domingo, 30 de junio de 2019

La doble representación: novela española y política. Un artículo de David Jiménez Torres publicado en Letras Libres.


Pocos autores han mostrado una obsesión con el poder político comparable a la de Shakespeare. El efecto de este poder sobre quienes lo poseen, lo desean o están próximos a él es uno de los ejes de su obra, un tema fundamental en Hamlet, El rey Lear, Macbeth, Julio César, Coriolano o las diez “historias” sobre monarcas ingleses (Ricardo III, Enrique V…). Y quizá esta influencia explique la tradición de representaciones literarias del poder político en la cultura anglófona. Algunos ejemplos de las últimas décadas serían las novelas de Jeffrey Archer (La carrera hacia el poder), Michael Dobbs (House of cards) y Richard T. Kelly (Crusaders y The knives). También en Estados Unidos se ha cultivado este tipo de novela, siendo quizá Todos los hombres del rey, de Robert Penn Warren, la más conocida. A veces estas obras incorporan escenarios y arquetipos de la política a una estructura de género (como la del thriller), y en otras ocasiones los utilizan para una trama realista o costumbrista, con cierta intención didáctica: así funciona la política de verdad.

La literatura española, sin embargo, ha representado el poder político desde una mayor distancia. Si Shakespeare convierte a príncipes y monarcas en protagonistas, el canon que conforman el Lazarillo, la Celestina, el Quijote, Fuenteovejuna o El burlador de Sevilla prefiere observar el poder político desde los márgenes. Esta perspectiva sobrevive al paso del Antiguo Régimen a un Estado liberal: clásicos de la literatura decimonónica como “Vuelva usted mañana”, el artículo de Larra, o Miau, la novela de Galdós, se centran en el funcionariado –y no en los cargos electos– para denunciar las miserias del Estado. La novela de la Restauración añade, además, un fuerte escepticismo acerca de la representación política; es decir, cuestiona que los políticos verdaderamente representen los intereses de sus electores y no solo los suyos. Galdós concluye el Episodio Nacional dedicado a Cánovas con esta descripción del régimen parlamentario: “los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático”. El retrato no es muy diferente en autores de la generación posterior. En El árbol de la ciencia, Baroja describe así la vida política en un pueblo castellano: “era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales y los Mochuelos conservadores. […] Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín”.

Valle-Inclán supone la cima de esta lejanía y escepticismo literarios. Resulta significativo que el creador del esperpento sea la figura del canon que más trató el ejercicio del poder político. En el centro de muchas de sus obras, como Tirano Banderas, La hija del capitán o las novelas del Ruedo Ibérico, se encuentran representaciones literarias de dictadores, reyes y ministros, tratados siempre desde la distancia característica de su estilo maduro. Valle-Inclán no los dramatiza para que el espectador pueda entenderlos, sino precisamente para deformarlos y, de esta forma, someterlos a una crítica total. Y si bien esto abre espacios para el cuestionamiento de figuras y sistemas de autoridad, cabe preguntarse dónde está la frontera entre esta distancia y la mera antipolítica. Los tortuosos itinerarios ideológicos de Baroja y Valle-Inclán –quien fue capaz de bascular entre el carlismo y la Asociación de Amigos de la Unión Soviética– resaltan la pertinencia de la pregunta. CONTINUAR LEYENDO

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