Grace llevaba esperándolo de pie en el porche casi una hora. Cuando lo había visto en el pueblo, aquella tarde, él le había dicho que estaría allí a las ocho. Y eran casi las ocho y diez. Se sentó en la mecedora. Trató de no pensar que iba a venir, o incluso de no mirar el camino que conducía a su casa. Sabía que si pensaba en ello, nunca ocurriría. Nunca vendría.
—Grace, ¿sigues ahí fuera? ¿No ha llegado aún?
—No, madre.
—Bueno, no puedes quedarte ahí fuera toda la noche. Entra ahora mismo en casa.
Ella no quería entrar; no quería tener que sentarse en aquella vieja sala de estar cargada y ver cómo su padre leía el periódico y su madre hacía crucigramas. Quería quedarse allí fuera, respirando y oliendo y tocando la noche, que le parecía tan palpable que podía sentir su textura de fino satén azul.
—Ahí viene, madre —mintió—. Está viniendo por el camino; voy corriendo a recibirle.
—No vas a hacer nada de eso, Grace Lee —dijo su madre con voz sonora.
—¡Sí, madre, sí! Y vuelvo en cuanto le diga adiós.
Bajó con paso liviano los escalones del porche y se apresuró hacia el camino antes de que su madre pudiera añadir nada. Estaba decidida a ir a su encuentro, tuviera lo que tuviera que caminar, aunque tuviera que llegar hasta su misma casa. Era una gran noche para ella; no exactamente una noche feliz, pero sí una noche hermosa, de todas formas.
Él se iba del pueblo, después de tantos años. Todo sería tan extraño después de su partida… Sabía que nada volvería a ser lo mismo. Una vez, en el colegio, la señorita Saaron había mandado escribir un poema a sus alumnos, y ella le había escrito uno a él.
Era tan bueno que lo habían publicado en el periódico local. Lo había titulado «En el alma de la noche». Y ahora recitaba los dos primeros versos mientras avanzaba por el camino bañado de luz de luna.
Mi amor es una Luz Brillante y
Fuerte que anula la negrura de la Noche.
Una vez él le había preguntado si realmente lo amaba. Y ella había dicho:
—Te amo ahora, pero no somos más que unos chiquillos, y no es más que el primer amor.
Pero ella sabía que había mentido, al menos a sí misma, porque ahora, en aquel breve instante, sabía que lo amaba, por mucho que apenas hacía un mes hubiera estado completamente segura de que todo era tonto y pueril. CONTINUA LEYENDO
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