Nos arrojaron en una gran sala blanca y mis ojos parpadearon porque la luz les hacía mal. Luego vi una mesa y cuatro tipos detrás de ella, algunos civiles, que miraban papeles. Habían amontonado a los otros prisioneros en el fondo y nos fue necesario atravesar toda la habitación para reunimos con ellos. Había muchos a quienes yo conocía y otros que debían ser extranjeros. Los dos que estaban delante de mí eran rubios con cabezas redondas; se parecían; franceses, pensé. El más bajo se subía todo el tiempo el pantalón: estaba nervioso.
Esto duró cerca de tres horas; yo estaba embrutecido y tenía la cabeza vacía; pero la pieza estaba bien caldeada, lo que me parecía muy agradable: hacía veinticuatro horas que no dejábamos de tiritar. Los guardianes llevaban los prisioneros uno después de otro delante de la mesa. Los cuatro tipos les preguntaban entonces el nombre y la profesión. La mayoría de las veces no iban más lejos, o bien, a veces les hacían una pregunta suelta: “¿Tomaste parte en el sabotaje de las municiones?”, o bien: “¿Dónde estabas y qué hacías el 9 por la mañana?”. No escuchaban la respuesta o por lo menos parecían no escucharla: se callaban un momento mirando fijamente hacia adelante y luego se ponían a escribir. Preguntaron a Tom si era verdad que servía en la Brigada Internacional: Tom no podía decir lo contrario debido a los papeles que le habían encontrado en la ropa. A Juan no le preguntaron nada, pero, en cuanto dijo su nombre, escribieron largo tiempo.
—Es mi hermano José el que es anarquista —dijo Juan—. Ustedes saben que no está aquí. Yo no soy de ningún partido, no he hecho nunca política.
No contestaron nada. Juan dijo todavía:
—No he hecho nada. No quiero pagar por los otros.
Sus labios temblaban. Un guardián le hizo callar y se lo llevó. Era mi turno:
—¿Usted se llama Pablo Ibbieta?
Dije que sí.
El tipo miró sus papeles y me dijo:
—¿Dónde está Ramón Gris?
—No lo sé.
—Usted lo ocultó en su casa desde el 6 al 19.
—No.
Escribieron un momento y los guardianes me hicieron salir. En el corredor Tom y Juan esperaban entre dos guardianes. Nos pusimos en marcha. Tom preguntó a uno de los guardianes:
—¿Y ahora?
—¿Qué? —dijo el guardián.
—¿Esto es un interrogatorio o un juicio?
—Era el juicio, dijo el guardián.
—Bueno. ¿Qué van a hacer con nosotros?
El guardián respondió secamente:
—Se les comunicará la sentencia en la celda.
En realidad lo que nos servía de celda era uno de los sótanos del hospital. Se sentía terriblemente el frío debido a las corrientes de aire. Toda la noche habíamos tiritado y durante el día no lo habíamos pasado mejor. Los cinco días precedentes había estado en un calabozo del arzobispado, una especie de subterráneo que debía datar de la Edad Media: como había muchos prisioneros y poco lugar se les metía en cualquier parte. No eché de menos mi calabozo: allí no había sufrido frío, pero estaba solo; lo que a la larga es irritante. En el sótano tenía compañía. Juan casi no hablaba: tenía miedo y luego era demasiado joven para tener algo que decir. Pero Tom era buen conversador y sabía muy bien el español. En el subterráneo había un banco y cuatro jergones. Cuando nos devolvieron, nos reunimos y esperamos en silencio. CONTINUAR LEYENDO
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