Leí a Platón hace ya veinte años, cuando era estudiante de medicina y estaba a punto de terminar la carrera. De esa lectura recuerdo especialmente la fábula del andrógino, según la cual, en los orígenes de la humanidad, hubo un monstruo redondo, con dos cabezas, cuatro brazos, cuatro piernas, dos traseros y dos sexos. Zeus, preocupado por la vitalidad del monstruo, decidió debilitarlo y lo partió en dos mitades, de la misma manera —como dice Platón— que se parte un huevo duro con una cerda cortante. Desde entonces estas dos mitades, una de sexo femenino y la otra de sexo masculino, van por el mundo, anhelantes, buscando a la otra mitad de sexo diferente que las complete y les permita restablecer al monstruo redondo de los orígenes. ¿Por qué se me ha quedado esta fábula en la memoria? Porque, por lo menos en lo que a mí toca, no se trata de una fábula, sino de una verdad. No obstante mi profesión, mi cultura, mi inteligencia de mi mitad masculina. Esta búsqueda continua y desesperada me hace cometer verdaderas locuras, como ahora, por ejemplo, que trepo por las escaleras de un caserón popular, en busca de un cierto Mario, un joven camarero que trabaja en un balneario, en brazos del cual me he sentido completa hace apenas diez días, mientras vacacionaba en un hotel del Circeo.
Naturalmente, el elevador está descompuesto; y así, cuando llego al sexto piso después de haber subido doce tramos de escaleras, tengo que descansar, por lo menos un minuto, frente a la puerta de su apartamento recuperando el aire. Sobre la placa de latón está escrito, en caracteres cursivos, “Eldamoda”, tal vez para dar una impresión de elegancia. Elda es el nombre de la madre de Mario, y esa placa presuntuosa e ingenua contrasta con la modestia de la puerta de madera mal pintada de gris, con el rellano estrecho y bañado por un sol cruel, con la escalera angosta y sucia, como todo el edificio. Ya recobré el aliento. Extiendo la mano y toco el timbre.
La puerta se abre inmediatamente, como queriendo denotar la pequeñez del apartamento. Bajo el umbral aparece una mujer con mandil negro, de sastre, una cinta métrica de caucho sobre el hombro y muchas hebras de hilo blanco en el pecho; es sin duda la madre de Mario. Es una mujer todavía guapa, pero derrotada y ceñuda. La maternidad, el trabajo y la mala comida la han deformado. Debe tener más o menos mi edad, tal vez algunos años menos, pero yo parezco ciertamente más joven, dado que me tiño el cabello, y el de ella tiene ya muchas canas. CONTINUAR LEYENDO
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