lunes, 12 de septiembre de 2022

"LOS TRENES DE LOS MUERTOS". Un cuento de Sara Gallardo

 

El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.

El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo.
Rengo. Pero sobre todo ausente.
Se entregó a encender pequeñas fogatas.
Las alimentaba de día, de noche.
A veces levantaba los brazos dando un grito.
Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.
A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos.
Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose.
Vio conocidos. Vecinos.
En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
Se superponían, se sucedían, se cambiaban.
Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.
El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.

Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

"LA SOGA". Un cuento de Silvina Ocampo

Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga”.

La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.

Si alguien le pedía:

–Toñito, prestame la soga.

El muchacho invariablemente contestaba:

–No.

A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.

Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.

¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.

La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos. Prímula”. Y Prímula obedecía.

Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.

Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.

Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.

La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

Silvina Ocampo nació y murió en Buenos Aires (1903-1993). Fue poeta y recibió el Premio Nacional de Poesía en 1953, pero, sobre todo, fue una narradora de extraordinaria originalidad. Trabajó en colaboración con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, su marido, en algunos libros de cuentos, poemas y antologías. Un excelente libro de esta autora es: Las invitadas. Este texto fue tomado de Cuentos Completos, Emecé, Buenos Aires, 1999.

 

martes, 6 de septiembre de 2022

"DIEZ BENEFICIOS PARA LOS ADULTOS DE CONTAR CUENTOS A LOS NIÑOS". Por Cristian Vázquez en elDiario.es de 3 de septiembre de 2022

Con mucha frecuencia se habla de los beneficios para niños y niñas de que les cuenten cuentos y los acerquen a la lectura desde bien temprano en sus vidas. En general, esta práctica hace que los niños sean más atentos y creativos, que puedan adquirir un vocabulario más rico e incluso que puedan pensar con mayor claridad.

Por otra parte, ese acercamiento a los relatos, los libros y la literatura desde pequeños propicia que sean lectores ávidos cuando lleguen a la juventud y a la adultez, con las numerosas ventajas que esto a su vez conlleva.

Mucho menos se habla, sin embargo, de los beneficios que contar cuentos tiene para los adultos. Y es que no se trata de una actividad meramente altruista por el bienestar de los pequeños: sus efectos positivos también alcanzan a quienes narran historias. Los más importantes se detallan a continuación. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 4 de septiembre de 2022

"YZUR". Un cuento de Leopoldo Lugones, un autor argentino con el que nace una nueva noción de lo fantástico, que se apoya en las visiones cosmogónicas y en las ciencias ocultas.

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.

La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje. CONTINUAR LEYENDO EL CUENTO

Más cuestiones sobre este testo y su autor:







sábado, 3 de septiembre de 2022

"LITERATURA Y MEMORIA". María Teresa Andruetto en "La lectura, otra revolución"

Los griegos hacían suceder sus tragedias en la puerta del palacio, ese umbral donde lo privado se vuelve público, porque desde ahí se puede escuchar el grito de la que habita la casa y oír al mensajero que llega desde tierras extranjeras con la mala nueva. Lo privado en lo público: un filón muy pertinente a la escritura. Me interesa mirar en las vidas comunes, en lo que en ellas hay de pequeño y de íntimo, para comprender los comportamientos de una sociedad.

Ya se sabe: quien mira una casa, ve un mundo, el mundo en el que esa casa ha sido plantada. La confluencia entre una casa y el mundo, entre lo íntimo y lo público, permite ver –como en la escena/umbral que crearon los griegos- de qué modo las decisiones, acciones y omisiones políticas, económicas, sociales, intervienen en nuestras vidas y las determinan. Comprender cómo el liberalismo, la globalización, la dictadura o la guerra van a doler en insospechados rincones de nuestros mundos personales, en nuestra sexualidad, en nuestra condición de padres, o de hijos, o de… Escribimos en un intento de comprender también eso, o tal vez en el deseo de ser comprendidos.

Podríamos decir entonces que las ficciones que una sociedad construye se alimentan de “lo real”, sea esto lo que fuere. Pero ¿testimonia la literatura? Y si lo hace, ¿por qué medios y de qué modo lo hace? En los juicios contra los represores de la última dictadura que se desarrollan actualmente en nuestro país, atravesando las formas de lenguaje de la justicia, la crónica periodística o el informe técnico, podemos escuchar las palabras de los sobrevivientes, testigos que treinta años después de los sucesos regresan para dar cuenta de lo que han visto y de lo que les hicieron.

