Érase una vez un Rey y una Reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos, que no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo pusieron en práctica, sin que sirviera de nada.
Sin embargo, la reina quedó, por fin embarazada y dio a luz una niña. Hicieron un hermoso bautizo; eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que pudieron encontrar en el país (se encontraron siete), para que cada una de ellas, al concederle un don, como era costumbre entre las hadas de aquel tiempo, tuviera la Princesa todas las perfecciones imaginables.
Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde se celebraba un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas colocaron un magnífico cubierto, en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido con diamantes y rubíes. Pero, cuando cada uno se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a un hada vieja, a quien no habían invitado, porque hacía más de cincuenta años que no salía de una torre, y la creían muerta o encantada.
El Rey ordenó que le pusieran un cubierto, pero no hubo manera de darle un estuche de oro macizo como a las demás, pues sólo se habían mandado hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la despreciaban y murmuró amenazas entre dientes. Una de las hadas jóvenes, que se hallaba a su lado, la escuchó y, pensando que pudiera depararle a la Princesita algún don enojoso, en cuanto se levantaron de la mesa, fue a esconderse detrás de las cortinas, para hablar la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario