jueves, 7 de noviembre de 2019

Las esposas felices se suicidan a las seis, un artículo-cuento de Gabriel García Márquez publicado en El País en 1982.


A veces me entretengo en el supermercado observando a las amas de casa que vacilan frente a los estantes mientras deciden qué comprar, las veo vagar con su carrito por los laberintos de artículos expuestos a su curiosidad, y siempre me pregunto, al final del examen, cuál de ellas es la que se va a suicidar ese día a las seis de la tarde. Esta mala costumbre me viene de un estudio médico del cual me habló hace algunos años una buena amiga, y según el cual las mujeres más felices de las democracias occidentales, al cabo de una vida fecunda de matriarcas evangélicas, después de haber ayudado a sus maridos a salir del pantano y de formar a sus hijos con pulso duro y corazón tierno, terminan por suicidarse cuando todas las dificultades parecían superadas y deberían navegar en las ciénagas apacibles de su otoño. La mayoría de ellas, según las estadísticas, se suicidan al atardecer. Se ha escrito desde siempre sobre la condición de la mujer, sobre el misterio de su naturaleza, y es difícil saber cuáles han sido los juicios más certeros. Recuerdo uno feroz, a cuyo autor no quiero denunciar aquí porque es alguien a quien admiro mucho y temo librarlo a las furias de las lectoras eventuales de esta nota. Dice así la frase: "Las mujeres no desean más que el calor de un hogar y el amparo de un techo. Viven en el temor de la catástrofe y ninguna seguridad es bastante segura para ellas y a sus ojos el porvenir no es sólo inseguro, sino catastrófico. Para luchas por adelantado contra esos males desconocidos no hay engaño al que no recurran, no hay rapacidad de la que no se sirvan, y no hay ningún placer ni ilusión que no combatan. Si la civilización hubiera estado en manos de las mujeres, seguiríamos viviendo en las cuevas de los montes, y la inventiva de los hombres habría cesado con la
conquista del fuego. Todo lo que piden a la caverna, más allá del abrigo, es que sea un grado más ostentosa que la del vecino. Todo lo que piden para la seguridad de los hijos es que estén seguros en una cueva semejante a la suya". Por los tiempos en que conocí esta frase, declaré en una entrevista:  "Todos los hombres son impotentes". Muchos amigos y, sobre todo, algunos que no lo eran, no pudieron reprimir sus ímpetus machistas y me replicaron con denuestos públicos y privados que podrán resumirse en uno solo: "El ladrón juzga por su condición". Pienso ahora que, tanto en la frase sobre las mujeres como en la mía sobre los hombres, lo único reprochable es la exageración. No hay duda: todos los hombres somos impotentes cuando menos lo esperamos y, sobre todo, cuando menos lo queremos, porque nos han enseñado que las mujeres esperan de nosotros mucho más de lo que somos capaces, y ese fantasma, a la hora de la verdad, inhibe a los humildes y conturba a los arrogantes. En la frase sobre las mujeres, que en realidad fue atribuida a las del imperio romano, falta señalar el horror de esa condición que en nuestros tiempos conduce a tantas amas de casa a tomarse el frasco de somníferos, uno detrás del otro, y mejor si es con un vaso de alcohol, a las seis de la tarde. CONTINUAR LEYENDO

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