viernes, 27 de agosto de 2021

La cama 29. Un cuento de Guy de Maupassant

Cuando el capitán Epivent pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían. Era el auténtico prototipo del gallardo oficial de húsares. Por ello se exhibía pavoneándose siempre, orgulloso y atento a sus piernas, a su cintura y a su bigote. Y, verdaderamente, eran admirables su bigote, su cintura y sus piernas. El primero era rubio, muy fuerte, y le caía marcialmente sobre los labios, denso, con su bello color de trigo maduro, pero fino, cuidadosamente recortado, descendiendo a ambos lados de la boca en dos poderosas e intrépidas guías. La cintura era delgada, como si llevara corsé, y más arriba surgía un vigoroso pecho masculino, abombado y amplio. Sus piernas eran admirables, unas piernas de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa dibujaba todos sus movimientos bajo la tela ajustada del pantalón rojo.

Andaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese pequeño balanceo de los jinetes que tanto favorece a las piernas y al torso, y que parece airoso bajo el uniforme, pero vulgar bajo una levita.

Como muchos oficiales, el capitán Epivent no sabía llevar un traje civil. Vestido de gris o de negro, tenía aspecto de dependiente. Pero en uniforme era un ejemplar. Tenía, además, una hermosa cabeza, la nariz delgada y curva, los ojos azules, la frente estrecha. Es cierto que era calvo, sin que nunca hubiera logrado saber la causa de la caída del pelo. Se consolaba pensando que un cráneo un poco pelado no resulta mal si se tienen unos buenos bigotes.

En general, despreciaba a todo el mundo, aunque establecía muchos grados en su desprecio.

Ante todo, los burgueses no existían para él. Los miraba como se mira a los animales, sin concederles mayor atención que la que se concede a los gorriones o a las gallinas. Solo los oficiales contaban en el mundo, pero no tenía la misma estima por todos los oficiales. No respetaba más que a los gallardos, pues pensaba que la verdadera, la única cualidad del militar, debía ser la arrogancia. Un auténtico soldado, qué diablos, debía ser un temerario nacido para la guerra y el amor, un hombre de lucha, de pelo en pecho, fuerte, y nada más. Clasificaba a los generales del ejército francés según su estatura, su porte y la rudeza de su rostro. Bourbaki le parecía el mejor militar de los tiempos modernos.

Se reía de los oficiales de infantería bajos y gordos y que jadean al andar, pero, sobre todo, sentía un invencible desprecio, que rayaba en repugnancia, por los pobres diablos salidos de la Escuela Politécnica, esos hombrecillos flacos, con gafas, torpes y desmañados, que parecen hechos para el uniforme como un conejo para decir misa, afirmaba. Se indignaba de que en el ejército se tolerara a esos abortos de piernas frágiles que andan como cangrejos, que no beben, que comen poco y que prefieren las ecuaciones a las mujeres.

El capitán Epivent tenía éxitos constantes, triunfaba con el bello sexo.

Cada vez que cenaba con una mujer se sentía seguro de acabar la noche a solas con ella, sobre el mismo colchón, y si obstáculos insuperables le impedían lograr la victoria aquella misma noche, no dudaba de que lo conseguiría al día siguiente. A sus compañeros no les gustaba presentarle a sus queridas, y los tenderos cuyas bellas mujeres estaban en el mostrador de la tienda lo conocían, le temían y lo odiaban a muerte.

Cuando pasaba la tendera cambiaba con él, a su pesar, una mirada a través de los cristales del escaparate, una de esas miradas que valen más que las palabras tiernas, que contienen una incitación y una respuesta, un deseo y una confesión. Y el marido, a quien una especie de instinto advertía, se volvía bruscamente y lanzaba una mirada furiosa a la silueta altiva e hinchada del oficial. Cuando el capitán había pasado, sonriente y contento de la impresión causada, el tendero, revolviendo nerviosamente los objetos que tenía delante, declaraba:

-Ahí va un pavo presumido. ¿Cuándo acabaremos de mantener a todos esos inútiles que arrastran su sable de lata por las calles? Yo prefiero a un carnicero antes que a un soldado. Si tiene sangre en su delantal, al menos es sangre de animal; y sirve para algo. El cuchillo que lleva no está destinado a matar hombres. No comprendo por qué se tolera que esos asesinos públicos se paseen con sus instrumentos de muerte. Ya sé que hacen falta, pero que los oculten, por lo menos, y que no se les vista como en una mascarada con pantalones rojos y chaquetas azules. Normalmente, los verdugos no llevan uniforme, ¿no?

La mujer, sin contestar, se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras el marido, adivinando el gesto sin verlo, exclamaba:

-Hace falta ser imbécil para ir a ver pavonearse a esos fantasmones.

La fama de conquistador del capitán Epivent era conocida en todo el ejército francés. CONTINUAR LEYENDO

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