Hay una hora de la noche en que están despiertos los poderes del mal.
A esa hora, los martes, los monstruos se reúnen para hablar de sus cosas. Al final, alguno de ellos cuenta una historia de hombres.
El martes pasado le tocó a Lucy Mortaja, una monstrua cursi, loca por las historias de pasión.
Lucy, lánguidamente acodada sobre un gato negro, que no era sino el demonio disfrazado, se puso a contar la historia. La adornó con ademanes, suspiros, gestos de actriz berreta y comentarios inútiles.
Los monstruos la escucharon embobados, sin perder detalle.
Yo —si me permiten los lectores— voy a resumir la historia. No soporto la manera relamida como Lucy la cuenta.
Lo que pasó fue sencillamente ésto:
Resulta que una momia se enamoró de un hombre enyesado.
¡Deliraba por él!
El pobre había sufrido diecinueve fracturas en un accidente de moto-cross y no le quedaba un centímetro de piel sin vendar. Apenas se le veían los ojos y era lo único que podía mover.
Cuando la Momia lo vio se chifló sin remedio porque nunca había encontrado a alguien que se le pareciese tanto en cuerpo y en espíritu.
A esas horas de la noche en que están despiertos los poderes del mal, la Momia lo visitaba en su lecho del hospital.
Por la forma en que abría los ojos cuando ella se le acercaba, estaba convencida de que él la amaba también.
—¡Héroe mío! —le susurraba, envolviéndolo en su fragancia a bóveda.
Al fin decidió raptarlo.
El único problema era la caba enfermera, que había hecho la vista gorda a las visitas de la Momia, pero no iba a permitir que se llevaran un paciente.
La Momia estudió cuidadosamente el edificio. En su cabeza trazó un itinerario prolijo para llegar hasta su amor sin pasar por la sala de guardia ni por el pabellón de cardíacos, donde siempre se topaba con la enfermera caba.
Le contó al enyesado sus planes:
—Mañana vendré por ti, amor mío.
El hombre abrió los ojos más que nunca.
A la noche siguiente, a la hora en que están despiertos los poderes del mal. La Momia se puso en marcha para raptar a su hombre de yeso.
Para no perderse y encontrar rápidamente el camino de vuelta, decidió trazarlo con su propia venda, como hicieron Hansel y Gretel con las migas de pan. Así que ató una punta a la manija del sarcófago y allá fue.
Sorteó mil peligros, gambeteó a todos los enfermeros, trepó por las canaletas de desagüe y se coló por las banderolas de los baños.
Nadie la vio llegar.
Pero cuando se acercó a la cama de su momio e iba a extender los brazos para agarrarlo, ya estaba completamente desvendada.
Y una momia que se desata se convierte en apenas un montoncito de polvo antiguo.
¡Tristísima historia! ¡De dos que se amaban y no pudo ser!
Pero no es mía la historia, sino de Lucy Mortaja.
Los monstruos, que son flojos de lágrimas lloraron al oír el final. Pero más que nada porque se la escucharon contar a Lucy, que la hizo larguísima y siempre dice cosas a propósito para que todos lloren.
FIN
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