejor que leer (o que te lean) un buen cuento de hadas para intentar conciliar el imposible sueño de una noche de verano. Hay para elegir: el siglo XXI ha comenzado con una avalancha de nuevas formas de contar el mismo cuento de siempre, transformándolo y poniéndolo al día para los lectores actuales. En eso se basa lo que ahora llaman retelling.

Pero, ¿es realmente algo tan nuevo? ¿O sólo una etiqueta más? Al fin y al cabo, cabe preguntarse si la propia naturaleza de los cuentos de hadas no es ya de por sí la de recontarse una y otra vez, añadiendo, quitando, cambiando y transformando aquello que sus nuevos oyentes o lectores necesitan —o se supone que necesitan— para poderlos disfrutar casi como si fuera la primera vez.

En el principio, fue la voz. La voz humana, que diría Jean Cocteau, que de recontar cuentos algo sabía. Las historias feéricas se transmitían oralmente. Junto al fuego que calentaba a la tribu, como en los títulos de crédito de la serie Cuentos asombrosos (Amazing Stories). Al calor del hogar, cuando se establecieron las primeras comunidades. Para dormir a los niños, cuando los mayores creían saberlo ya todo y que quien necesitaba historias con moraleja era su inexperta progenie.

Lo que llamamos a grandes rasgos cuentos de hadas eran (y son) una preparación para la vida, una guía para crecer y madurar… Pero también, no lo olvidemos, un fantástico entretenimiento. Un necesario ejercicio de imaginación, para emocionar, divertir y maravillar.

Las primeras recopilaciones literarias de estas tradiciones y relatos orales no eran necesaria ni explícitamente para niños. En el siglo XVI italiano, Giovanni Francesco Straparola y Giambattista Basile publicaron sus transcripciones de cuentos de hadas populares. Sobre todo el segundo, con su Pentamerón. El cuento de los cuentos (Siruela), se convertiría en una de las principales fuentes para las posteriores obras de Perrault y los hermanos Grimm.

En sus páginas se encuentran ya versiones de "La Cenicienta" o "El gato con botas", que Basile vertió en dialecto barroco napolitano, con intenciones claramente literarias, pensando en los mismos lectores que habían disfrutado con Dante o Boccaccio. A ellos podría sumarse también el curioso dominico Francesco Colonna, con Las historias del mago Setne y otros relatos del Egipto fantástico (Siruela).

A mediados del siglo XVII, el éxito de La Fontaine y Perrault puso de moda los cuentos de hadas en los salones literarios aristocráticos de Francia. Los cuentos de Madame Leprince de Beaumont y de Madame d'Aulnoy reflejan el esplendor de la corte de Luis XIV, con su estilo culterano, exquisitamente coloquial y refinado. Sus oyentes eran la crème de la crème, nobles que frecuentaban los salones de Mademoiselle de Scuderi o Madame de La Fayette, donde se narraban añadiendo nuevos y sutiles sobreentendidos y dobles sentidos. Es decir: recontándolos. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 14 de febrero de 2025

"LA EXPERIENCIA DE LEER A LOS NIÑOS". Un artículo de Yolanda Reyes

“La mejor voz es la de un cuerpo que canta: una voz amada que nombra y estrena el mundo."

Para leer un cuento se necesita casi lo mismo que para bailar la Bamba: “un poquito de gracia y otra cosita”. La gracia la aporta cada niño: sus oídos atentos a esa voz que inventa un mundo, sus ojos abiertos y asombrados que van y vienen, del libro al rostro adulto, y esa cercanía deliciosa que tienen los niños para buscar refugio en el calor de sus seres queridos. Las otras cositas las aportan los adultos: ese ritual que se repite cuando papá, mamá o cualquier cuidador amoroso deja su vida en suspenso para entregarles una historia.

Con las palabras mágicas del ”érase una vez” se erige un mundo imaginario, donde no caben el teléfono ni las urgencias del mundo real. “Que nadie interrumpa porque estoy leyendo un cuento”, dirá el adulto. Entonces los niños irán aprendiendo, piel a piel, que esa conversación sobre la vida que ocurre entre las líneas de un cuento da nombre a las emociones. Y aprenderán también a querer los libros porque les permiten conversar con sus seres queridos.

En esa coreografía que es como un baile y que amarra a una pareja lectora -niño y adulto- o que hace una rueda para convocar a todo un grupo, en el hogar, en una escuela, en el parque, en una biblioteca, está la esencia de la lectura y ustedes saben cómo crearla. ¿Acaso alguien podría enseñarles a bailar, a enamorarse o a arrullar a un bebé? Lo que sí puedo corroborar… es que los niños no llegan solos a la lectura y que para leer en la infancia, se necesitan los adultos: sus voces que suben y bajan, que exclaman, preguntan, cuentan y cantan son la partitura para aprender a hablar, a escuchar y a leer lenguajes diversos.

Ese triángulo amoroso que une tres vértices –libro, adulto y niño– se queda en la memoria profunda de los primeros lectores…

…un secreto que me han contado los niños: nadie lee mejor los cuentos que un papá, una mamá o un adulto amado por ellos.

… hay otra razón más poderosa para que sus niños los prefieran a ustedes y es que, mientras dura la historia, no se pueden escapar ni hacer nada distinto que estar ahí, de corazón y de viva voz. Y como a los niños les gusta tener cerquita a sus seres queridos, les pedirán un cuento y otro… y otro más. Porque los niños son hijos del “otra vez” y cuando descubren que las palabras son un conjuro para prolongar la presencia prefieren sus voces a las de cualquier aparato, así como un bebé prefiere un arrullo cantado en la voz de su madre o su padre a la voz del mejor cantante del mundo.

La voz, el libro, el abrazo. No creo que exista un “lugar” más exacto para situar el nacimiento de la literatura en la vida.”

Publicado en la revista colombiana Bienestar Colsanitas.

lunes, 7 de octubre de 2024

"LOS ALUMNOS QUE LEEN LIBROS DE MÁS DE 100 PÁGINAS LLEVAN UN CURSO DE VENTAJA: ¿CÓMO PUEDEN LAS FAMILIAS FOMENTARLO?". IGNACIO ZAFRA, El País 22 SEPT 2024

Leer obras largas no solo mejora la comprensión de textos lineales por parte de los adolescentes, sino también la que requiere combinar múltiples fuentes, cada vez más habitual en el mundo digital. El papel de los progenitores es clave, según las investigaciones

Los adolescentes que leen libros de más de 100 páginas llevan una ventaja equivalente aproximadamente a un curso académico en comprensión lectora a quienes no lo hacen, después de descontar el nivel socioeconómico y cultural de su familia, que es lo que más influye en el rendimiento académico de los estudiantes, según datos del Informe PISA, la evaluación internacional que realiza cada tres años la OCDE, una organización de la que forman parte principalmente países ricos. Y los chavales que leen argumentos complejos no solo comprenden mejor textos lineales. También se manejan mejor cuando se trata de extraer información combinando fuentes múltiples y en ocasiones contradictorias, como ocurre con frecuencia al navegar por internet.

