En cierta aldea vivían una vez dos paisanos del mismo
nombre. Ambos se llamaban Claus, pero uno de ellos tenía cuatro caballos y el
otro solamente uno. Y para distinguirlos, la gente llamaba al dueño de los
cuatro caballos “Claus el Grande” y al que sólo poseía uno “Claus el Pequeño”.
Ahora os contaré lo qué les ocurrió a esos dos hombres, pues ésta es una
historia verídica.
El sol brillaba esplendorosamente, las campanas de la
iglesia tañían alegres, y la gente pasaba, vestida con sus mejores galas y
llevando bajo el brazo su libro de oraciones. Y todos miraban a Claus el
Pequeño que araba con sus cinco caballos. Y él se sentía tan orgulloso que
restallaba el látigo y decía:
-¡Arre, mis cinco caballos!
-¡No has de decir así -rezongó Claus el Grande-, porque
sólo uno de ellos es tuyo!
Pero Claus el Pequeño olvidó pronto lo que no tenía que
decir, y cada vez que veía pasar a alguien gritaba con toda su fuerza:
-¡Arre, mis cinco caballos!
-Tengo que insistir en que no lo digas otra vez -repitió
Claus el Grande-. Si lo haces, le pegaré, a tu caballo en la cabeza, de tal
modo que caerá muerto en el sitio. Y ya no podrás decir que tienes ninguno.
-Te prometo no decirlo de nuevo -respondió el otro. Pero
en cuanto alguien se acercaba y lo saludaba con un movimiento de cabeza o un
“Buenos días”, Claus el Pequeño se sentía tan complacido de tener cinco
caballos arando en su campo que gritaba una vez más:
-¡Arre, mis cinco caballos!
-Yo arrearé los caballos por ti -dijo Claus el Grande. Y
tomando una maza le dio en la cabeza al único caballo de Claus el Pequeño, de
manera que el animal cayó muerto.
-¡Oh, ahora no tendré ningún caballo! –exclamó llorando
Claus el Pequeño. Pero un rato después desolló al caballo muerto y colgó el
cuero al aire para que se secara.
Luego metió la piel en un bolso, se echó éste al hombro y
emprendió viaje hacia el pueblo más próximo para venderla. Pero el camino era
largo, y había que pasar por un bosque oscuro y sombrío. CONTINUAR LEYENDO
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