Ilustración: Ricardo Figueroa |
Me enteré un día de que mi vieja amiga Pauline de S., afectada desde hacía tiempo por un cáncer, no pasaría el año y que se daba cuenta de esto con tal nitidez que el médico, incapaz de engañar su robusta inteligencia, le había admitido la verdad. Pero ella sabía también que hasta el último mes y salvo un imprevisto y siempre posible accidente conservaría su presencia de espíritu e incluso cierta actividad física. Ahora que sabía de sus últimas ilusiones disipadas me era muy penoso ir a verla. Una tarde sin embargo me decidí a ir el día siguiente. Aquella noche no me pude dormir. Las cosas se me presentaban ahora como debían presentársele a ella misma, tan cerca de la muerte, al revés de como se nos aparecen en lo habitual. Incluso los placeres, las diversiones, las vidas, los trabajos singulares ahora insignificantes, insípidos, irrisorios, ridícula, pavorosamente ínfimos e irreales: solamente reales y en primer plano las meditaciones sobre la vida y el alma, las profundidades emocionales de las artes donde sentimos que descendemos al corazón mismo de nuestro ser, la bondad, el perdón, la piedad, la caridad, el arrepentimiento. Llegué a su casa engrandecido, en uno de esos minutos en los que uno no siente más que el alma, el alma que se me desbordaba, despreocupado de lo demás, listo para el llanto. Entré. Estaba sentada en su sillón de siempre cerca de la ventana y a su rostro no lo impregnaba la tristeza que sí tenía en mi imaginación desde días atrás. El adelgazamiento, la palidez enfermiza eran puramente físicos. Los rasgos habían conservado su expresión sarcástica. Tenía en la mano un panfleto político que soltó cuando entré. Charlamos una hora. La brillante conversación seguía como en el pasado ejerciéndose a expensas de las distintas personas conocidas. Un acceso de tos después del cual escupió un poco de sangre la detuvo. Cuando se repuso me dijo:
—Váyase, querido amigo, quisiera no estar cansada esta noche pues espero a algunas personas para cenar. Pero procuremos vernos en estos días. Reserve un palco para una matinée. El teatro de noche me cansa demasiado.
—¿En qué teatro? —le pregunté.
—En el que quiera usted; salvo su aburrido Hamlet o Antígona, ya sabe mis gustos, una obra alegre, algún Labiche si lo ponen por el momento o en su defecto una opereta.
Me fui atónito. Supe por nuevas visitas que la lectura del Evangelio y de La imitación, la música y la poesía, las meditaciones, el arrepentimiento de las injurias pronunciadas o el perdón de las injurias recibidas, las citas con pensadores, sacerdotes, personas cercanas o antiguos enemigos, o las citas consigo misma, estaban ausentes de la casa en la que terminaba su vida. No hablo del ablandamiento físico en sí mismo pues estaba demasiado nerviosa y era demasiado dura como para poder sentirlo. A menudo me preguntaba si aquella no era una actitud, una máscara, si una parte de la vida que me escondía no era la que tenía que haber sido. Supe después que no, que con los otros y hasta consigo misma era como conmigo y como antes. Me pareció que había en ello un endurecimiento, una aberración única. Qué insensato era yo, que vi la muerte tan de cerca y sin embargo retomé mi vida frívola. ¡De qué me sorprendí si ella nunca dejó de estar frente a mis ojos! Todos nosotros, mientras estemos y sin que el médico nos condene aún, acaso no lo sepamos y es que con certeza moriremos. No obstante, los hay —y muchos son— que meditan sobre la muerte para dejar dignamente la vida.
Marcel Proust
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