sábado, 13 de octubre de 2018

El nacimiento del mono. Un cuento de Adolfo Córdova.

El fruto era como un pequeño sol. Si es que era un fruto, si que no era un sol. El mono lo encontró en la última rama del árbol. Colgaba, quizá flotaba. Tenía el tamaño de una naranja y su aroma dulce, pero brillaba como una estrella amarillenta.

El mono lo miró sin parpadear. Quiso tocarlo. Era suave como el pelaje de una cría y frío como un manantial alto de montaña.

Si hubo alaridos, advertencias, parloteos de otras criaturas, no los oyó. Solo veía el fruto que se acunaba en sus manos sin quemarlas, que encandilaba sus ojos sin cegarlos. Tal vez más diamante que sol, más mineral que luz; con vetas como diminutos ríos, tan puros que debían calmar toda el hambre, toda la sed, todos los deseos que llenaban de saliva la boca del mono.

Tenía que morderlo.

Quería comérselo.

No podría morderlo.

Lo quería entero.

Iba a tragárselo.

A devorarlo.

Cuando lo acercó a su boca y lo olfateó, sus pupilas se dilataron tanto que cubrieron toda la superficie de sus ojos.

Cuando se lo tragó, sintió que lo invadía la delicia del néctar de una fruta madura, la picazón del calor del mediodía, la gelidez del viento de las cimas.

Su pelaje negro empezó a brillar y adquirió una negrura azulosa. De cuervo.

Dos halos anaranjados iluminaron el fino iris de sus ojos, que parecieron dos soles eclipsados.

Y empezó a gritar.

Los otros monos no sabían si sus gritos eran de placer o de agonía. Saltó de una rama a otra, quiso reunirse con ellos, pero cuando vieron su pelaje resplandeciente y los eclipses en sus ojos, lo desconocieron y huyeron.

Alguien le enterró algo en el lomo.

Giró.

No había nadie detrás.

Otro desgarramiento abajo del hombro.

Giró.

No había nadie detrás.

Nadie lo hería. Era otro efecto del fruto, del sol, del diamante, del huevo de fuego que se había tragado. Sus huesos se torcieron. Escuchó tronidos y estiramientos, pero solo le dolía el dorso en dos heridas gemelas, dos grietas, dos llagas: dos alas negras que iban saliendo de su lomo, húmedas; más grandes que sus brazos y sus piernas, tan negras y azulosas como su pelaje.

Y pudo agitarlas, como agitaba los brazos.

Y sintió que eran fuertes, como su cola prensil.

Y cuando dio un salto, ya no cayó nunca.

El primer mono alado de la tierra.

FIN

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