Cada mañana, al despertar, la idea de la muerte flota a su alrededor como un ectoplasma. Los miembros le pesan, emerge de una ciénaga persistente. Y ese mundo de tinieblas del que acaba por salir, pese a todo, sigue debajo de ella, sólo la separa de él una película muy fina que la obliga a levantarse rápido pensando en algo completamente distinto.
Sin embargo, salvo por esos despertares difíciles, su existencia con Jean hace que a su alrededor flote, con una persistencia equivalente, una forma de felicidad. Ese sentimiento se manifiesta cada vez que deja, mediante diferentes estratagemas, de pensar en la muerte.
Si tuviera que poner un sólo ejemplo de uno de sus ritos propiciatorios, es decir, de la forma en la que cada mañana sortea con astucia la idea de la muerte para volver a sumergirse inmediatamente en el apacible lago de la insensibilidad, tan pronto como Jean se levanta al otro lado de la pared, hablaría de la familia Smith. De James, Mary y sus seis hijos.
El otoño pasado, debido a una oscura herencia relacionada con la rama americana de su familia, viajó a Nueva York. Más precisamente, puesto que uno de sus antepasados descansa allí, al cementerio de Green-Wood, inmenso terreno arbolado salpicado de estelas y de mausoleos que domina la bahía del Hudson. Mientras vagaba por ese magnífico lugar captó su atención un silbido breve, repetido, que por momentos mudaba en una especie de castañeteo. Pensó en algún pájaro que no conociera. Alzando los ojos, divisó una llama rojiza. Una ardilla. ¿Acaso la alteraba su presencia? ¿O había otro motivo de alarma? Parecía imitar todo tipo de chillidos, el breve piar del mirlo, la estridulación de la cigarra, la matraca de un pájaro desconocido, con una virtuosidad insaciable. Lo que resultaba todavía más extraño era que se desplazaba de un árbol a un matorral y de ahí al tejado de un mausoleo, en un vaivén incesante en forma de triángulo, como si quisiera delimitar su territorio mediante esas manifestaciones sonoras lanzadas sucesivamente desde esos tres puntos del espacio. Chillaba, brincaba a otra parte en silencio y retomaba su partitura de alarma sobre el árbol, el matorral, el mausoleo. Ella se quedó un buen rato sentada en el borde de una tumba, observando y escuchando a la ardilla.
Cuando esta desapareció definitivamente, empezó otra vez a explorar el terreno bajo pretexto de encontrar a su antepasado. Caminaba sin apresurarse, disfrutando del aire y del sol sobre su piel. Desde hacía meses, no dejaba de correr, de precipitarse, para escapar de la idea de la muerte. Y de repente, por el simple hecho de estar a miles de kilómetros, lejos de Jean y de determinada tumbita, todo aquello se interrumpía. CONTINUAR LEYENDO
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