Los resultados de PISA (para una explicación más detallada, ir al final del texto) no implican causalidad, sino que reflejan que existe una asociación entre dichos elementos, advierte Miyako Ikeda, una de las responsables de la evaluación internacional. “Lo que sí podemos decir es: no olviden la importancia de la lectura tradicional, porque los estudiantes que obtienen una alta puntuación en PISA son aquellos que están leyendo textos más largos. Y al mismo tiempo son los que hacen mejor cosas que son muy importantes en la lectura digital, como distinguir hechos de opiniones y conciliar información de fuentes distintas, como la que puede encontrarse en dos páginas webs. Estas habilidades, que ya eran necesarias antes, se están volviendo cada vez más relevantes”.

La evolución de la comprensión lectora en España no es buena. Según el mismo Informe PISA, el rendimiento del alumnado ha caído 22 puntos entre 2015 y 2022 (frente a un descenso medio de 17 puntos en los países de la OCDE). El Ministerio de Educación ha impulsado por ello un programa para mejorar esta competencia que va a ponerse en marcha este curso. De momento con un presupuesto pequeño, de 30 millones de euros, al no haber podido aprobar los Presupuestos Generales del Estado de 2024. En España, el 50,7% de los chavales de 15 años leen libros de más de 100 páginas, según PISA. Un porcentaje que supera la media de la OCDE (43%), pero que está lejos de los países que encabezan la lista, Finlandia (74,4%), Dinamarca (74,2%) y Reino Unido (71%), que obtienen entre 15 y 20 puntos más en comprensión lectora que España (que logra 474, frente a los 476 de promedio de la OCDE).

El sistema educativo es clave para mejorar las habilidades lectoras de los estudiantes, como también lo es, señalan los expertos, el papel de las familias. Una investigación internacional publicada en 2022, basada en datos de 3.690 gemelos finlandeses de 12 años, llegó a la conclusión de que, a diferencia de lo que muchas veces se piensa, son las habilidades lectoras las que impulsan que los niños y niñas disfruten de la lectura, y no al revés. Es decir, que es saber leer bien lo que permite que los chavales disfruten leyendo mucho más que al contrario. El mismo trabajo reflejó que en torno a un 20% de las habilidades lectoras (así como del disfrute lector) de los chavales se explica por factores ambientales como el hecho de ver a los progenitores leer o disponer de suficientes libros en casa. El porcentaje de adolescentes de 15 años que leen obras de ficción porque quieren hacerlo (no por obligación escolar) se situaba en el 30,3% en 2018, según el Informe PISA, muy poco por encima que la media de la OCDE (29%). CONTINUAR LEYENDO

jueves, 29 de agosto de 2024

"LA VIDA ETERNA DE DOROTHY PARKER". Un artículo de Elvira Lindo, Letras Libres 1 AGO 2024

https://letraslibres.com/revista/la-vida-eterna-de-dorothy-parker/01/08/2024/

Lo extraordinario de la vida y obra de Parker es su tendencia innata a la insatisfacción: ser querida por los lectores no le proporcionaba algo parecido a la felicidad.

Cuatro son las ocasiones en que Dorothy Parker intentó suicidarse. Cuatro, al menos, que hayan quedado acreditadas en la cronología de su vida: 1923, 1926, 1930, 1932… Tal vez hubo más. Es posible que su entonces fulgurante figura pública convirtiera en públicos esos intentos frustrados. La muerte palpita en toda su obra, a veces de forma deliberadamente cómica, y se deja ver en los poemas que la convirtieron en un personaje popular gracias a una habilidad innata para realizar un giro inesperado en el último verso con el que provocar una sonrisa, una duda o un pensamiento.

Razors pain you;
Las navajas de afeitar te duelen;
Rivers are damp;
Los ríos están húmedos;
Acids stain you;
Los ácidos te manchan;
And drugs cause cramps.
Y las drogas causan calambres.
Guns aren’t lawful;
Las armas no son legales;
Nooses give;
Las sogas dan;
Gas smells awful;
El gas huele horrible;
You might as well live.
Más vale que vivas.

Dorothy Parker, de cuna apellidada Rothschild, nació en Nueva Jersey un 22 de agosto de 1893, en uno de esos días del final de verano en que los neoyorquinos abandonan la ciudad aprovechando las minivacaciones en torno al Labor Day, pero enseguida, como así sigue sucediendo, regresaron a su barrio, el Upper West Side, en el que se desarrollaría gran parte de la vida de la escritora que ha representado de manera más vehemente el espíritu de la ciudad, o de aquella ciudad que fue y ya no será. De padre judío y de madre católica, la pequeña Dorothy se quedó huérfana de madre a los cinco años y, a pesar de crecer en el seno de una familia acomodada y numerosa, la mala relación con la madrastra generó en ella un sentido incurable de soledad que la acompañó toda su vida. Célebres son los versos en los que dice: “Childhood… If I wrote about mine you wouldn’t sit in the same room with me. / Niñez... Si escribiera sobre la mía, no te sentarías en la misma habitación que yo.”Dorothy abandonó los estudios antes de acabar el bachillerato, ya que de los catorce a los veinte años se dedicó a cuidar a su padre, por el que sentía devoción, y aunque no se sabe mucho de aquel tiempo de vida recogida sí dejó constancia de la cultura que adquirió en soledad (But, by God, I read / Pero, por Dios, leí) y de los títulos que cimentaron su vocación, entre ellos, Vanity Fair, de Thackeray, que aseguraba haber leído más de una docena de veces.

Al morir el padre, la economía familiar se derrumba y ella comienza su vida errante de pensiones buscando la manera de ganarse la vida; en un primer momento, toca el piano en un estudio de baile, pero enseguida procura adentrarse en el universo que a ella le interesa, el de la escritura, por el que ha mostrado una habilidad precoz, en concreto, componiendo el tipo de poemas que por aquel entonces se había convertido en un género muy popular (light verse) que los lectores lograban aprender de memoria porque respondían a rimas en las que el ingenio chocante era su mayor gancho. Se casa muy joven con Edwin Pond Parker, del que se separaría poco tiempo después mateniendo un apellido que le borra unos orígenes judíos por los que no sentía excesivo apego. No pasó mucho tiempo hasta que la joven neoyorquina consiguió su primer empleo en Vogue, luego en Vanity Fair y, más tarde, fue el mítico editor Harold Ross quien le echaría el lazo para su recién nacida revista The New Yorker, en la que colaboraría escribiendo poemas, cuentos y críticas, y prestando su creciente prestigio al éxito de la publicación, porque a los 32 años Parker ya era una insólita celebridad que había hecho historia en el mundo de la edición convirtiendo su primer libro de poemas, Enough rope, en un best seller.

