Era diciembre, un día claro y helado, muy temprano. Lejos, por el campo, iba una vieja negra con un harapiento pañuelo rojo a la cabeza, por un sendero que atravesaba un pinar. Se llamaba Phoenix Jackson. Era muy vieja y muy menuda y caminaba lentamente, bajo las sombras oscuras de los pinos, bamboleándose un poco al andar, con la equilibrada pesadez y la ligereza del péndulo de un reloj viejo de pared. Llevaba un bastón pequeño y delgado, el resto de un paraguas, y con él tanteaba sin cesar la tierra helada. Esto alzaba un rumor grave y persistente en el aire quieto, que parecía meditabundo, como el gorjear de un pajarillo solitario.
Llevaba un vestido oscuro, de rayas, que le llegaba hasta los zapatos, y un delantal de la misma longitud hecho de sacos de azúcar blanqueados, con un bolsillo grande: todo limpio y cuidado; pero cada vez que daba un paso se arriesgaba a caer porque llevaba sueltos los cordones de los zapatos.
Miraba hacia delante, fijamente. Tenía los ojos azulados por la vejez. Toda su piel estaba surcada de innumerables arrugas ramificadas y parecía que tuviera un arbolito plantado en mitad de la frente, pero debajo era de un color dorado, y un brillo amarillento iluminaba los dos nudos de sus mejillas bajo la oscuridad. El cabello le caía por el borde del trapo rojo en rizos fragilísimos sobre el cuello; aún era negro, y con olor parecido al cobre.
De vez en cuando, se producía un temblor en la fronda. Y la vieja Phoenix decía:
—¡Fuera de mi camino, vosotros todos, zorros, búhos, escarabajos, conejos, mapaches y animales del bosque…! Apartaos de estos pies, pequeñas codornices… Que los jabalíes se aparten de mi senda. Que ninguno se atraviese en mi camino. Tengo una larga Jornada por delante.
Bajo su manita con manchas negras, el bastón, flexible como una fusta, golpeaba la maleza como para sacudir cualquier cosa oculta.
Y seguía caminando. Los bosques eran espesos y silenciosos. El sol hacía que las agujas de los pinos brillasen demasiado y no pudieras mirarlas, arriba, donde el viento zarandeaba. Las piñas caían leves como plumas. Abajo, en la hondonada, estaba la torcaz; para ella no era aún demasiado tarde. CONTINUAR LEYENDO
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