Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Ambas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la libertad no admite conformismo alguno. Vivir, para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido siempre una sucesión de conformidades, de aceptaciones y sumisiones. Aceptamos el lenguaje; aceptamos, con él, sentidos, referencias y todo ese monótono universo de ecos que los medios de transmisión de imágenes, sonidos y letras codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones ofrece, sin duda, una extraordinaria posibilidad de enriquecimiento, de amplitud y libertad; pero también, por los intereses políticos que las dominan y orientan, pueden hacer que la inteligencia resbale por significaciones y perspectivas, para embotarse y enajenarse. Porque los cauces por los que confluyen las imágenes y las palabras nos conforman a sus semejanzas -a las determinadas semejanzas que nos agobian- y nos hacen conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo así como conformarse con lo que hay e, incluso, aceptar que "no hay quien dé más". Pero conformarse añade también otro matiz. Conformarse es perder, en parte, la forma propia, para sumirse, liquidarse, en la ajena. Y esa pérdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que, como decía el filósofo, "hemos llegado a construir nuestra propia estatua", es pérdida de ser, pérdida de la sustancia que nos pertenece o nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos.
[...] La literatura no es sólo principio y origen de libertad intelectual, sino que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de la infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de todas las censuras. Sólo una censura sería realmente peligrosa: aquella que, inconscientemente, nos impusiéramos a nosotros mismos porque hubiéramos perdido, en la sociedad de los andamiajes y los grumos mentales, la pasión por entender, la felicidad hacia el saber.
Toda verdadera liberación, todo gozo de vivir y de sentir, empieza en nuestra mente. Y esa mente, parte ideal de nuestro cuerpo en la prodigiosa red de sus neuronas, requiere también alimentación y sustento. Las palabras son la sustancia de las que la inteligencia se nutre. Y esas palabras vienen engarzadas en la original sintaxis de la literatura. Un mundo hecho lenguaje, argumentado y construido desde un infinito espacio donde todo el decir, todo el sentir, es posible. Pero un mundo, además, que, en su soledad, en su maravillosa inocencia y libertad, ya nadie manipula, nadie tergiversa, nadie puede ya falsear y alterar.
[...] Tendríamos que agradecer a todos esos escritores que nos acompañan, en el siempre breve espacio de nuestra vida, el que nos hayan entregado sus palabras que construyen una humana manifestación de eternidad. Una eternidad que no promete otra existencia más allá de las fronteras de cada vida y que, en el gozo de leer, en las horas de lectura, nos deja esquivar las paredes del tiempo y acariciar en los silenciosos murmullos de las letras, las espaldas de no sé bien qué especie de inacabada amistad.
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