Lo extraordinario de la vida y obra de Parker es su tendencia innata a la insatisfacción: ser querida por los lectores no le proporcionaba algo parecido a la felicidad. La imagen de mujer alegre, segura de sí misma, que proyectaba una escritura valiente y sarcástica en la que ella parecía estar exhibiendo en primera persona y sin tapujos su propia experiencia enmascaraba a esa otra que sufría depresiones frecuentes, agravadas por el exceso de ingesta alcohólica que favoreció en parte la ley seca. Las chicas que la escritora retrató en sus cuentos tienen un cierto parecido a ella, frecuentan los speakeasy (tabernas clandestinas), viven de noche, quieren parecer frívolas y despreocupadas pero son obsesivas, dependen de amores condenados al fracaso y pasan la vida esperando visitas o llamadas de teléfono que las salven de su angustia. La diferencia es que esas mujeres que protagonizan los relatos de Parker viven precariamente, a menudo lampando y a la espera de ser mantenidas por un señor casado, mientras que la escritora llevaba la angustia en el alma más que en el bolsillo dado que, al menos, en esa época brillante de sus tres décadas de esplendor, veinte, treinta y cuarenta, gana dinero y lo dilapida. Pero la melancolía se palpa en cada historia. Así lo entendió Augusto Monterroso cuando seleccionó “Big blonde” (“Una rubia imponente”) para su antología de cuentos tristes, un cuento que obtuvo el prestigioso premio O. Henry, protagonizado por una de sus chicas superficiales, una de sus sports, que se buscan la vida entreteniendo a los hombres, viviendo de sus regalos a cambio de mostrarse siempre alegres y chispeantes, chicas que acaban siendo víctimas de una vida solo posible mientras dura la juventud.

“Su inteligencia es la inteligencia de su tiempo y su ciudad”, dijo el crítico Edmund Wilson, algo que aun siendo halagador y cierto la reduce a la consideración de una escritora atrapada en una época. Es verdad que los poemas de Parker están íntimamente ligados a los musicales de Broadway, a la música con la que genios como Cole Porter, los Gershwin o Irving Berlin contribuyeron a crear la banda sonora de una irrepetible etapa de talento abrumador que vibraba a pesar de la ley seca, de la gran depresión, de la guerra. El Nueva York de la comedia y del jazz está presente en el habla, en la música y la escritura y Parker es una de las cabecillas de ese momento irrepetible, con la misma autoridad con la que presidía la célebre mesa redonda del Algonquin en la que bullían cada noche unas mentes inspiradas por el ingenio alcoholizado de escritores y artistas, muchos de ellos abocados a ser derrotados por la mala vida. Robert Benchley, humorista y actor, se convirtió en su segundo marido, en un amor de idas y venidas, tan duradero como desequilibrado. Alrededor de aquella mesa se despachaban críticas feroces a las comedias estrenadas al otro lado de la calle. De aquella pareja, Benchley y Parker, brotaron guiones para películas como Ha nacido una estrella y tantos otros que fueron nominados en los premios Oscar.

Si imaginamos que el éxito proporciona la felicidad no podemos entender la complejidad de esta mujer de poderoso talento. Si bien ella habló la lengua de su tiempo, como dijo Wilson, creo que es ahora cuando podemos apreciar la hondura y la melancolía que se camuflan tras el humor. Tampoco estaría completo un retrato de Parker sin hacer referencia a su compromiso cívico: desde el apoyo a la república española, que inspiró el cuento “Soldados de la República”, a su decidida defensa de la causa de los derechos civiles. Tal era su admiración por Martin Luther King que tras morir su marido y sin herederos directos decidió dejarle su legado. King respondió a este regalo inesperado con sorpresa, porque no la conocía, también con agradecimiento. Algunos de los mejores cuentos de Parker están dedicados a esas mujeres negras de servicio que por una miseria vagaban de piso en piso en el acelerado Manhattan, trabajando para personas que o no las veían o las miraban con indisimulado desprecio.

Los últimos años de Dorothy Parker son los de una mujer que sucumbió a un total acabamiento físico. Las imágenes que ilustran el deterioro nos impresionan. Su escritura fue languideciendo, perdiendo ligereza y brillo, mostrando la espesura de una mente alcoholizada. Sobrevivió los últimos años gracias a la caridad de la millonaria Gloria Vanderbilt en una pequeña habitación de hotel con la compañía de uno de esos perros que la acompañaron en la borrachera nocturna y en la soledad de la vejez. Los perros y los caballos aparecen con frecuencia en la escritura de Parker, siempre observados con compasión y respeto.

Poco antes de morir de un paro cardiaco, le pidió a su amiga la guionista Lillian Hellman que se hiciera cargo de organizar su legado para que llegara a manos de King, pero Hellman, siempre una mujer de lealtad dudosa, descubriendo tras su muerte que en ese legado no había bienes económicamente rentables, se deshizo de su ropa, libros, cuadernos y objetos personales. Una decisión sorprendente tratándose de alguien a quien se le supone una sensibilidad por los recuerdos de una colega. Hellman tampoco atendió a la petición de Parker de ser incinerada sin actos de despedida y le organizó un rimbombante velatorio pagado por Vanderbilt en el que Parker lucía en su ataúd una especie de kimono bordado en oro. Algunas celebridades de la cultura aparecieron por allí a despedir a la escritora que había sido ya olvidada hacía tiempo, tanto que el bicho de Truman Capote comentó: “¿Ha fallecido? Yo creí que ya estaba muerta.” Lo curioso es que tras el acto fue incinerada y como nadie se hizo cargo de las cenizas estas acabaron olvidadas en la oficina de un abogado con quien ella había tenido relación. Ahí estuvieron, en un cajón, hasta los años ochenta, cuando la columnista Lillian Ross, enterada del insólito abandono de los restos de su vieja compañera, escribió un artículo que hizo que la naacp, la National Association for the Advancement of Colored People, se ofreciera a hacerse cargo y llevara el jarrón mortuorio a un cementerio en Baltimore donde están enterradas personalidades negras de los derechos civiles. Y ahí permaneció con una frase grabada en agradecimiento a su aportación a la lucha por la igualdad hasta que un lector empedernido de Parker, creador de la Dorothy Parker Society, tuvo noticia hace tres años de que iban a trasladar ese mausoleo a otro lugar y temiendo que la escritora quedara de nuevo en el olvido localizó a unas ancianas sobrinas nietas que a su vez descubrieron que la familia Rothschild guardaba un lugar reservado para ella en el cementerio Woodlawn del Bronx. Financiando la lápida con el dinero obtenido por un merchandising en el que destacan unas camisetas con la caricatura que de la escritora dibujó el gran Al Hirschfeld, también artista de aquella época gloriosa, y con rutas guiadas por el Nueva York de la escritora lograron devolver a la neoyorquina a la ciudad que alimentó su obra. Estos son los versos que se han inscrito en su lápida:

Leave for her a red young rose.
Déjale una rosa roja joven.
Go your way and save your pity.
Sigue tu camino y guarda tu lástima.
She is happy, for she knows
Ella es feliz, porque sabe
That her dust is very pretty.
que su polvo es muy bonito.

