Ilustración: Ricardo Figueroa |
“Querida mía, te prohíbo que regreses a pie, voy a pedir el equipaje, hace demasiado frío, podría hacerte daño”. Françoise de Lucques le había dicho esto a su amiga Christiane hacía un rato al acompañarla y ahora que se había ido sentía remordimientos por esa frase torpe, aunque insignificante si se la hubiera a otra persona, que podía inquietar a la enferma sobre su estado. Sentada cerca del fuego donde se calentaba alternativamente los pies y las manos, se hizo sin cesar la pregunta que la torturaba: ¿podrían curar a Christiane de esa enfermedad de languidez? Aún no habían traído las lámparas. Françoise estaba en la oscuridad. Pero ahora al calentarse de nuevo las manos, el fuego alumbraba en ellas la gracia y el alma. En su resignada belleza de tristes exiliadas en este mundo vulgar podían leerse las emociones con tanta claridad como en una mirada expresiva. Por lo común distraídas se posaban con una suave languidez. Pero esa noche, a riesgo de arrugar el delicado tallo que las sostenía con semejante nobleza, se abrían dolorosamente como flores atormentadas. Y pronto las lágrimas caídas de sus ojos en la oscuridad aparecieron una por una en el instante en que tocaron las manos tendidas frente a las llamas, en plena luz. Un criado entró; era el correo, una sola carta y con una escritura complicada que Françoise no conocía. (Aunque su marido quería a Christiane tanto como ella y consoló con ternura a Françoise de sus penas, no quería entristecerlo inútilmente ante la vista de sus lágrimas si es que lo notaba, si es que entraba bruscamente; quería tener tiempo de enjugarse los ojos en la oscuridad). Así que pidió que trajeran las lámparas en cinco minutos y acercó la carta al fuego para alumbrarse. El fuego arrojaba suficientes llamas como para que, al inclinarse para alumbrarla, Françoise pudiera distinguir las letras y he aquí que leyó.
Madame:
Hace tiempo que la amo pero no puedo ni decírselo ni no decírselo. Perdóneme. Vagamente todo lo que me han dicho de su vida intelectual, de la distinción única de su alma me ha persuadido de que sólo en usted encontraré dulzura después de una vida amarga; paz después de una vida aventurera; el camino hacia la luz después de una vida de incertidumbre y oscuridad. Y ha sido usted sin saberlo mi compañera espiritual. Pero eso ya no me basta. Lo que quiero es su cuerpo y al no poder tenerlo, en mi desesperanza y mi frenesí escribo para calmarme esta carta, como cuando alguien arruga un papel mientras espera, como cuando escribe un nombre en la corteza de un árbol, como cuando grita un nombre al viento o frente al mar. Por alzar con mi boca la comisura de sus labios, daría la vida. Pensar en esa posibilidad y saber que es imposible son cosas que me queman por igual. Cuando reciba cartas mías, sabrá que estoy en un momento en el que ese deseo me enloquece. Es usted tan buena, tenga piedad de mí, me muero de no poseerla.
Françoise acababa de leer la carta cuando entró el criado con las lámparas, brindando por así decirlo la sanción de la realidad a la carta que había leído como en un sueño, al fulgor móvil e incierto de las llamas. Ahora la luz suave pero certera y franca de las lámparas la hacía salir de la penumbra intermediaria entre los hechos de este mundo y los sueños del otro, nuestro mundo interior; le daban como la garra de autenticidad, según la materia y según la vida. Françoise quiso primero mostrarle la carta a su esposo. Pero pensó que era más generoso ahorrarle esa preocupación y que le debía al menos algo al desconocido, a quien no podía darle más que el silencio, en espera de que se olvidara. Pero a la mañana siguiente recibió una carta con la misma letra manuscrita y las siguientes palabras: “Esta noche a las nueve estaré en su casa. Quiero por lo menos verla”. Entonces Françoise tuvo miedo. Le escribió a Christiane rogándole que viniera a cenar con ella; su marido estaba fuera justamente esa noche. Le volvió a pedir a los criados no dejar entrar a nadie más y mandó cerrar con firmeza todos los postigos. No le contó nada a Christiane pero a las nueve le dijo que tenía migraña rogándole que se fuera a la antesala de la puerta que dominaba la entrada de su cuarto y no dejara entrar a nadie. Se puso de rodillas en su cuarto y rezó. A las nueve y quince sintiéndose con mucha debilidad fue al comedor a buscar un poco de ron. En la mesa había una gran hoja blanca con estas palabras en letras cursivas: “Por qué no quiere usted verme. Yo la podría querer bien. Algún día lamentará las horas que le pude haber hecho pasar. Se lo suplico. Permítame que la vea. Aunque si usted lo ordena me iré inmediatamente”. Françoise quedó espantada. Pensó en decirles a los criados que vinieran con armas. Le avergonzó la idea y, pensando que no había autoridad más eficaz que la suya para ejercer presión alguna en el desconocido, escribió en la parte de abajo del papel: “Váyase inmediatamente, se lo ordeno”. Y se precipitó hacia su cuarto, se abalanzó sobre su rosario y sin pensar en nada más le rezó a la Santa Virgen, con fervor. Al cabo de media hora fue a buscar a Christiane que leía según su petición en la antesala. Quiso beber un poco y le pidió que la acompañara al comedor. Entró temblando agarrada por Christiane y casi desfallece al abrir la puerta. Luego avanzó a pasos lentos, casi moribunda. A cada paso le parecía que no tenía fuerzas para dar uno más y que iba a desfallecer ahí. De pronto tuvo que reprimir un grito. En la mesa un nuevo papel en el que leía: “Obedecí. No regresaré más. No me volverá usted a ver jamás”. Afortunadamente, Christiane, ocupada con el malestar de su amiga, no había podido verlo y Françoise tuvo tiempo de metérselo en el bolsillo. “Debes volver a buena hora, puesto que te vas mañana temprano. Adiós, querida mía. Tal vez no podré ir a verte mañana por la mañana; si no me ves es que habré dormido hasta tarde para curarme la migraña”. (El médico había prohibido cualquier despedida para evitarle emociones excesivas a Christiane). Pero Christiane, consciente de su estado, entendía muy bien por qué Françoise no osaba venir y por qué les habían vedado las despedidas, y lloraba al despedirse de Françoise, que sobrellevó su dolor hasta el final y se mantuvo en calma para consolar a Christiane. Françoise no durmió. En el último mensaje del desconocido las palabras: “No me volverá usted a ver jamás” la preocupaban más que nada. Puesto que decía volver a ver, ella lo había visto ya. Mandó a que revisaran las ventanas: ni un postigo se había movido. No podía haber entrado por ahí. Había por lo tanto corrompido al conserje del hotel. Quiso correrlo, pero aguardó indecisa. CONTINUAR LEYENDO
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