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MERCEDES DEBELLARD |
Se celebra el centenario de una de las voces más particulares y brillantes de la narrativa española en el siglo XX. Ni su carrera ni su vida se ajustan al papel que tenían las mujeres en la España de su tiempo. Fabuladora nata, sus libros están marcados por un realismo despiadado y por la fantasía.
En la Barcelona de posguerra una muchacha adolescente se armó de valor y decidió acudir a la editorial Destino para llevar en persona, en un cuaderno manuscrito con cubiertas de hule negro, una novela. Acudió varios días, sobreponiéndose a su timidez, antes de lograr una reunión con el director del sello, quien, pacientemente y cabe imaginar que con notable paternalismo, la informó de que debía pasarlo a máquina antes de presentarlo. Así lo hizo y se lo llevó. Al editor le gustó la narración y le hizo un contrato que firmó su padre. Empezó entonces a publicar sus cuentos en la revista del sello, antes de que la novela del cuaderno de hule, Pequeño teatro, llegara a las librerías unos cuantos años más tarde: de hecho, fue la segunda que le publicaron y con ella obtuvo el premio Planeta. Este podría ser el érase una vez con el que arrancar la historia de una las escritoras más extraordinarias del siglo XX en España, solo que Ana María Matute (1925-2014) tuvo varios principios, con una carrera y una vida que no acaban de ajustarse a un bien delimitado esquema de planteamiento-nudo-desenlace, ni tampoco al papel que aquella España franquista tenía reservado a las mujeres.
Fue una creadora total, una fabuladora con un vasto mundo propio que volcó en cuentos y novelas ampliamente reconocidas. Cuando se alejó, con un parón editorial casi total que duró cerca de 20 años, llevó ese universo a las maquetas, “los pueblos” y castillos, o a las alhajas que construía con chapas, botellas y demás desechos; también a los dibujos e ilustraciones o a los locos banquetes que preparaba en su cocina de Sitges. Matute, con enorme libertad, inventaba y creaba sin remedio porque esa era su manera de ser y de estar. Su forma de entender y habitar el mundo.
“Es una gran escritora, dura como el más duro, creo que la mejor en España en el siglo XX por su profundidad y dominio de la lengua. Vivió la Guerra Civil de niña y eso fue muy importante, como para toda su generación. No lo tuvo fácil, era mujer y además con una vida rocambolesca”, afirma la escritora Milena Busquets. Ella la conoció desde niña, ya que Matute era una gran amiga de su madre, la editora Esther Tusquets, y por extensión de la familia, y mantuvieron un trato muy cercano. “Independiente, divertida, valiente, desinteresada. Todos los autores de su generación respetaban mucho su escritura y en lo personal era muy entrañable. Con 19 años entró de pleno en el círculo de los escritores y de la bohemia, un mundo canalla, bebedor y juerguista. Lo contaba con mucha gracia. Rechazaba de plano que hubiera una literatura de mujeres, decía que había libros buenos y malos”.
Matute, hija del dueño de una fábrica de paraguas, creció entre Barcelona y Madrid, pasó un año en Mansilla de la Sierra, el pueblo de su familia materna en La Rioja, algo que acercó su sensibilidad al mundo rural y a la naturaleza. Su tartamudez, según contaba, la volvió diferente. Escribió novelas en su infancia y obras para el guiñol. Y cuando las bombas caían en plena Guerra Civil y sacudían su hogar acomodado, en el que en cualquier caso ella siempre se sintió algo extraña, dejó de tartamudear y sacó su primera revista con cuentos y artículos, escrita y diseñada por ella misma para disfrute de sus primos y hermanos.
La ficción fue siempre el refugio y también el espejo distorsionado que le permitía sobreponerse a la realidad y retratarla. Realismo y fantasía. Cuentos nunca exentos de la crueldad y dureza que tiene la vida, porque los relatos edulcorados o moralizantes estuvieron radicalmente alejados de su literatura. Algo parecido ocurre con esa imagen de beatífica anciana de sus últimos años, un espejismo que opaca su inteligencia afilada y una visión cruda del mundo.
“Nací cuando mis padres ya no se querían”, es el arranque de Paraíso inhabitado, su último libro publicado en vida, al que vuelve Malcolm Otero Barral al teléfono para hablar de la fuerza de la escritura de Matute hasta su último aliento. La conoció de niño con su abuelo, Carlos Barral, en Calafell, como parte de ese grupo en el que también estaban Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé, y la trató muchos años después cuando trabajaba como editor en Destino. “Era muy tímida pero una gran contadora de anécdotas. Te gustaba estar con ella. Era, en el sentido machadiano, una buena persona”, señala, y subraya que es una autora absolutamente reivindicable por jóvenes escritores que aún no la han descubierto en toda su dimensión. “Sus primeros libros tienen una ingenuidad imperfecta que es muy, muy buena”.
Si en los cuentos hay lobos que comen a los niños y madrastras malvadas, hechizos e injustas maldiciones, es porque en el mundo real también los hay. Es solo otro código con el que retratar las injusticias y males. Matute aplicaba este prisma también para hablar de su vida. Se refería a “el malo”, su primer marido —el escritor Ramón Eugenio Goicoechea— y padre de su único hijo, que llegó a empeñar el carrito del bebé, como él mismo contó en sus memorias, y luego la máquina de escribir con la que ella trabajaba y sostenía la economía familiar cuando vivían en Mallorca. Matute y su hijo encontraron refugio en casa de Camilo José Cela y su esposa Charo. Allí conoció a otra pareja de grandes amigos: José Caballero Bonald y su mujer Pepa.
Unos meses después la escritora, ya en Barcelona, se divorciaba de Goicoechea y perdía la custodia de su hijo, a quien solo podía ver los sábados gracias a la complicidad de su suegra. Dos años más tarde consiguió recuperar al niño y marchó a Estados Unidos como lectora de español. “El bueno” era Julio Brocard, su segundo esposo, con quien se instaló en Sitges cuando regresó. Allí vivió años muy felices, y también padeció una depresión, “el vacío”, como decía. Brocard falleció el 26 de julio de 1990 de un infarto tras llamar al timbre desde la calle para recogerla e ir a celebrar el cumpleaños de Matute. Un amargo y triste giro. CONTINUAR LEYENDO
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