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viernes, 20 de diciembre de 2024

"NAVIDADES INFANTILES EN GALES". Un cuento de Dylan Thomas

Las Navidades eran tan parecidas unas a las otras, en aquellos años en torno a la esquina del pueblo junto al mar, de golpe despojado de toda sonoridad, excepto por las voces que hablaban a lo lejos y que oigo a veces un instante antes de quedarme dormido, que nunca consigo recordar si la nieve cayó durante seis días seguidos con sus noches cuando tenía doce años o si nevó sin parar durante doce días con sus noches cuando yo tenía seis.

Todas las Navidades bajan rodando hacia el mar de las dos lenguas como una luna fría que de cabeza diera tumbos por aquel cielo que era nuestra calle. Se detienen justo al borde de las olas heladas, llenas de peces congelados, y yo hundo las manos en la nieve y saco todo lo que pueda encontrar, lo que sea. Introduzco las manos en esa bola blanca como la nieve y con lengua de campana que son las vacaciones, descansando a la orilla del mar que entona villancicos, y salen la señora Prothero y los bomberos.

Fue la tarde del 24 de diciembre y yo estaba en el jardín de la señora Prothero, esperando a los gatos con su hijo Jim. Nevaba. Siempre nevaba por Navidad. Diciembre, en mi recuerdo, es tan blanco como Laponia, aunque no había renos. Sí que había gatos. Con paciencia, nos envolvimos las manos heladas y encallecidas en unos calcetines y esperamos para lanzar las bolas de nieve a los gatos. Felinos, alargados como los jaguares, con sus horribles bigotazos, babeantes y siseantes, se agazaparían y reptarían por el borde blanco de la tapia del jardín, y los cazadores de ojo de lince, Jim y yo, con gorras de piel y mocasines traídos de la bahía del Hudson, cerca del camino de los Murmullos, lanzaríamos nuestras mortíferas bolas de nieve al verde de sus ojos.

Los gatos sabios jamás se presentaron. Estábamos tan quietos, cazadores calzados como esquimales del Ártico, en el silencio mullido de la nieve eterna -eterna al menos desde el miércoles anterior-, que no acertamos a oír el primer grito de la señora Prothero desde su iglú, al fondo del jardín. Y si de hecho lo oímos, nos pareció que su grito fuera el reto lejano de nuestro enemigo y nuestra presa, el gato polar del vecino. «¡Fuego!», gritó la señora Prothero, y se puso a aporrear el gong con que nos llamaba a la hora de la cena.

Y fuimos corriendo por el jardín con las bolas de nieve sujetas entre los brazos, camino de la casa; y ciertamente salía humo por la ventana del comedor, y el gong resonaba como una bomba inagotable, y la señora Prothero anunciaba la ruina como si fuese uno de los voceros de Pompeya. Aquello resultó mucho mejor que todos los gatos de Gales puestos en fila encima de una tapia. Entramos a la casa de un salto, cargados con las bolas de nieve, y nos detuvimos en la puerta de la habitación repleta de humo.

Algo se estaba quemando, desde luego. Puede que fuese el señor Prothero, que siempre se quedaba dormido después de comer, con el periódico cubriéndole la cara. En cambio, estaba tan campante en medio de la sala. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 28 de diciembre de 2022

"EL REGALO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN". Un cuento de Paul Auster

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una. CONTINUAR LEYENDO


lunes, 27 de diciembre de 2021

"EL ÚLTIMO SUEÑO DEL VIEJO ROBLE". Un cuento de Navidad de Hans Christian Andersen.

Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.

Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.

Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:

-¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.

-¿Triste? -respondía invariablemente la efímera-. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta…

-Pero sólo un día y todo terminó.

-¿Terminó? -replicaba la efímera-. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?

-No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.

-No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tú mueres?

-No -decía el roble-. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.

-Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.

Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era su muerte.  CONTINUAR LEYENDO



sábado, 13 de diciembre de 2014

CUENTOS DE NAVIDAD: El sastre de Gloucester de Beatrix Potter

En los tiempos de espadas, pelucas y abrigos llenas de bordados con solapas de flores, cuando los caballeros llevaban volantes y chalecos con encaje dorado de seda de Padua, había un sastre que vivía en Gloucester.

Se sentaba al lado de la ventana de su pequeño taller en Westgate Street, encima de la mesa con las piernas cruzadas, desde la mañana a la noche.

Durante todo el día, mientras duraba la luz cortaba y cosía el raso, el brocado y la lustrina; telas con nombres extraños y muy caras para su época. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: Cuentos de boca