Los responsables del Cementerio del Bronx esperan que cada año acudan a rendir honor a Parker esos lectores que siguen encontrando sentido a la música de sus palabras, que se emocionan con ese humor teñido de melancolía. Historias de mujeres que siguen conmoviéndonos porque no se han quedado como mariposas enmarcadas en aquel tiempo. Las costumbres cambian, las mujeres y los hombres van igualando sus pasos, pero los seres humanos seguimos sacudidos por los mismos sentimientos, desilusiones, neurosis y por una indefectible incapacidad para encontrar sosiego.

Hace ya una década decidí seguir los pasos de Dorothy Parker. Me emocionaba pensar que vivía cerca de su universo. Visité su hogar familiar, el colegio, que seguía en pie, y luego, yendo hacia el sur, las oficinas de The New Yorker, comprobando con tristeza que su nombre no estaba incluido en la placa de los ilustres colaboradores que hicieron de esa revista lo que ha sido y lo que es. Espero que alguien haya reparado en ese indignante descuido. También fui, fuimos, muchas veces al Hotel Algonquin. Sigue la mesa redonda, pero el hotel ha perdido parte de su encanto al haber cerrado el Oak Room, un pequeño y nostálgico club de jazz donde aún se podía sentir la magia del viejo Nueva York. Comprobé, con alegría, que los libros de la escritora gozan de buena salud, The Portable Dorothy Parker sigue reeditándose y los derechos van, con toda justicia, a la naacp, como ella hubiera deseado. Ahora sé que ese olvido en el que cayó por un tiempo fue en parte provocado porque escritores que debían haber mostrado su agradecimiento o su deuda públicamente por haber inventado una manera de narrar la ciudad no lo hicieron, y a veces en la literatura ocurre eso: hay obras que no trascienden no porque hayan caducado sino por la mezquindad de quienes debieran defenderlas.

Siento que se está generando una nueva lectura de sus cuentos, que encuentran una vida plena más allá del irrepetible tiempo en el que fueron creados. Su voz irónica, audaz, atrevida nos sigue interpelando: “Londres es orgulloso, París se ha rendido, pero Nueva York es siempre esperanzador, siempre te hace creer que algo bueno está a punto de pasar y que hay que darse prisa para encontrarlo.” Recuerdo que yo también lo creía así, exactamente así.

jueves, 22 de agosto de 2024

"LO INSÓLITO". Un artículo de Sergio del Molino (Eñe. 17 Noviembre, 2017)

Tal vez la literatura sí tenga una función social, más allá de su mera existencia: recordar lo inverosímil. Por ejemplo, leo en la muy interesante novela Generación cochebomba, de Martín Roldán que, a principios de los noventa, cuando más dura fue la violencia en Perú, Sendero Luminoso volaba las estaciones eléctricas de las afueras de Lima y dejaba la capital a oscuras. En el apagón, los ciudadanos, aterrorizados, veían cómo en los cerros que rodean la ciudad se formaban hoces y martillos luminosas, compuestas por antorchas y luminarias. Una terrorífica demostración de poder. Lo leo en la novela y, aunque sé que es verdad, no puedo suspender del todo la incredulidad. Por eso necesito comentarlo con mis amigos peruanos, mientras paseo con ellos a medianoche por el distrito limeño de Miraflores, donde ninguna amenaza parece perturbar la alegría de una cena con unas copas. Se lo cuento y me confirman que así era, que ellos lo vivieron, que eran adolescentes o niños en aquella época. Se empezaban a escuchar explosiones, decían, y la ciudad se iba apagando por sectores, hasta quedarse completamente negra. Lima tiene nueve millones de habitantes, es una extensión interminable de calles siempre atascadas y ruidosas que recuerdan a Blade Runner. Ellos hablan de oscuridad y silencio. Y de hoces y martillos luminosos visibles desde muchas ventanas.

Lo insólito se vuelve cotidiano al vivirlo, y la literatura tiene el poder de reubicarlo en lo insólito. Es una defensa elemental: hay que seguir viviendo bajo los apagones y el terror y las bombas. Se trivializa, se sacan las velas con resignación acostumbrada, se hacen chistes, se intenta seguir como si todo eso fuese un fastidio normal, como el tráfico o la lluvia. Es el texto literario el que, a través de su mera enunciación, señala la anormalidad y la barbarie. Porque el texto es la mirada del extranjero, esa mirada imprescindible para cualquier sociedad que quiera verse a sí misma sin chovinismos ni costumbrismos de brasero.

La violencia genera literatura porque es una de las formas que las sociedades tienen de constatar su asombro, de despertar después de un trauma. ¿De verdad pasó todo eso? ¿Cómo lo toleramos? ¿Cómo lo normalizamos? ¿Cómo nos creció esa costra en la piel? ¿A partir de qué muerto dejaron de importarnos los muertos? No se trata sólo de recordar para que no vuelva a suceder. No importa si vuelve o no a suceder porque la literatura no tiene la capacidad de impedir ninguna catástrofe con su insolencia memorística. Se trata de palparse el cuerpo, de sentirse apelado, de reaccionar al ruido cuando ya hay silencio, que es lo que necesitamos para escribir y para leer.

Lo estamos viendo con todos los libros que están surgiendo al albur de la memoria de la violencia de ETA. Lo hemos visto durante décadas con todas las malditas novelas de la guerra civil (a las que Trapiello auguraba una larguísima vida en su imprescindible Las armas y las letras). Lo veo ahora en las librerías de Lima, donde encuentro mesas enteras dedicadas a las novedades que abordan la violencia de Sendero y la represión estatal (unas 30.000 víctimas, la mayoría de ellas entre 1987 y 1992). Tal vez allí encontremos los escritores una verdadera función social e histórica. Tal vez no seamos tan inútiles como algunos nos vindicamos.

jueves, 4 de julio de 2024

"EL DERECHO A SER FELIZ". Un gran artículo de Graciela Cabal.

¿Por qué este título? Ocurre que mi idea de felicidad estuvo en mi infancia –y está todavía- absolutamente ligada a la lectura, a los libros. Yo también “me figuraba el paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Y usé –y uso- los libros, la literatura, como huida, como escudo contra los miedos y desconsuelos.