Escucho en los tribunales de Córdoba uno de los testimonios, el relato de una mujer que vive ahora en un país extranjero, una enfermera del dolor, relato preciso, de emotividad contenida, que se extiende sin avanzar un paso más allá de lo visto, o atisbado o escuchado. A lo largo de horas la voz de la mujer sólo se quiebra cuando habla del muñeco de pan que una compañera asesinada hizo para su hija, o para decir que durante toda la noche hubo aquella vez en el patio de la cárcel un hombre estaqueado que pronunciaba sin cesar su nombre, o para contar que más tarde, desde su celda, ella saltó sobre sí misma y alcanzó a ver la sangre del hombre que ya había muerto. Se oye en la sala el testimonio, todos oímos, la precisión de los detalles donde anclan el dolor y la memoria, la conmoción que produce ya no lo sucedido de un modo general (la intelección abstracta de los hechos) sino la minucia que recupera en toda su potencia, en carne viva, la escena. Me pregunto qué podría agregar a esto la literatura, qué herramientas tiene la ficción para narrar hechos tan difíciles de asimilar, de tan alto voltaje emotivo, si para el relato del horror y para la intensidad del dolor, la palabra del sobreviviente no puede ser superada.

La literatura “de memoria”, como toda la literatura por otra parte, necesita construir con las palabras un plus de sentido, una distorsión o un corrimiento de lo conocido o de lo sucedido, una incomodidad radicalizada, que nos saque de toda certeza. Necesita instalar una fisura que nos permita ir más allá de nuestras intenciones –incluso por supuesto más allá de nuestras buenas intenciones- en busca de zonas de nosotros (y por lo tanto también de otros, los posibles lectores) que todavía desconocemos. ¿Existe un más allá del testimonio que le dé a la ficción una razón de ser? Y si existe, ¿dónde o por qué camino buscarlo?, ¿Cómo narrar “eso” (trauma, dictadura, horror, exilio, insilio), diciendo siempre más y siempre otra cosa, un plus o un desvío respecto de la palabra de los testigos?

Hay en cada escritor ideas, posturas, posiciones tomadas, pero a la obra de ficción no vamos a buscar una respuesta, sino más bien a generar un estado de interrogación sobre nuestra sociedad y nuestro pasado y sobre nuestra inserción y relación con ellos, y eso sólo es posible si no se suelda ni clausura, si se abre y deja drenar. Por eso a quien escribe ficciones –mentiras que abren caminos hacia nuevas verdades- no le interesa lo testimonial en sí mismo, ni el rigor histórico ni la prolijidad de la cita, no pretende una fidelidad “histórica”, aunque busque generar un verosímil, sino construir una metáfora del pasado, construirla desde el presente, para intentar comprender tal vez qué y cuánto de todo lo sucedido sigue entre nosotros. La fragmentación, los pensamientos y expresiones relativizándose unos con otros, constituyen una manera de evitar un lenguaje y una verdad monolíticos, que son la zona de riesgo de toda creación. Mientras el lenguaje no se cierre en un relato único, mientras siga existiendo en quien escribe un estado de interrogación tendrán nuestras ficciones cierta garantía de salud. Si el grupo social unifica, congela, suelda, entonces el lugar del escritor puede ser des-soldar, escarbar, abrir la herida que curamos en un lugar y en otro lugar duele. Formas, giros, torsiones a la lengua para construir ese estado de interrogación, siempre en busca de otra cosa, otras cosas, algo más. Desplazamientos y disfuncionalidad del lenguaje. Capas y capas de veladuras, intentando incomodarnos hasta ver lo que todavía desconocemos. Eso es algo que sí puede hacer la ficción: entrar, carecientes de toda certeza, a nuestros puntos ciegos, con la sola lengua de todos -pero forzada, torzada- como herramienta, para construir un no saber que nos lleve hacia nosotros mismos.

jueves, 1 de septiembre de 2022

"EL INMORTAL". Un cuento de Jorge Luis Borges

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó 
del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el Último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.

El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I

Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.

Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. «Otro es el río que persigo -replicó tristemente-, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres.» Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar. CONTINUAR LEYENDO