En el interior de las tierras togoleñas, aproximadamente a una legua de la famosa «Colina de las hadas», que la infalible memoria de los ancianos recuerda aún, se hallaba una aldea, una muy pequeña aldea, de una decena de almas, entre las que vivían un cazador y su esposa.
Los vecinos de esta aldea lo tenían todo para ser felices. Y el cazador con su mujer también habrían sido igualmente felices si no les hubiera faltado aquella cosita que da alegría a la familia africana: un hijo.
Día tras día, los esposos no dejaban de lamentarse de su desgracia. Lari, la esposa del cazador se quejaba tanto de su esterilidad que su marido salió en busca de un charlatán, un nigromante o un médium dispuesto a ayudarlos.
Una mañana, el hombre llegó a la choza de Kanou, el más viejo de los videntes de la aldea, quien le informó antes de que aquel le hubiera dicho el motivo de su visita:
- He consultado a los dioses sobre vuestro caso, Cazador; me han comunicado que tu mujer jamás tendrá hijos.
Aquellas palabras del anciano, quizá por su brutalidad, produjeron en Atissou (es el nombre del cazador) el efecto de un fuerte cabezazo. Por un momento, creyó que iba a quedarse sin respiración. Pero volvió en sí y, casi sin voz, preguntó:
- Y usted, Gran Mago, ¿no puede hacer nada contra esa mala suerte?
Cabe pensar que el vidente ocultaba sus intenciones a fin de evaluar el grado de aflicción y de determinación de la pareja estéril. Pues, tan pronto como el cazador le hizo la pregunta, se puso a hacerle promesas.
- Lo voy a intentar -dijo- con la ayuda de los dioses, voy a intentar hacer que al menos tengáis una hija, para alejar la tristeza que envuelve vuestro hogar.
Más adelante, Kanou declaró al cazador y a su mujer que la niña nacería, pero que sería testaruda, excesivamente curiosa, insoportable. Los dos esposos tuvieron que dar su conformidad, pues, según el lema de la mujer africana, mal vale lo intratable que nada. CONTINUAR LEYENDO
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