jueves, 9 de mayo de 2019

El aya. Un cuento de José María Eça de Queirós.

Érase una vez un rey, joven y valiente, señor de un reino abundante en ciudades y cosechas, que partía a batallar por tierras distantes, dejando solitaria y triste a su reina y a un hijo chiquitín, que todavía vivía en su cuna, envuelto en sus fajas. La luna llena que lo viera marchar, llevado en su sueño de conquista y de fama, empezaba a menguar, cuando uno de sus caballeros apareció, con las armas rotas, negro de la sangre seca y del polvo de los caminos, trayendo la amarga nueva de una batalla perdida y de la muerte del rey, traspasado por siete lanzas entre la flor de su nobleza, a la orilla de un gran río. La reina lloró magníficamente al rey. Lloró, además, desoladamente al esposo, que era hermoso y alegre. Pero, sobre todo, lloró ansiosamente al padre que así deja al hijito desamparado, en medio de tantos enemigos de su frágil vida y del reino que sería suyo, sin un brazo que lo defendiese, fuerte por la fuerza y fuerte por el amor.

De esos enemigos, el más temeroso era su tío, hermano bastardo del rey, hombre depravado y bravío, consumido por groseras codicias, deseando la realeza tan solo por sus tesoros, y que hacía años que vivía en un castillo en los montes, con una horda de rebeldes, como lobo que, desde su atalaya, en su foso, espera la presa. ¡Ay, la presa ahora era aquella criaturita, rey que aún mamaba, señor de tantas provincias, y que dormía en su cuna con un sonajero de oro en la mano cerrada!

A su lado, otro niño dormía en otra cuna. Pero este era un esclavito, hijo de la bella y robusta esclava que amamantaba al príncipe. Ambos habían nacido en la misma noche de verano. El mismo pecho los criaba. Cuando la reina, antes de adormecerse, se acercaba a besar al principito, que tenía el cabello rubio y fino, besaba también por amor suyo al esclavito, que tenía el cabello negro y crespo. Los ojos de ambos relucían como piedras preciosas. Solo que la cuna de uno era magnífica y de marfil entre brocados, y la cuna del otro, pobre y de mimbre. La leal esclava, sin embargo, a ambos dedicaba igual cariño, porque si uno era su hijo, el otro sería su rey. CONTINUAR LEYENDO


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