viernes, 2 de octubre de 2020

El mentiroso, un cuento de Tobías Wolff

 Mi madre leía todo menos libros. Los anuncios de los autobuses, toda la carta del restaurante mientras comíamos, las vallas publicitarias; si no tenía tapas le interesaba. Así que cuando encontró en mi cajón una carta que no iba dirigida a ella, la leyó. «¿Qué más da si James no tiene nada que ocultar?» fue lo que pensó. Cuando terminó de leerla, metió la carta en el cajón y fue de una habitación a otra en la gran casa vacía, hablando sola. Volvió a sacar la carta y a leerla para entenderla bien. Luego, sin ponerse el abrigo y sin echar la llave a la puerta, bajó los escalones y se dirigió a la iglesia que había al final de la calle. Por muy enfadada o confusa que estuviera, siempre iba a misa de cuatro y ahora eran las cuatro.

Hacía un hermoso día, frío, azul y calmado, pero mi madre andaba como si hubiera un fuerte viento, inclinada hacia delante y dando pasos cortos y apresurados. A mi hermano, a mis hermanas y a mí nos parecía graciosa esta forma de andar suya y nos reíamos cuando cruzaba por delante de nosotros para atizar el fuego o regar las plantas. No permitíamos que nos pillara riéndonos. Le hubiera desconcertado pensar que pudiera resultar divertida. Su única concesión al humor era una risa falsa y sorprendente. Los desconocidos se quedaban mirándola con frecuencia.

Mientras esperaba al sacerdote, que llegó tarde, mi madre se puso a rezar. Rezaba de un modo familiar, ordenado y firme: primero por su difunto esposo, mi padre, luego por sus propios padres, también fallecidos. Decía una rápida oración por los padres de su esposo (sólo tocar la base; nunca los quiso) y finalmente por sus hijos por orden de edad, acabando conmigo. Mi madre no consideraba que la originalidad fuese una virtud y hasta que surgió mi nombre, sus oraciones eran exactamente iguales a las de cualquier otro día.

Pero cuando llegó a mí habló en voz alta.

—Creí que no lo haría nunca más. Murphy dijo que ya estaba curado. ¿Qué voy a hacer ahora?

Había un tono de reproche en su voz. Mi madre había puesto grandes esperanzas en la idea de que yo estaba curado. Consideraba mi curación como una respuesta a sus plegarias y en acción de gracias había mandado mucho dinero a la Misión India Tomasiana, dinero que había estado ahorrando para hacer un viaje a Roma. Se sintió estafada y así lo manifestó. Cuando entró el sacerdote, mi madre se sentó en el banco y siguió la misa con gran concentración. Después de la comunión empezó a preocuparse de nuevo y regresó directamente a casa sin pararse a hablar con Frances, la mujer que siempre la abordaba después de misa para contarle todos los horrores que le habían hecho los comunistas, los adoradores del diablo y los rosacruces. Frances la vio marchar frunciendo el ceño.

Una vez en casa, mi madre sacó otra vez la carta de mi cajón y se la llevó a la cocina. La sostuvo sobre la estufa, sujetándola con las uñas y mirando hacia otro lado para no sentirse atraída de nuevo por el contenido, y le prendió fuego. Cuando empezó a quemarse los dedos la tiró en la pila y la miró mientras se ennegrecía, se estremecía y se cerraba sobre sí misma como un puño. Luego abrió el grifo para que las cenizas se fueran por el desagüe y telefoneó al doctor Murphy.

La carta era para mi amigo Ralphy. Antes vivía al otro lado de la calle pero luego se había trasladado a Arizona. La mayor parte de la carta describía una excursión a Alcatraz que habíamos hecho los de mi clase. Eso estaba bien. Lo que horrorizó a mi madre era el último párrafo en el que decía que ella había estado escupiendo sangre y que los médicos no estaban seguros de qué le pasaba, pero esperábamos que no fuera nada grave. CONTINUAR LEYENDO

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