lunes, 13 de mayo de 2019

Viejo oficio, un cuento de Cesare Pavese.

En aquellos tiempos estaba ocupadísimo y vivía con los carreteros. La cabeza me resuena aún con las gruesas voces de mando y el chirrido de los frenos. Nuestro punto de reunión estaba en el patio, bajo el zaguán de cierta ventana que, las noches de partida, era un antro de faroles y de voces iracundas como latigazos. Criadas y mozos que nos daban la salida ansiaban vernos en camino, porque entonces podrían pararse en el umbral a respirar: el restallido de nuestras trallas era su liberación.

También para nosotros el latigazo largo, asestado fuera del zaguán al flanco de los caballos, era la señal de que comenzaban la conducción y la noche. Con las primeras sombras nos hacíamos compañía, si había estrellas, de dos en dos o de tres en tres por el arcén de la carretera, sin perder de vista al caballo de cabeza y las bifurcaciones, porque la caravana marcha como un tren y todo estriba en que esté bien encaminada. Después empezaban a rezagarse los más viejos y a montar en los distintos carros; nosotros, los jóvenes, siempre teníamos alguna conversación que terminar y un último pitillo que pedir.

Pero también al final saltábamos sobre los sacos y comenzaba el duermevela.

Cuántas noches pasé así acurrucado sobre los sacos, bamboleándose ante mis ojos el farol que en el sopor no distinguía ya si iba colgado del carro anterior o si acaso era el mío. Uno se sentía transportar, sentía todo el carro y el caballo moverse y estirarse debajo; ciertos tramos de la carretera los reconocía por los tumbos. Según que el carro pasase bajo una ladera, o entre un campo delante de un porche, de una tapia, o sobre un puente, el eco del estrépito de las ruedas variaba: era una voz que hacía más compañía que los cascabeles que los caballos agitaban meneando la cabeza. Era una voz que, apenas el frío del alba nos despertaba, volvía a dejarse oír incesante, mudada según el camino recorrido, y antes aún de que un vistazo al campo o a las casas nos dijese dónde estábamos nos sosegaba con su monotonía. Tumbado sobre los sacos, cada uno de nosotros escuchaba solo su carro pero adivinaba en los diversos chirridos que lo acompañaban la presencia de otros, y en ciertos momentos que en el campo todo callaba, uno alzaba la cabeza del saco y quedaba en suspenso hasta que veía un farol bambolearse a ras del suelo, o un tintineo y el estrépito de las otras ruedas sobre el polvo llegaba a tranquilizarlo. CONTINUAR LEYENDO

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