La niña diminuta que se protegía del frío con un pétalo de rosa; las chicas March, regalando su desayuno de Navidad; el barco de polvo de oro de Peter Pan que yo veía, veía, navegar en el cielo cada vez que me asomaba a la ventanita del altillo de mis abuelos… Y después, más tarde, Remedios, la bella, llevada por un viento irreparable entre el blanco aleteo de sábanas con olor a sol… Puertas a un mundo donde todo es posible: muchachas harapientas que se convierten en reinas, sapos que en verdad son príncipes, el vertiginoso espectáculo del universo encerrado en una pequeñísima esfera tornasolada…

Además sucede que, desde hace tiempo, el tema de la felicidad –y no me refiero sólo a la felicidad que pueden proporcionar los libros- me preocupa y hasta me obsesiona. Es decir, lo que me preocupa es la ausencia de felicidad. Y estoy pensando en mi país, y sobre todo en mi ciudad, Buenos Aires. Qué poca felicidad se respira en Buenos Aires. Cuánta desesperanza.

Al hablar de felicidad me refiero a la de todos, pero especialmente a la de los chicos. Al derecho que los chicos tienen a ser felices. Felices porque sí, con esa dicha revientacorazones de la infancia.

Se ha dicho que cuando uno es muy pequeño comparte la felicidad de los animales, que ignoran la muerte.

“En el tiempo que festejaban mi cumpleaños”, dirá Pessoa, “yo era feliz y nadie estaba muerto”. 

El derecho a ser feliz…¿Está escrito ese derecho, bien clarito, en algún lado?

Es cierto que vendría a ser como un resumen de todos los otros derechos. Pero yo, por si acaso, lo preferiría con un número, el 1, y con unas letras grandes y fosforescentes. Para que nadie se haga el distraído. Para que nadie se piense que la felicidad es cosa de ricos (y los ricos son pocos). Y que para los pobres (y los pobres son muchos) la felicidad es un lujo. O un pecado. O algo del más allá. 

“La infancia es el lugar donde suceden todas las cosas, y suceden de una vez y para siempre, decía Cesare Pavese.

Ahora, yo me pregunto: ¿a los chicos, a nuestros chicos, les está sucediendo la felicidad?

Una de las cosas que pasan de una vez y para siempre en la infancia, son los primeros encuentros con los libros. De ahí la importancia de la calidad de esos primeros encuentros, de esas primeras escenas de lectura de las que, con frecuencia, hablan los escritores en sus libros y que suelen ser vividas como verdaderos deslumbramientos gozosos. ¿Acceden los chicos, nuestros chicos, a esa clase de felicidad?

Difícil hablar de la felicidad de los chicos cuando sabemos que, en el mundo, la mayoría de los chicos son pobres y la mayoría de los pobres son chicos. Que las víctimas primeras de cualquier desgracia, natural o inventada por los hombres, son los chicos.

Difícil hablar de la felicidad de los chicos cuando tantos chicos se han quedado sin oreja que los escuche (esa oreja verde y joven de la que hablaba Gianni Rodari) . Y que de tanto no tener ninguna oreja amiga, muchos chicos se han quedado también sin relato (cada vida es un relato), sin palabras. Y qué peligro cuando alguien se queda sin palabras. Porque son las adicciones las que pasan a ocupar el lugar de las palabras (adicto significa: no dicho).

Difícil hablar de la felicidad de los chicos aquí y ahora, frente al escándalo de chicos sin techo, sin comida, sin escuela, sin hospital, sin agua potable. Escándalo y vergüenza de una sociedad que parece estar suicidándose como nación.

Claro que la felicidad de los chicos es cosa de los grandes. ¿Y es posible para un grande con hambre y sin trabajo, y que se esconde porque no ha podido, piensa, proteger a los suyos de tanta desdicha, es posible, digo, enseñarle a un chico a ser feliz? En una sociedad donde no se valore sino lo que puede justificarse desde el punto de vista de la eficacia, “la causa de los niños”, como decía Françoise Dolto, “está tan mal defendida”.

¿Será que Dios se cansó de los hombres? (de los chicos, no: de los chicos nunca se cansa Dios. Y de las mujeres se cansa, pero poco). ¿Será que Dios, que estaba mirando hacia abajo con su catalejo divino para ver cómo andaban las cosas, justo tuvo la ocurrencia de enfocar el país de nosotros y lo que vio lo hizo enojar y nos retiró su amistad? Hace tanto tiempo que no se aparece por acá el arco iris, que es la señal de amistad de Dios, como cualquiera sabe…

No. La culpa de esto no la tiene Dios. Tampoco la tenemos todos, como gustan tranquilizarse algunos. La culpa la tienen los mandamases de turno que mueven las fichas para que cada vez haya menos ricos más ricos y más pobres bien pobres. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 2 de junio de 2024

"VOLVER A EDCUAR SIN PRISA". Un texto de ALBANO ALONSO

En el prólogo de Aurora (1881), Nietzsche adelantaba una necesidad cuya imperiosa urgencia retrata una de las fallas de nuestra era: la necesidad de “aprender la calma y la lentitud”.

El “tiempo de lento” al que se refería para aludir a una máxima que debía instaurarse en el trabajo del filólogo puede también ser aplicable a otras parcelas de nuestra cotidianeidad, como por ejemplo la escuela contemporánea: hemos desaprendido la habilidad de educar sin prisa, si es que alguna vez existió esta en la retina de nuestro recuerdo.

La pandemia reciente destapó las vergüenzas de una educación frágil que no puede soportar, como en otras esferas, la metamorfosis de un planeta sumido en la incertidumbre de los cambios. Vivimos en un continuo giro de guion advenedizo en lo climático, social y cultural. Y lo más preocupante es que lo vivimos en medio de la prisa, de lo que Nuccio Ordine llamaba “la lógica devastadora del fast”.

  Ya no sabemos educar despacio porque la celeridad es la máxima de la educación moderna, marcada por el goteo de un calendario académico que angustia. Asignaturas encorsetadas en tiempos y espacios encorsetados, donde ya no podemos pararnos a la sombra de árboles o bajo techos protegidos de la lluvia para buscar calor humano, ponernos a leer, intercambiar o mirarnos, solamente, los unos a los otros. Y compartir. Ya casi ninguna mirada da cobijo, porque la ausencia de pausas conduce a la clarividencia enlatada de verdades absolutas y al nacimiento del estremecedor nuevo privilegio de sentirse escuchado.

