Las Navidades eran tan parecidas unas a las otras, en aquellos años en torno a la esquina del pueblo junto al mar, de golpe despojado de toda sonoridad, excepto por las voces que hablaban a lo lejos y que oigo a veces un instante antes de quedarme dormido, que nunca consigo recordar si la nieve cayó durante seis días seguidos con sus noches cuando tenía doce años o si nevó sin parar durante doce días con sus noches cuando yo tenía seis.
Todas las Navidades bajan rodando hacia el mar de las dos lenguas como una luna fría que de cabeza diera tumbos por aquel cielo que era nuestra calle. Se detienen justo al borde de las olas heladas, llenas de peces congelados, y yo hundo las manos en la nieve y saco todo lo que pueda encontrar, lo que sea. Introduzco las manos en esa bola blanca como la nieve y con lengua de campana que son las vacaciones, descansando a la orilla del mar que entona villancicos, y salen la señora Prothero y los bomberos.
Fue la tarde del 24 de diciembre y yo estaba en el jardín de la señora Prothero, esperando a los gatos con su hijo Jim. Nevaba. Siempre nevaba por Navidad. Diciembre, en mi recuerdo, es tan blanco como Laponia, aunque no había renos. Sí que había gatos. Con paciencia, nos envolvimos las manos heladas y encallecidas en unos calcetines y esperamos para lanzar las bolas de nieve a los gatos. Felinos, alargados como los jaguares, con sus horribles bigotazos, babeantes y siseantes, se agazaparían y reptarían por el borde blanco de la tapia del jardín, y los cazadores de ojo de lince, Jim y yo, con gorras de piel y mocasines traídos de la bahía del Hudson, cerca del camino de los Murmullos, lanzaríamos nuestras mortíferas bolas de nieve al verde de sus ojos.
Los gatos sabios jamás se presentaron. Estábamos tan quietos, cazadores calzados como esquimales del Ártico, en el silencio mullido de la nieve eterna -eterna al menos desde el miércoles anterior-, que no acertamos a oír el primer grito de la señora Prothero desde su iglú, al fondo del jardín. Y si de hecho lo oímos, nos pareció que su grito fuera el reto lejano de nuestro enemigo y nuestra presa, el gato polar del vecino. «¡Fuego!», gritó la señora Prothero, y se puso a aporrear el gong con que nos llamaba a la hora de la cena.
Y fuimos corriendo por el jardín con las bolas de nieve sujetas entre los brazos, camino de la casa; y ciertamente salía humo por la ventana del comedor, y el gong resonaba como una bomba inagotable, y la señora Prothero anunciaba la ruina como si fuese uno de los voceros de Pompeya. Aquello resultó mucho mejor que todos los gatos de Gales puestos en fila encima de una tapia. Entramos a la casa de un salto, cargados con las bolas de nieve, y nos detuvimos en la puerta de la habitación repleta de humo.
Algo se estaba quemando, desde luego. Puede que fuese el señor Prothero, que siempre se quedaba dormido después de comer, con el periódico cubriéndole la cara. En cambio, estaba tan campante en medio de la sala. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario