La aldovranda vesiculosa entró en el mercado.
Como es una planta carnívora, venía a buscar algo para la cena, así que fue derecho al puesto del carnicero y se puso en la cola con las otras viejas.
Delante de ella había una cargando un perro del tamaño de un monedero, friolento y quejoso. La aldovranda lo miró con gula. Se relamió.
—¡Qué lindo perrito! ¡Y qué chiquito! Seguro que hace pis en un bonsail… —hizo ademán de agarrarlo—. ¿Me deja que se lo tenga?
La mujer, horrorizada, escondió el perro en el escote.
La planta ponía muy nerviosa a la clientela.
Sin nombrarla directamente, dejaron caer algunos comentarios maliciosos:
—Yo a mis plantas las alimento con agua y abono, no con milanesas…
—¡Si este mundo es una degeneración, m’hija! ¿No ve que están desapareciendo todos los gatos del barrio?
La planta, como si oyera llover.
El carnicero la apreciaba. Era una buena clienta y se comía las moscas del negocio. Ella le sonreía. La simpatía era mutua.
En cambio, la aldovranda odiaba al verdulero del puesto de enfrente. ¡Sólo un monstruo podía vender vegetales para que otros se los comieran! Cada vez que el hombre pasaba a su lado rumbo a la balanza con los brazos rebalsando mandarinas, le susurraba al oído: “¡Caníbal!”. El verdulero soñaba con verla hervida. Pero más la odiaba por todo lo que sucedía después.
Esta vez, como otras veces, la aldovranda empezó con su rutina:
—¡AY, ESAS TRISTES ZANAHORIAS DESENTERRADAS!
Al rato:
—¡POBRES PEREJILES MUSTIOS! ¡POBRES ESPINACAS PRISIONERAS!
La gente se puso muy incómoda.
El verdulero miró al carnicero con furia acusadora por tener semejante cosa entre sus parroquianos. El carnicero la defendió con el alma en los ojos.
Ella siguió:
—¿CUÁL FUE EL PECADO DE ESOS ZAPALLITOS PARA QUE LOS ARRANCARAN TIERNOS DE SU MADRE PLANTA?
Arreciaron los comentarios. La cola de la verdulería defendió al verdulero. La de la carnicería se sintió en el deber de ser fiel al carnicero aunque la aldovranda no fuera santa de su devoción.
Discutieron. Se juntó más gente, que tomaba partido por uno u otro bando.
—¡Hagan callar a ésa! —gritaron los verdes apuntando a la planta.
—¡La gente tiene derecho a opinar! —retrucaron los otros.
A todo esto la aldovranda papaba moscas y aullaba:
—¡INFELICES REMOLACHAS MANIATADAS, ALGÚN DÍA LES LLEGARÁ LA LIBERTAD!
El verdulero avanzó como para apretarle el pescuezo. Lo sujetaron entre varios.
—¡No se meta con mis clientas! —bramó el carnicero.
—¡Vivan las proteínas! ¡Arriba el asado con cuero! —respondieron sus leales, y arrancaron con un malambo.
Una mujer contó a voz en cuello cómo se había hecho vegetariana el día que soñó que comía una vaca viva entre dos rodajas de pan. Lloró a mares recordando cómo la miraba la vaca. Muchos la apoyaron con gritos de “¡Aguante la fruta!”, “¡Vitaminas sí, otras no!”. La discusión se hizo tan violenta que algunos llegaron a las manos.
La aldovranda vociferó:
—¡PELADAS, CORTADAS, HERVIDAS Y APLASTADAS! ¡QUÉ DESTINO EL DE LAS PAPAS!
Entonces se produjo el desbande.
Unos se fueron a sus casas protestando porque cada vez que aparecía la planta se armaba el mismo pandemónium. Otros se quedaron para ver una vez más el gran duelo: el carnicero y el verdulero frente a frente, uno con la sierra de separar costillas y el otro con la de cortar zapallo.
En medio del mercado, como dos gladiadores del futuro, quedaron trenzados en combate feroz. El destello azul de las sierras al cruzarse iluminaban la ganchera en la penumbra del atardecer.
Entre los alaridos de los dos ninjas, se oyó la voz de la aldovranda:
—¡HERMANAS VERDURAS, VOLVERÉ!
Y se fue. Esta vez con una pierna de cordero porque a la noche tenía visitas.
FIN
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