Porque educar sin prisa es, de alguna manera, educar en la sombra; educar en lograr entrelazar unos saberes con otros para no perder la capacidad de asombrarse: de ensombrecer una idea con otra idea, de los unos a otros, agazapados bajo el paraguas del conocimiento y el cobijo de las emociones. “He aquí el resorte del arte mecánico y misterioso de educar la razón sin rebajarse a cultivar los sentimientos y los afectos. Nunca asombrarse”, nos cuenta Charles Dickens en Tiempos difíciles (1854), donde el personaje del Sr. Gradgrind representa ese afán por traducir la educación de los hijos en la rentabilidad y el control asfixiante del tiempo, alejados de la capacidad de asombro. Porque educar con prisa es eso, una metáfora de los continuos requerimientos de la escuela contemporánea. En ella, los centros escolares actuales sobreviven afanosos en la superficialidad; sus miembros ya no conviven, sino que compiten por llegar antes y ganar una especie de carrera adelantando a los demás.

Educar con prisa nos ha traído la distopía de nuevas restricciones: prohibido aburrirse, prohibido ensuciarse las manos o los zapatos en el huerto, prohibido salirse de la programación escolar (hay incluso quien sigue el férreo dictado de un libro de texto diseño por una editorial), prohibido trepar más allá de lo que el remolino de normas y papeles nos señala. No podemos educar sin prisa en la educación de los plazos y de los asfixiantes controles burocráticos del “vuelva usted mañana”, aunque mañana sea, ahora, demasiado tarde. Ya no sabemos educar en la lentitud.

El movimiento impetuoso de educar sin prisa no es un susurro novedoso. Sobre la necesidad de enseñar lento, de conocer despacio, sin interrupciones pero con afán de cuestionar a ralentí múltiples formas del pensamiento único o lineal que no conduce a entender el mundo actual, han pensado filósofos y ensayistas de todas las épocas, atormentados por el tempus fugit. Ellos y ellas se han percatado de que la inmediatez entronizada es enemiga del pensamiento crítico, el que nos permite encontrarnos en el otro y escapar de los dogmatismos.

Solo educando sin prisa, sin la tiranía del corto plazo, enseñaremos la necesidad de la interdependencia. Protegernos y ayudarnos es ese magisterio que se ha perdido en una escuela rápida, fugaz, mecánica. Vivimos en un sistema educativo que incrusta en su engranaje aulas desbordadas de alumnado desatendido, porque es imposible darles lo que precisan en medio de la multitud y la prisa. Hace unos días un compañero docente me hablaba de cómo alumnos inmigrantes, desconocedores del idioma, lo agarraban del brazo para requerir su atención, en medio de su impotencia al no poder llegar a todos. Nunca hay tiempo para ellos: la trágica alegoría de lo que supone educar con prisa.

La forja de la educación como un requerimiento individual fundamental no puede darse en el correteo que impide detectar una dificultad a tiempo que lastra el aprendizaje de los débiles: el que se bloquea con una operación matemática, a la que le cuesta hacer los trazos de las letras o al que no entiende cuando el profesor explica. Joan Domènech lo dice claro en su Elogio de la educación lenta (Graó, 2014): “cuando hablamos de desacelerar, hablamos también de priorizar y, por lo tanto, de definir aquellas cuestiones que pueden ser más básicas y a las que debe destinarse más tiempo.” Lo básico es, también, darse cuenta de que el alumnado vulnerable fue el principal dañado el día en el que nos olvidamos de educar despacio. El día en que nos inhabilitaron para vivir en un mundo maduro, sin prisas.

En el debate educativo ocurre igual: los amantes de las prisas, los sumergidos en la filia a la velocidad, no reconocen la importancia del diálogo, la tertulia sosegada y el tiempo que requiere la construcción colectiva de los cambios en cualquier democracia. A medida que la virtud de la lentitud se pierde, en los centros comienzan a proliferar las actuaciones veloces, las resoluciones inmediatas, el pasilleo constante y las soluciones aparentemente fáciles a problemas complejos. Todo para olvidar que en medio de una educación con prisas estamos decidiendo apresuradamente sobre el devenir de uno de los derechos humanos más trascendentales, el derecho a ser educado de forma responsable.

En 1909, Filippo Marinetti publicaba en Le Figaro su Manifiesto Futurista. “Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la velocidad”, recogía uno de sus principios. Más de cien años después, el imperio de la fugacidad anunciado en los ismos deja un mundo sin memoria en el que olvidamos educar en el detalle, en lo germinal. Es tiempo ahora de volver a ello, reencontrarnos en debates intensos, reflexiones compartidas, discusiones enriquecedoras.

Repensarnos en miradas y palabras. Tiempo de volver a educar sin prisa.

miércoles, 22 de mayo de 2024

"AMA DE CASA BUSCA TIEMPO PARA ESCRIBIR CUENTOS". Un artículo de Elvira Lindo (El País 19 MAY 2024

A partir de los años setenta, Alice Munro se convierte en una especie de símbolo nacional por haber levantado un universo literario donde nadie había previsto, en la tierra más pobre y más olvidada

Alice Munro murió esta semana en una residencia con la mente perdida en no se sabe qué senderos, tal vez los mismos que transitaba en sus primeros cuentos y que nunca abandonó del todo, los de su infancia en el Ontario rural y miserable de la gran depresión. Su extrema coherencia la ha llevado a morir como una más de sus personajes, como esos ancianos a los que una hija visita con una mezcla de amor y remordimiento. Con la excusa de preparar una conferencia, he estado unos meses inmersa en su obra, redescubriéndola, porque si Munro pensaba que “en cada década ves el pasado de manera diferente” también las lecturas cambian con la edad. Ahora puedo comprender mejor que antes el devenir de las mujeres a lo largo de sus vidas. A la escritora le molestaba que se la definiera como retratista de la gente corriente. Tenía un problema con esa palabra, corriente, porque no se ajustaba a la consideración que ella sentía hacia sus personajes: todas las vidas son extraordinarias, solía decir; y aunque algunas están sujetas a ocupaciones no precisamente emocionantes, son personas que viven en contra de sus deseos, pero que no por ello carecen de mundo interior. Tampoco estaba de acuerdo con la idea que los pueblos son opresivos. Si ella situó a sus personajes en zonas rurales, como su Wingham natal, fue porque consideraba que en pequeñas comunidades encontraba una destilación de las actitudes humanas.

