domingo, 24 de abril de 2022

"LA TUMBA". Un poema de la lekeitiarra Miren Agur Meabe

Nací en Bilbao el 5 de junio de 1933y morí en Lekeitio el 28 de enero de 2002,
a la edad de sesenta y nueve años,
bastante joven, en tres meses.
Un cáncer de ovario se me llevó a traición.
Me puse amarilla, la piel me picaba.
Se me infló tanto el hígado
que hubieron de instalarme una sonda bajo el pecho
para expulsar el pus.
Me decían, por calmarme, que las manchas pardas
en el camisón eran de betadine.

Mis mayores valores fueron mi piel fina y mi carácter.
Aprendí a coser y a bordar:
iniciales en sábanas de hilo, vainicas en manteles.
Mi caligrafía era menuda; no obstante, los rabos finales
delataban la discreta energía de mi apellido.
De pequeña fui buena en Matemáticas.
Me enseñaron a imitar a mártires y santos.
Aunque no he sido una experta cocinera,
no tuve rival en croquetas, flanes y bizcochos.
Goberné una tienda de telas, ropa de hogar, varios.

De joven era flaca y plana
(por eso los muchachos no me pedían baile);
pero cuando di a luz mi leche fue abundante
(mis amigas, en cambio, biberón de pelargón).
Me habitué a apretar las piernas hasta el día de mi boda,
y a santiguarme con pasión
al recordar el juramento de Scarlett O’Hara.

Me casé de negro,
con ramo de azahar y mantilla de encaje.
Escogí a un marino;
de poco nos servía el sistema de Ogino.
Cada vez que volvía, nueva luna de miel.
Yo le enviaba al barco fotos dedicadas.
En todas dejó marcas de labios o de lágrimas.
Yo también le quería, con su genio del demonio.
A veces se enfadaba sin motivo, mierda.
Yo le abrazaba cuando se serenaba,
le pedía perdón. Cuánto le rogaba y cuánto lloraba
por él, por mí, sin saber bien la razón.

Mis dos partos me dejaron hemorroides de por vida.
Tuve un hijo; luego una hija.
A mi niño le quise dar lo mejor.
Le costó coger el pulso a sus asuntos. ¿Cómo andará ahora?
A mi niña la crié como se crían los sueños.
Fue fácil, menos cuando perdió un ojo
o en la época de todos sus abortos.
Las dos llorábamos, una a cada lado del teléfono.
Así y todo, pronto hallábamos consuelo,
yo en mis labores, ella en sus cuadernos.

Siempre tuve claros mis principios:
cuidar de los míos, mayores y menores;
cumplir las leyes del cielo y de la tierra;
anteponer la obligación a la devoción.
Las infusiones me ayudaban a dormir;
más adelante necesité pastillas.
¿Cuál es la recompensa de la mujer modelo?
Oro a manos llenas: espuma en las manos,
y, entre esa espuma, astillas.

Ahora estoy a oscuras. Soy un esqueleto
con traje de chaqueta y blusa de raso,
crucecita de madera en el enfaldo,
una rosa de fieltro y una espiga artificial,
los últimos regalos de aquel hospital.
Me taponaron narices y boca con áspero algodón.
Esta hija mía no callaba en los pésames,
por qué tantos detalles, tanta explicación,
siempre tan formal, siempre tan servicial.

Ahí arriba hay ángeles de granito,
lauburus esculpidos, coronas marchitas, ikurriñas.
La lluvia arrastra capullos de flores,
guijarros, siglas doradas, huellas.
Aquí abajo no hay nada.
Echo de menos las charlas con mi amiga,
mi tienda, los ronquidos de mi hombre, a mi hija.
No ver crecer a mi nieto ha sido mi castigo,
no poder oír jamás cómo me nombra «abuela».
A pesar de ello, no me quejo.
Esperando el alba, en paz descanso.

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