Las librerías que sobreviven en nuestros barrios hacen que también el propio barrio sobreviva. Las necesitamos, necesitamos esos lugares de conversación y de encuentro
"De noche iremos, de noche sin luna iremos, sin luna que para encontrar la fuente sólo la sed nos alumbra"
La ciudad se hace amable y pierde ese tono áspero de prisa y de asfalto en los rincones sencillos como en la sombra de un árbol (y mejor si hay un banco), en las fuentes (ahora apagadas) donde calmar la sed o en la librería de barrio donde también el alma encuentra un respiro.
Las librerías cercanas, las de barrio, son lugares donde alguien ha colocado libros y más libros, volúmenes y volúmenes en estanterías; de manera cuidadosa o en ese desorden casi delicado donde los libros esperan el día -es cierto que a veces nunca llega- en el que recuperar su sitio. Las librerías son espacios familiares que tienen una historia con personas, venturas y apuros. O así nos lo parece a quienes entramos en ellas con la sensación de habernos colado en el salón de la casa de alguien.
Son espacios donde se habla de libros, donde se entiende de libros. Lugares de encuentro en donde apaciguar la sed, a veces de conocimiento, otras de aventuras o de poesía. O la sed elemental, de quienes transitamos por la ciudad abrumados por el asfalto, el ruido y la prisa o por nuestros propios ruidos y prisas.
Si no tienen el libro que buscamos, lo piden; si no sabemos qué regalar, aconsejan; si dudamos, nos ofrecen algunas pistas, nos dejan deambular por sus estanterías. Podemos curiosear en las entrañas de este salón de amigo, recorrer los estantes poniéndonos de puntillas o agachándonos. Podemos, incluso, terminar en el suelo, como quien lee en un prado. Me encanta cuando encuentro a alguien sentado en el suelo leyendo. Lo observo y siento que todo el peso de su día ha cedido y que ha ganado la lectura.
Yo entro muchas veces en estas librerías por el puro placer de escapar del ruido exterior y de mi ruido interior y, en ese momento, cobra todo el sentido ese verso que dice algo así como que la sed guía el camino hacia la fuente. Casi siempre salgo como nueva y con una pila de libros que palpita y me pide tiempo. Los libros reclaman atención, por eso suelo repartirlos entre amistades y familia, me gusta que esos libros se hagan grandes en otras manos que puedan atenderlos mejor que yo, como merecen.
Las librerías que sobreviven en nuestros barrios hacen que también el propio barrio sobreviva. Las necesitamos. Necesitamos esos espacios, ese tiempo que se dilata entre libros, esos lugares de conversación y de encuentro, ese suelo donde dejarnos caer, esa fuente en donde calmar la sed aunque sea un rato, para seguir después, nuestro camino.
Son como nuestros ambulatorios para el alma y aún sin saberlo, son también parte de las vigas invisibles (pilas y pilas de libros) que sostienen nuestras ciudades.
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