La vi cuando estaba a punto de cruzar la avenida. Estaba entre un montón de basura, abandonada sobre las raíces de un árbol. Los estudiantes de Odontología, pensé, esa gente desalmada y estúpida, esa gente que sólo piensa en el dinero, empapada de mal gusto y sadismo. La levanté con las dos manos por si se desarmaba. A la calavera le faltaban la mandíbula y la totalidad de los dientes, mutilación que me confirmó el accionar de los protodontólogos. Revisé alrededor del árbol, entre los residuos. No encontré la dentadura. Qué pena, pensé, y fui hasta mi departamento, apenas a doscientos metros, con la calavera entre las manos, como si caminara hacia una ceremonia pagana del bosque.
La puse sobre la mesa del living. Era pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo ignoro todo sobre anatomía y temas óseos. Por ejemplo: no entiendo por qué las calaveras no tienen nariz. Cuando me toco la cara, siento la nariz pegada a mi calavera. ¿Acaso la nariz es cartílago? No creo, aunque es verdad que dicen que no duele cuando se rompe y que se rompe fácil, como si fuera un hueso débil. Examiné la calavera un poco más y encontré que tenía un nombre escrito. Y un número. «Tati, 1975». Cuántas opciones. Podía ser su nombre, Tati, nacida en 1975. O su dueña podía ser una Tati parida en 1975. O el número quizá no era una fecha y tenía que ver con alguna clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera.
Él, mi novio, no la vio hasta que se sacó la campera y se sentó en el sillón. Es un hombre muy desatento.
Cuando la vio, dio un respingo, pero no se levantó. También es perezoso y se está poniendo gordo. No me gustan los gordos.
—¿Qué es esto? ¿Es de verdad?
—Claro que es de verdad —le dije—. La encontré en la calle. Es una calavera. Me gritó. Por qué trajiste esto, me gritó, exagerado, de dónde la sacaste. Juzgué que estaba haciendo un escándalo y le ordené que bajara la voz. Traté de explicarle con tranquilidad que la había encontrado tirada en la calle, bajo un árbol, abandonada, y que hubiese sido totalmente indecente por mi parte actuar con indiferencia y dejarla ahí.
—Estás loca.
—Puede ser —le dije, y me llevé a Vera a la habitación.
Sé que él esperó un rato por si yo salía a hacerle la comida. No tiene que comer más, se está poniendo gordo, los muslos ya se le rozan, y si usara pollera de mujer, estaría siempre paspado entre las piernas. Después de una hora lo oí insultarme y usar el teléfono para pedir una pizza. La pereza: prefiere el delivery a caminar hasta el centro y comer en un restaurante. El gasto de dinero es casi el mismo.
—Vera, no sé qué hago con él.
Si ella pudiera hablar, sé que me diría que lo deje. Es de sentido común. Antes de dormir, rocío la cama con mi perfume favorito y le paso un poquito a Vera bajo los ojos y por los costados.
Mañana voy a comprarle una peluquita. Para que mi novio no entre en la habitación, la cierro con llave.
Mi novio dice que está asustado y otras pavadas. Duerme en el living, pero no es un sacrificio, porque el futón que compré con mi dinero —a él le pagan poco— es de excelente calidad. De qué estás asustado, le pregunto. Él balbucea tonterías sobre que me la paso encerrada con Vera y que me escucha hablándole. CONTINUAR LEYENDO
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