El primero que la comparó con Chéjov fue su segundo marido, Gerald Fremlin, cuando leyó los cuentos de aquella chica de pueblo publicados en revistas estudiantiles. Aunque haya coincidencias con el cuentista ruso en un estilo puro y preciso, a mi juicio lo que ambos tienen en común es una incorruptible fidelidad a su origen humilde que los distingue de otras vidas literarias. La peripecia de Alice Munro transcurre paralela a sus cuentos: de la chica de pueblo que sueña con escribir y huir de los lazos que la atan a la madre enferma a la mujer moderna de los sesenta que, aun siendo ama de casa, se deja seducir por la irrupción de la contracultura; de la madre negligente que se abandona a una pasión extramatrimonial a la mujer madura que observa cómo los hijos se convierten en extraños. La marca del origen se aprecia hasta en la manera en que encaró el oficio: tantas veces escuchó en la sociedad luterana en la que se crio aquello de “no te hagas la lista”, “no destaques” o el célebre “quién te crees que eres”, que durante años ocultó su pasión por la escritura por no parecer arrogante ante sus vecinas. Eran los primeros sesenta cuando un periódico tituló así una entrevista con ella: “Ama de casa saca tiempo para escribir cuentos”, un desdén propio de la época que pudo haberla desalentado si no hubiera sido por su tozuda autenticidad. A partir de los setenta se convierte en una especie de símbolo nacional por haber levantado un universo literario donde nadie había previsto, en la tierra más pobre y más olvidada. Este paralelismo entre vida y obra está contado de la mejor manera en la singular biografía que su hija Sheila le dedicó, Growing Up with Alice Munro. La unanimidad ante la importancia de su obra no cambió su manera de vivir; y aunque el paisaje urbano se hiciera presente en el devenir de sus personajes siempre había en sus cuentos un tiempo para volver a los viejos caminos. En el último párrafo que escribió, este sí confesional, escuchamos su voz y parece la de cualquiera de las mujeres que inventó: “No fui a ver a mi madre en la última fase de su enfermedad, tampoco a su entierro. Tenía dos niñas pequeñas y nadie en Vancouver con quien dejarlas. No podía permitirme el viaje y mi marido sentía un desprecio por los formalismos. ¿Por qué habría de culparle? Yo era igual. Son cosas que no pueden ser perdonadas o que no nos perdonamos a nosotros mismos. Pero las hacemos. Las hacemos todo el tiempo”.

domingo, 12 de mayo de 2024

""QUIÉN VIVIRÁ DENTRO DE LOS LIBROS?" Un artículo de Leonardo Padura, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015 (El País 14 ABR 2024)

MARTÍN ELFMAN
José Saramago creía que los escritores vivían dentro de sus libros. El premio Nobel portugués pensaba que, al tomar un libro en nuestras manos, debíamos pasar el dedo por el lomo con un gesto cómplice y luego abrirlo con cuidado, pues entre esas páginas impresas vivía el creador, con toda su sensibilidad, su inteligencia, acompañado por cada uno de los grandes y sutiles ingredientes que hacen que ese objeto, muchas veces maravilloso, esa obra concebida por su morador, sea única e irrepetible. Jugando con una concepción animista, Saramago aseguraba que en los estantes de su biblioteca vivía gente.

Un siglo y medio antes, Gustave Flaubert había sido atacado por los críticos de su momento pues había escogido como heroína de su novela Madame Bovary a una mujer adúltera. En su defensa, Flaubert argumentó que, a través de sus personajes, él “solo quería llegar al alma de las cosas”.

Más recientemente, Eugenio Fuentes, reflexionando sobre novelas, nos ha recordado que este “prodigioso género literario (…) desde el siglo XIX nos ha dicho de todas las formas posibles, en todos los lugares, de qué materia estamos hechos y ha mostrado, mejor que ningún otro (discurso), la infinita variedad de motivos, pasiones, grandezas, debilidades, humillaciones, ofensas, amores, odios de un millón de personajes, las pasiones que todo el mundo conoce y ha sentido”.

Como simple y común lector siempre sufro una sensación agobiante, que me agrede sin piedad, cuando entro en una biblioteca o en una librería bien surtida. Y es la incontestable certeza de que el tiempo de la vida no me alcanzará para conocer a tantas de las gentes que viven dentro de esos libros y merecerían que los conociera, y poder asomarme al vislumbre del alma de tantas cosas, a las pasiones de ese millón de personajes.

Y es que la experiencia de la lectura —y eso lo sabemos todos— es única e irrepetible no solo como placer estético o medio de aprendizaje, no solo como forma de apropiación de historias, personajes, de adquirir información de todo tipo, sino como medio para, conociendo a otros, conocernos mejor a nosotros mismos. Para vivir otras vidas.

Los escritores que habitan dentro de los libros dejan en esas páginas encuadernadas unas formas de ver la vida, de interpretar la realidad, que suelen ser el fruto de una necesidad expresiva y, también, de un deseo de comunicarnos una peculiar visión de un mundo. Y, si de literatura artística se trata, debe resultar un empeño por atrapar la densidad inconmensurable de los entresijos de la condición humana y, por añadidura, con la intención de manifestarlo con belleza. Tal vez por eso fue que Hemingway solía repetir que escribir (literatura), y hacerlo bien, nunca ha sido fácil. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 28 de febrero de 2024

"GEORGE ORWELL, EL PROFETA DE LA DISTOPÍA". Un artículo de María G. Aguado (Ethic 21 enero 2020)

Si es cierto eso de que los escritores viven en sus obras, Orwell está más vivo que nunca: aunque hoy se cumplan 70 años de su fallecimiento, sus escritos y sus profecías parecen cada vez más actuales.

«Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece». Millones de personas recuerdan qué sucedió ese día de abril a las trece horas en punto, y ni un minuto más, porque fue el momento en el que conocieron a Winston Smith, el pobre hombre que mostró al mundo la distopía en la que vivía. Esa realidad paralela brotaba de la pluma de George Orwell y se convertiría en una de las novelas más terribles –y, quizá, proféticas– de la historia de la literatura. También en una de las mejores denuncias políticas a los totalitarismos jamás escrita. Y, aunque Orwell ya había publicado en 1945 Rebelión en la granja, en 1949 daría el puñetazo en la mesa definitivo, precisamente, con la publicación de 1984.

Un año después, el sábado 21 de enero de 1950, fallecía Orwell. Aunque no hay constancia del parte meteorológico de aquella jornada, lo que es seguro es que fue un día frío y triste para la literatura. Era un adiós a medias, pues su legado era férreo, no solo por la buena pluma, sino por lo profético de su historia. 1984 presenta un régimen totalitario que ejerce un control absoluto vigilando todos los pasos de unos ciudadanos que apenas saben escribir con pluma, que se ven bombardeados por la propaganda del Gobierno y en el que la oferta cultural se destina al mero entretenimiento insustancial de un pueblo que se desea ignorante para mayor gloria de su mandatario.

Quizá encuentren su paralelismo en la vigilancia que hacen de nosotros en la red, en el uso del lenguaje táctil en detrimento del lápiz, en la publicidad continua que se vale de algoritmos para dar en el clavo por todas las vías posibles y por una cultura que lucha contra el entretenimiento vacío. ¿Cómo no iba a trascender con este planteamiento distópico? De hecho, se vendieron aún más ejemplares ante el posible ascenso de Trump al poder hace ya tres años y ante el bombardeo mediático en la era de las fake news. De la misma forma se cita sin parar su otro gran título, Rebelión en la granja, ante las promesas de rebeliones por parte de políticos que, como avisa el escritor, pueden cambiar sus ideales con el subidón de poder, como le sucede al personaje de Napoleón, el jefe de los cerdos revolucionarios.

Durante su vida, además de estos dos hitos literarios, Orwell escribió innumerables artículos de periódico y reseñas de libros y trabajó en la radio de la BBC. Todos estos trabajos le han valido el aplauso de la derecha y de la izquierda: tan pronto admiraba a Churchill y el tradicionalismo victoriano inglés como afirmaba que el pueblo era más decente que las elites –a las que él pertenecía, dicho sea de paso–. Desde luego era el mejor embajador de una de sus declaraciones más célebres: «Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír». Y lo hacía con su mejor arma: su máquina de escribir.

Cometió algunos errores y tenía algunas ideas un tanto vergonzantes. No era un santo, aunque nadie lo es. Pero valieron más las palabras –dicen que escribió unos dos millones– que tuvo que teclear para ganarse el sustento y dejar constancia de su rebeldía. Por eso, aquel 21 de enero quien falleció no fue el eterno George Orwell, sino Eric Arthur Blair, su nombre real. Nacido en el seno de una familia de «baja clase media alta», como a él le gustaba bromear, decidió dejar el ejército con 23 años y ser escritor. Volcó todas sus ansias revolucionarias en aquella máquina de escribir destartalada, con la voluntad de hierro de quien ha sobrevivido a una vida encorsetada por el camino marcado por el colegio católico, la universidad privada, el ejército durante la época imperialista inglesa… En cierta medida le avergonzaba su pasado, por eso hizo de su obra su vida. Respiraba para escribir, hasta que la tuberculosis se lo llevó con solo 46 años. O lo intentó: Orwell siempre será el profeta inmortal.

miércoles, 21 de febrero de 2024

"LA EJEMPLARIDAD DE MIGUEL DE CERVANTES". Un artículo de Manuel Angel Vázquez Medel (Ethic 03 Octubre 2022)

Se cumplen 475 años del nacimiento de Miguel de Cervantes. El escritor no tuvo una vida fácil pero con su palabra abrió caminos, se convirtió en el creador de la novela moderna y sus valores siguen más vivos que nunca en este siglo XXI.

El 29 de septiembre de 2022 se cumplen 475 años desde el nacimiento, en Alcalá de Henares, de Miguel de Cervantes. Bautizado en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor el 9 de octubre, se supone que debió de nacer el día de San Miguel. Casi cinco siglos después, y tras muchas luces –pero también algunas sombras– en la transmisión, recepción e interpretación de su obra, Cervantes está más vivo que nunca en este siglo XXI que tanto necesita su ejemplaridad y sus valores.

La obra de Cervantes nos ayuda a afrontar los conflictos de hoy

¿Cómo es posible que una obra escrita en un contexto histórico tan diferente al nuestro pueda arrojar tanta luz sobre el presente? ¿Es posible que su imagen de lo humano nos pueda ayudar a afrontar conflictos de hoy? Cervantes trasciende la circunstancia vital que refleja su obra para llegar a la raíz misma de la condición humana. Se adelanta a su tiempo (y al nuestro), como dijera Harold Bloom en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, se anticipa tanto en su concepción de la libertad, por la que cree que se puede dar la vida, como en su visión radical de la igualdad: ningún ser humano «es más que otro si no hace más que otro». También se anticipa en su visión de la fraternidad y la solidaridad.

Siempre me han impresionado las palabras de Fiódor Dostoyevski (Diario de un escritor, 1876) al referirse al Quijote: «En todo el mundo no hay obra de ficción más profunda y fuerte que ésa. Hasta ahora representa la suprema y máxima expresión del pensamiento humano, la más amarga ironía que pueda formular el hombre». Dostoyevski concluye reconociendo que en la obra de Cervantes se encuentran las claves del sentido de lo humano. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 17 de febrero de 2024

"CONFIAR EN UNO MISMO ES IMPORTANTE. CONFIAR EN LOS DEMÁS, FUNDAMENTAL". Un artículo de Miquel Seguró (El País 24 ENE 2024)

Cinta Arribas
El mero hecho de salir a la calle implica esperar que los demás harán su parte y que, además, la harán bien

Hay que confiar en uno mismo. Esa es una de las consignas de nuestro tiempo. Y hay que hacerlo sin titubeos ni fisuras, desde que uno se despierta hasta que apaga la lucecita de la mesita de noche. Incluso mientras se sueña, si es preciso. Lo decimos y nos lo dicen. Casi como un imperativo.

Pero confiar en los demás es igualmente fundamental. El mero hecho de salir a la calle implica una importante dosis de confianza en los demás. La confianza en que harán su parte, y que además la harán bien. Confiamos en el resto cuando cruzamos por un paso de peatones, por ejemplo, o también cuando circulamos por una carretera. Cuando se va por la calle o se circula hay que estar atento a todo lo que pasa, especialmente a lo que hacen y pueden hacer los demás. Pero aun así, no se puede controlar al milímetro todo lo referente a las acciones de los otros. Tenemos que aprender a confiar, y con ello saber cómo y cuándo hacerlo.

Conducirnos bien por los caminos de la vida es posible si es en base a la confianza. Una confianza que debe ser recíproca. También los demás necesitan confiar en que nosotros cumplamos con nuestra parte, y solamente nosotros podemos responder a esa confianza. De ahí que en un mundo donde lo que rige es el “yo” y “lo mío” conviene recordarnos con asiduidad que si no fuera también por los demás poco “yo” llegaríamos a ser.

La pregunta que todos nos habremos hecho en alguna ocasión es cómo se logra esa confianza tan necesaria para el día a día, y además hacerlo en su justa medida. Teniendo en cuenta, para más complejidad, que las cosas cambian y que lo que ayer nos valía puede que hoy ya no lo haga.

Podría parecer que el camino para desarrollar este virtuoso hábito (por utilizar un lenguaje aristotélico) pasa por llevar la mirada hacia el interior. Uno podría pensar que es olvidándose del mundo y todo lo que hay en él que debe construirse un castillo interior capaz de protegernos de las inclemencias externas. Como parece que sucede con el proceso de autoconocimiento, que si es auto es porque se supone que solo se nutre de sí mismo. Ajeno a todo lo foráneo, a solas y con la vida a cuestas se presume que uno debe conocerse y confiar en sí mismo amurallado en su interioridad.

Pero nada más lejos de la realidad. Como en el caso del autoconocimiento, tampoco en la confianza en sí mismo estamos ante un proceso completamente cerrado y hermético. Nos encontramos aquí con la misma apertura que se da en la construcción de la propia identidad, en la cual las imágenes que tejen la policromía del “yo” nunca se pigmentan enteramente de puertas para dentro. Al revés, toda consideración subjetiva tiene su parte de influencia exterior, ya sea de la familia, de las amistades, de la sociedad o de lo que fuere. CONTINUAR LEYENDO